Dos capítulos de “La muerte cubana de Hemingway”

REINALDO BRAGADO BRETAÑA


II

Lo que no sabía Luis Cruz Mandel era que mientras él observaba a Ernest Hemingwayentrar en la bahía de La Habana con el yate Pilar, y mientras se defendía del negro del black jack y lo amarraba a la tubería del inodoro convirtiéndose en parte del grupo minoritario de seres humanos que había quitado la vida a un semejante, un submarino nazi era hundido en aguas territoriales cubanas abatido por la armada de la República.

Se trataba del U-176, comandado por el oficial Reinier Dierken. De seguro en algo afectaría ese hecho a Luis Cruz Mandel, ahora entregado a la espera y al buen whisky con hielo en su casa de la calle Egido, su refugio por excelencia, donde había sabidorodearse de todo lo que necesitaba para sentirse aislado del mundo que, en muchas ocasiones, le resultaba hostil y ajeno. Mandel lo sabía, protegerse con una muralla constituida por accesorios propios, por objetos y recuerdos seleccionados con precisión –también libros, muchos libros, pero sus preferidos– y que evocaban la manera en que él hubiera querido que fueran las cosas, era un método eficaz para alcanzar una paz sicológica. Al menos a él le funcionaba a la perfección, aunque ese recurso implicara volver el rostro, mirar hacia otra parte cuando era evidente que la atención tenía que estar dirigida hacia el fenómeno en cuestión que le resultaba agresivo, como el quitarle la vida a un ser humano aunque fuera en defensa propia en los urinarios de un bar en cualquier bahía del mundo.

El protagonista del hundimiento de la nave nazi fue el alférez de fragata de la Marina de Guerra de Cuba Mario Ramírez Delgado, que comandaba una flotilla de caza submarinos compuesta de tres unidades –las naves CS11, CS12 y CS13– y escoltaba a dos barcos mercantes rumbo a Isabela de Sagua –el hondureño “Wanks” y el cubano “Camagüey”–, cuando recibió el aviso sobre un submarino alemán que estaba a su alcance, cerca de Cayo Seboruco, a la altura de la provincia de Matanzas. Era factible atraparlo porque el lobo acuático nazi había pasado por Cayo Mégano a ocho nudos de velocidad, unas horas antes, y un hidroavión Kingfisher logró hacer contacto visual con él cuando navegaba fuera del agua. Luis Cruz Mandel no sabía que mientras retorcía la hoja de su sevillana en el estómago de su atacante –su primer muerto–, el alférez de fragata Ramírez Delgado lanzaba cargas de profundidad de 500 libras cada una, el equivalente de la sevillana pero bajo las reglas de la muerte uniformada, legal, con previa declaración de guerra y en el mar. La primera bomba fue lanzada a cien metros, y después fueron aumentadas de cien en cien. Casi al mismo tiempo que expiraba el negro en brazos de Luis Cruz Mandel, el alférez de fragata Ramírez Delgado captó en sus equipos, en lugar de las tres explosiones correspondientes a las cargas lanzadas, cuatro, es decir, una adicional que indicaba a las claras que había dado en el blanco. Por supuesto, no vaciló en lanzar al mar las ocho bombas restantes que componían su arsenal para rematar al submarino nazi. Así lo hizo y la muerte pobló el mar bajo del agua. Era la regla del juego, la supervivencia: matas o mueres, algo similar a lo sucedido a Luis Cruz Mandel con el negro en el urinario del Bar Two Brothers.

Otro que no sabía lo que estaba pasando era el propio Ernest Hemingway quien, con el hundimiento del submarino, perdía la oportunidad de hundirlo él y convertir en realidad su sueño literario de dar caza a un submarino con su yate Pilar. Cuando lo supiera, y de hecho sucedió así, varios puñetazos fueron a parar al revistero –que él mismo había diseñado– y que escoltaba su butacón preferido para leer en Finca Vigía, residencia del escritor en San Francisco de Paula, en las afueras de La Habana. El mal humor lo invadió y lo transformó en un animal peligroso durante varias horas, fiera que todos esquivaron en las habitaciones de Finca Vigía para no tropezar con ese huracán de alcohol y fuerza reventando de rabia porque le habían escamoteado lo que él suponía suyo, la pieza mayor, la caza perfecta, la gigantesca aguja de acero sumergible que, a su vez, también era una fábrica de muerte inesperada y efectiva. El revistero salió mal parado de la noticia y el carpintero de Finca Vigía tuvo que retirarlo del salón para reponer algunas piezas que no resistieron los embates del enfurecido Hemingway. Así que dos hombres estaban perturbados por el éxito del alférez de fragata Ramírez Delgado: Hemingway y Mandel, pero por razones muy distintas.

El oficial alemán Reinier Dierken era el capitán del U-176 y había entrado en el área en mayo de 1943 por el paso de Crooked Islands con vistas a controlar la zona que, sin dudas, era muy usada por los buques norteamericanos y que constituían objetivos enemigos para el Tercer Reich. Reinier Dierken hundió al este de Nuevitas un buque-tanque y, más adelante, el barco Nikerliner. La inteligencia naval norteamericana no esperó más y avisó rápidamente a Ernest Hemingway a su refugio de Finca Vigía paraque estuviera vigilante. Le entregaron todos los datos que pudieran ayudarlo en su tarea. La flota alemana se establecía en las aguas del Atlántico Norte y los submarinos partían de bases francesas establecidas en Brest, Loire y St. Nazaire. Los submarinos-tanques, llamados “vacas lecheras”, abastecían de petróleo las naves que podían almacenar de 30 a 100 toneladas de petróleo. Debido a que sólo eran capaces de estar sumergidos unas cuarenta horas, en muchas ocasiones navegaban fuera del agua usando el motor diesel de superficie –poseían otro eléctrico para la navegación bajo el agua–, sobre todo cuando atravesaban el Atlántico. El despliegue de submarinos en los alrededores de Cuba era una prioridad para Berlín: necesitan cortar todo tipo de suministros, y a cualquier precio, que pudieran partir desde Cuba, y después desde Estados Unidos, hacia Europa para abastecer a las fuerzas aliadas.

Pero todos los datos que le suministró a Hemingway la marina de guerra estadounidense no sirvieron de nada al escritor, quien perdió la oportunidad, con el hundimiento del U-176, de lograr su sueño de cazar un submarino nazi. Por su parte, Mandel no pudo hacer nada para salvar la nave alemana y de seguro le pedirían cuentaspor eso. De todas maneras su función era, entre otras, vigilar a Hemingway, y ese día lo tuvo ante sus ojos en el puerto de La Habana, así que mucho no le podría exigir su jefe en el nefasto negocio de recopilar información. Después, cuando descansara un poco y localizara a Paula, pasaría por el “buzón” donde era seguro que algún aviso lo esperaba procedente del tentáculo de Berlín en La Habana.

III

Si todo hubiera sido de otra forma, quizás ahora Luis Cruz Mandel no fuera lo que es,el bebedor solitario en la casa de la calle Egido entre Sol y Muralla, en la Habana Vieja, zona de la ciudad que nunca quiso abandonar porque la consideraba como un bolsón rodeado por una muralla invisible, que corría por donde otrora se levantaba la real erigida como custodio de la famosa “Llave de las Indias Occidentales”. La ciudad permanecía protegida, según la creencia de Mandel, por entidades espirituales procedentes de todas las regiones del globo. Así era, siempre de acuerdo a los cálculos de Mandel, debido a que las naves españolas convergían en La Habana, arribando desde paisajes remotos y diversos para ayudarse entre todas a cruzar el Atlántico, cargadas de personas de todos los rincones del globo. En esa época también había submarinos, pero con velamen ligero y fiera tripulación pirata dispuesta a todo con tal de trasbordar las riquezas de los otros a sus arcas personales. También Mandel tenía en cuenta el tráfico de esclavos. Y en La Habana muchos fueron vendidos y comprados, asesinados en crueles castigos cuando infringían las normas que les imponían los dueños de la industria azucarera, a la que era indispensable el trabajo esclavo. Todos esos muertos, procedentes de tantas y tan disímiles partes, estaban presentes en la ciudad, según Mandel, en forma de espíritus que, de alguna manera, constituían una protección y perseguían “hechizar” el transcurrir en lo que antes fue su reino indiscutible.

A Mandel siempre le gustó Ernest Hemingway. Adoraba su vida aventurera, su éxito, sus locuras, su yate Pilar cazando submarinos nazis –por lo menos intentándolo– y, por supuesto, sus libros. Aunque ésta no era la verdadera razón por la cual Luis Cruz Mandelescribía, se podía contar entre ellas. Desde pequeño lo había hecho, comenzando por un boletín que confeccionaba él solo con todas sus copias y repartía entre los niños del aula, cuando estaba en la escuela primaria de las galleticas dulces y los rezos estipulados con precisión. En algunas ocasiones recibió severos regaños por parte de los maestros debido a los comentarios que escribía sobre ellos en las páginas del boletín. También hizo una novela de capa y espada –llenó dos libretas escolares rayadas con letra muy poco respetuosa del método Palmer– que el hermano calificó de plagio descarado y casi idéntico a los Salgaris y los Stevensons. Y no andaba lejos de la verdad el hermano porque pueden imaginar la cantidad de Emilio Salgari, Julio Verne, Alfonso Daudet, Robert Louis Stevenson y compañía que leyó Mandel, sin contar los libros de historia que devoraba uno tras otro maravillado por las islas perdidas, los tesoros y los parajes exóticos. Bernal Díaz del Castillo y Daniel Defoe, Drake, Morgan y Jaques de Sores, el tremendo submarino del capitán Nemo y las remotas aventuras de Don Quijote con el magnífico Sancho, eran materia cotidiana en la vida de Mandel.

Sencillamente todo apuntaba a que la red de la literatura –aventura imaginada, deseos llevados al papel, o mentiras para no descubrir los verdaderos deseos– lo atrapara sin remedio.

Desde muy niño la principal actividad de Mandel fue imaginar. Como no podía trazar la ruta de un galeón o guiar alguna expedición por África, sencillamente las imaginaba y las llevaba al papel, pecado imperdonable según muchos. Un poco mayor cayó en sus manos Ernest Hemingway y le gustó. Se encantaba con el trasiego de vinos, whisky, ginebra y vodka que rebosaba en su obra. El bar preferido de Mandel era el Floridita, el mismo de Hemingway. Prefería sentarse en un extremo de la barra y disfrutar del ambiente bebiendo un daiquirí bien cargado y absorbiendo algún tabaco de marca que cataba con la placidez del buen fumador. Por sus frecuentes visitas había logrado que los camareros lo reconocieran y cerraba la noche, sin excepción, con una taza de café fuerte agregando poca azúcar –casi ninguna, lo que en Cuba llaman “café de borrachos”–, paladeando con la certidumbre de que el paraíso debía ser algo similar: una barra, algunos daiquirís, un buen tabaco y una taza de café fuerte para cerrar. No le preocupaba mucho la opinión que tuviera Dios de su concepto del paraíso porque no profesaba religión alguna. Aseguraba que los asuntos de su conciencia le interesaban sólo a él y no admitía intromisión ajena, ni tan siquiera la de un etéreo Dios. Quizás tener fe en alguna religión le hubiera evitado la vida que tuvo. Nadie sabe. Después que todo sucede es muy fácil especular, aportar brillantes análisis y altisonantes explicaciones que nadie pudo ni siquiera esbozar antes de que sucedieran las cosas.

Pero de seguro algo tuvo que ver la literatura, además de muchos otros elementos, enla forma de entender la vida que tenía Mandel. Y su final, sobre todo su final frente al clóset abierto del cuarto dejando ver el espejo interior –de lo que se deducía que sostuvo un diálogo consigo mismo– en el cual se escrutó el rostro de forma íntima yevidentemente desquiciada.

Por supuesto, no todo se reducía a la influencia del gran escritor norteamericano, había otras causas, otros acosos, como los que cercaban a Hemingway y lo obligaban a refugiarse en la torre cuadrada de Finca Vigía, construida especialmente para escribir,aunque no siempre tenía ese uso. La génesis, en el caso de Luis Cruz Mandel, serastreaba en la repulsa que su madre le profesaba cuando aún no había nacido. Ellamaldecía el embarazo no proyectado y, ante la imposibilidad de abortar por dificultades de salud, tuvo que parir sin amor, aunque cuesta trabajo creer que una madre dé a luz sin amor. Esa es otra de las razones que se puede agregar, pero ¿qué decir de todas las razones que nadie conoce?

Mandel no tuvo una infancia feliz y sus recuerdos se perdían en regaños y tareasimpuestas sólo para mortificarlo, sobre todo muchas burlas hacia sus manías de leer y escribir, en contraste con la desproporcionada condescendencia que le dispensaba su madre al hermano mayor. Enfermizo para más señas, Mandel no salía de los hospitales y sufrió dos operaciones: apendicitis y sinusitis, o sea, que también tuvo sus 237 fragmentos de metralla de mortero en su vida, como Hemingway, aunque un quirófano distaba mucho de un campo de batalla. Además, poseía algo así como recuerdos prenatales, si esto es posible, y veía con nitidez a su madre frente al espejo, palpándose el vientre deformado por la indeseada presencia que arruinaría su cuerpo de un parto y dos abortos. “¿Quién sabe a dónde irán a parar mis senos?”, acosaba al esposo. “Vendrán las várices a montones”. Así que, a pesar de todo, Hemingway era sólo un eslabón, insignificante además, en todo aquello de su conversación con él mismo frente al clóset abierto del cuarto. Era algo así como si su vida siempre hubiera estado precedida por el “These must be paid”. Bastaba recordar que su vida lo llevó a no confiar en nadie, ni tan siquiera en los que demostraron cariño y con los cuales se ensañó con más ahínco hasta alejarlos de sí.

Durante su adolescencia, Mandel sufrió de una incapacidad total para comunicarsecon los demás, y culpó al resto del mundo considerándose inocente. Se refugió en un desmesurado afán de conocimientos que lo llevó hasta la filosofía –comenzando por los clásicos–, las matemáticas y la literatura, su predilecta, porque “una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y mayor placer, sólo la muerte puede ponerle fin”.

A Mandel la juventud se le fue con libros en las manos y sus necesidades sexuales resueltas en prostíbulos de mamparas, cortinas de seda, media luz y Bacardí con hielo.No precisaba de regodeo sexual, le bastaba con pagar, poseer a la mujer contratada y punto. Cuando terminaba se vestía apurado, como si hubiera concedido demasiado tiempo a algo inútil. Esta situación persistió hasta que conoció a Sandra, prostituta de oficio que se encariñó con él por considerarlo “un cliente raro y simpático con nubes en la cabeza”. Se ocupó de él y logró convertirlo en un amante experimentado que disfrutaba hasta el infierno de los trucos y desmanes del amor. Después se hizo famoso en los prostíbulos: hacía el amor con sus contratadas como si fueran hermosas princesas a quienes debía conquistar. Su padre, que abandonó el hogar cuando él tenía catorce años, nunca le habló sin echarle al rostro un aliento etílico y agrio a la vez. Lo recordaba en constante pelea con la madre que no veía con buenos ojos eso de beber en exceso o de gastar tanto dinero en jugar. Él, a su vez, le reprochaba el cotidiano flirteo con cualquiera, hasta con íntimos que se burlaban a sus espaldas –aunque él lo percibía– de su abundante cornamenta. “Algún día todo va a terminar”, amenazaba sin alterar la voz, a través de una distancia con la realidad que sólo aporta la sabiduría o la resignación. Ella se aterraba de sólo imaginar el abandono y de inmediato lo envolvía en zalamerías que lo arrastraban al lecho sin amor, limitándose a la satisfacción de un deseo físico que nunca terminaba porque le gustaba su mujer. “Tú sabes que te quiero”, decía ella, y él fingía creerlo para aprovechar la oportunidad de cuerpos desnudos unidos por la costumbre. Así eran las existencias entre las cuales Luis Cruz Mandel vivió, con una madre incapaz de hacer algo permeado de amor y un padre resignado y alcohólico que se dedicaba a acopiar valor para concluir con ese matrimonio aberrado.

Por eso no se puede culpar completamente a la literatura por el asunto del espejo delclóset del cuarto abierto y que de seguro utilizó para hablar consigo mismo, quizás hasta gesticulando en diálogo orate o lúcido, y es posible que hasta hablando en alta voz. Al menos podemos vislumbrar que había muchas más razones. Repito, después de los sucesos es fácil especular, pero nunca la verdad exacta sale a la luz porque nadie estaba allí, “en el lugar de los hechos”, cuando sucedieron.

El hermano mayor de Mandel percibió la atmósfera de decadencia familiar a tiempo ydesapareció un buen día de agosto. Los padres contrataron un detective privado cuando las gestiones de la policía no arrojaron claridad sobre el asunto. Tras varias semanas y dos mil quinientos cincuenta pesos de honorarios –incluyendo viajes, comidas y aloja- miento– el informe fue preciso y sorprendente: Miguel Cruz Mandel abandonó La Habana rumbo a Miami, Florida, un caluroso día de agosto. Viajó en el vuelo 2443 de la línea Panamerican en compañía de Mariana Nancy Morejón López, también de nacionalidad cubana. Las investigaciones podían continuar en los Estados Unidos si los atribulados padres estaban dispuestos a pagar los gastos. Pero no, la pareja sólo deseaba saber dónde estaba el hijo descarriado y nada más. Se conformaban pensando que escribiría. El representante de la agencia de detectives –una especie de Sam Spade en guayabera y puro en la boca– insistió en que, para la tranquilidad del matrimonio, debían continuar con el trabajo de rastreo. Pero ellos alegaron que no les interesaba –bien sabían que el émulo de Sherlock Homes sólo perseguía más retribuciones monetarias–, y lo encargaron, por la cifra de quinientos pesos, de averiguar vida y milagro de la tal Mariana Nancy Morejón López, quien resultó ser una mujer –nada menos que doce años– mayor que el hijo fugitivo. Pintora frustrada, heredera de una respetable fortuna que había transferido a bancos norteamericanos, divorciada dos veces y de vida un tanto libre, se dedicaba a dejar transcurrir el tiempo en cocteles y cabarets haciéndose acompañar con frecuencia por extranjeros distinguidos de paso por el país, frecuentando el Tropicana –“Bajo las estrellas”–, el Sloopy Joe, el Floridita, El Gato Tuerto, El Alí Bar, los casinos de los hoteles, La Bodeguita del Medio y cuanta cueva de categoría o bohemia que existiera en La Habana. El investigador no pudo determinar con exactitud qué perseguía en la vida.Hacía años que no tocaba un pincel y al marcharse de Cuba en compañía de Miguel Cruz Mandel vendió su casa, incluyendo una colección de pinturas –que contaba con Víctor Manuel, Fidelio Ponce, Wilfredo Lam, René Portocarrero, Cundo Bermúdez, Carlos Enríquez, Amelia Peláez, varios mosaicos de Zuloaga, un grabado de Salvador Dalí, una cerámica de Picasso y dos plumillas de Utrillo– a un agente de la familia G... quien pagósin chistar las cifras solicitadas. Los detectives contratados calcularon, por el inmueble y los valores en piezas de arte, más de medio millón de pesos, en aquellos momentos equivalente al dólar estadounidense. Fue imposible corroborar si se dedicaba al consumo de opio, cocaína o marihuana, o todas a la vez. El supuesto suministrador, un chino nacionalizado cubano residente del barrio de Zanja, fue asesinado de dos puñaladas tres meses antes del comienzo de la investigación. Objeto del asesinato: aparente-mente robo. Entre los artículos que contenía la casa de Mariana Nancy Morejón López había un fumadero de opio chino del siglo XV, legítimo, verdadera obra de arte que, por estar en poder de la familia G..., resultó imposible analizarlo químicamente para verificar si estuvo en uso o sólo cumplía una función ornamental. La investigada, aunque intimaba con hombres de las más disímiles procedencias y edades, prefería a los jóvenes, y tal era el caso de Miguel Cruz Mandel. Los padres despidieron al detective firmando sin objeciones un cheque al portador. Se rompieron la cabeza buscando una explicación a la conducta del hijo descarriado. Estuvieron en franca armonía por la breve comunidad de intereses para luego, al no encontrar respuesta, acusarse mutuamente de ahuyentar del hogar –“materno” o “paterno”, según cuál de ellos denunciara– al amado hijo. La culpa pasaba de uno a otro con rapidez y nunca caía al suelo. Pero la más agresiva y agria fue ella, quien culpó una y otra vez al esposo despertándolo de madrugada y a sacudidas para reprochar su vida libertina de juegos de póker y cubiletes, borracheras y mujeres a precio fijo. El padre de Mandel lo soportó todo con estoicismo. Con los ojos inyectados en sangre por el repentino despertar, sentado en el borde de la cama, escuchaba los discursos acusatorios sin intentar defensa. Sabía que era tiempo perdido: su esposa se proponía torturarlo.

En medio de todo aquello Luis Cruz Mandel, de catorce años, estaba más despistado y afectado que nunca. Por eso no se puede culpar completamente a la imaginación, a laliteratura y al deseo de aventura por su descalabrada decisión el día que no le funcionó más el recurso de “uno se detiene y trata de seguir viviendo hasta el día siguiente” y terminó en soliloquio frente al espejo abierto del clóset del cuarto.

Y así lo sorprendió la noche –despistado y afectado– en que la madre entró a su cuarto hecha un ciclón a las tres y media de la madrugada. Tu padre no aparece, anunció al hijo aún soñoliento a pesar de los manotazos que le propinó en la cara. Que tu padre no aparece te digo, te levantas y te pones la ropa ahora mismo. Y salió para pegarse alteléfono y marcar números y más números, dar explicaciones y pedir consejos, hasta que sintió que su hijo la tocaba en el hombro y preguntaba, con timidez, si no era exageración todo ese barullo, otras veces había llegado más tarde de sus parrandas. Y ella le extendió un papel, doblado en dos, que Luis Cruz Mandel leyó para enterarse, por la letra pequeña y apagada de su padre, que los abandonaba para no volver después de liquidar la cuenta bancaria, y muchos cariños y que tengan suerte en la vida, que Dios los acompañe y la firma, seguida de una posdata: no intentes buscarme.

Eso era otra cosa. Liquidar la cuenta bancaria dejaba una sensación de abandono deliberado, estudiado con seria premeditación y definitivo. Luis Cruz Mandel comprendió la desazón de su madre, que ahora tenía un aspecto similar al que debió tener el general Custer en Little Big Horn cuando vio que la muerte lo mordía. Ella no sabía hacer nada salvo pavonearse frente a los amigos de su esposo en busca de lances amorosos. No existía familia a la cual recurrir porque los pocos que vivían en el país, a fuerza de desplantes y groserías, ella los había alejado, envenenándolos con su amargura –ahora lo comprendía con el auricular del teléfono en la mano– de mujer mal casada. Cuando lo escogió como partido para llevarlo ante el altar era un hombre de amplio futuro. Ingeniero graduado en los Estados Unidos, dueño de una pequeña fortuna que incluía la mansión que habitaban, llegó a su casa una tarde sonriente y colmándola a besos: pronto nos casamos, dijo dando golpecitos en un sobre largo que llevaba en uno de los bolsillos de su guayabera de hilo blanca, impecable. Muy pronto nos casamos, porque esto que ves aquí –más golpecitos– es un contrato con la Compañía de Electricidad, y más golpecitos en el sobre y más besos que culminaron en brindis de Duque de Alba ofrecido por su futura suegra. Y como a la semana siguiente cambió su Chevrolet por un Cadillac, compró muebles nuevos para la casa y renovó su vestidor, ella supuso que estaba enganchada con un “hombre de bien”. Pero todo fue una ilusión que duró varios años, aunque mucho antes ya ella lo engañaba cuando en realidad no había motivo de queja, sólo excesivas necesidades de cama por parte de ella y que consideraba lógicas y legítimas.

Así que ahora, sin el sostén económico de la familia, era comprensible que la madrede Mandel marcara una y otra vez varios números de teléfono preocupada por su futuro.Si fuera necesario llevo el caso a los tribunales, qué se habrá creído ese hijo de puta,hablaba consigo misma sin hacer caso al hijo, a su lado, devolviéndole el papel. Todas las pesquisas fueron infructuosas y Luis Cruz Mandel quedó solo con su madre. Así que los problemas aumentaban en su vida y por eso no se puede culpar completamente a la literatura y a la imaginación por su decisión de hacer lo que hizo frente al clóset abierto que dejaba ver el espejo testigo de su soliloquio. Además, ya sin hermano y sin padre, Luis Cruz Mandel fue el blanco de todo el odio que contenía su madre, ahora acrecentado por la crítica situación económica en que los había dejado la fuga del padre. La primera reacción de ella fue refugiarse en la bebida. Consumía las botellas del bar preocupada porque ya llegaban a su fin, incluyendo las que estaban almacenadas en la bodega de la casa. Así transcurrieron dos años en los que Cruz Mandel vio a su madre, completamente ebria y desnuda, deambular por la casa botella en mano cantando alguna vieja canción de Frank Sinatra –siempre de Frank Sinatra– con voz rajada, descompasada y amarga. Cuando tropezaban en alguna habitación o pasillo ella se limitaba a extenderle la botella y toma un trago, cretinito lindo, toma un trago para que despiertes de tu ensueño de libros y versitos y novelitas y mierditas y mierditas... El rechazaba la oferta y la dejaba sola. En ocasiones, cuando lo perseguía por la casa insultándolo ferozmente, tuvo que dormir al abrigo de los parques en temeroso sueño al que no estaba acostumbrado, cuidándose de carteristas, atracadores y pederastas, conociendo a profundidad el extraño mundo de los parques capitalinos de madrugada, el de La Fraternidad, con su ceiba al centro en disputa astronómica con la cúpula del Capitolio; o el Central, con su José Martí blanco como las nubes, homenaje al gran soñador de la embrujada isla.

Por eso no se puede culpar a la ligera a cualquier elemento por tan desastroso final,sobre todo si se tiene en cuenta que una madrugada, cuando regresaba a casa agobiado por la humedad, el calor y el peligro de la calle, encontró a su madre sobre una alfombra de la sala, en amasijo de cuerpos –un hombre y dos mujeres más– que de inmediato le produjo arqueadas. Cretinito lindo, dijo ella sonriendo, ven para que te diviertas un poco. Y él fue, pero armado del látigo argentino que colgaba de una panoplia del comedor y arremetió contra los cuerpos desnudos, sin perdonar nalgas, senos y lindas mejillas, reeditando la escena de la expulsión de los fariseos del templo. Después de esto creo que casi podemos absolver a la fantasía por el tipo de vida que escogió Luis Cruz Mandel. Decididamente la literatura fue lo de menos peso en su decisión, porque “si las gentes vienen al mundo cargadas de tanto coraje que sólo matándolas podrá el mundo doblegarlas, desde luego que las matará”.

Así, en franca decadencia, transcurrió la vida del binomio familiar, hasta que una noche llegó una señora blanca en canas y arrugada, que se apoyaba en un bastón para caminar, y preguntó por el señor Luis Cruz Mandel.

—Soy yo, señora –se identificó Mandel.

—Soy portadora de malas noticias –dijo la anciana.

Y pasó a explicar que su padre había muerto cinco noches antes de un ataque al

corazón y sin dejar nada en herencia.

—¿Cuándo lo entierran? ¿Dónde? –preguntó Mandel.

—El necrocomio dispuso del cadáver porque nadie lo reclamó.

Y la vieja agregó que la mujer que lo acompañaba desapareció con las prendas personales del difunto y es de esperar que, dada su calaña, no devuelva nada y quenunca se sepa de ella. La viejita no aceptó ningún ofrecimiento de Luis –un billete de diez pesos que le extendió– y se marchó de inmediato aduciendo que había cumplido con su deber de cristiana. Luis Cruz Mandel esperó a que su madre estuviera en uno de sus breves momentos de sobriedad para comunicarle la nueva. Escuchó atenta y sonriente, después encendió un cigarro y dijo que siempre supo que vería pasar el entierro de su esposo. A los veinte minutos estaba completamente borracha.

Quince días después llegó la primera carta del hermano. Procedía de New York y estaba redactada en un tono frívolo y amanerado. Preguntaba por todos y avisaba que partía hacia París en compañía de “mi musa”, como llamaba a Mariana Nancy Morejón López. Allí veremos a los grandes en directo, decía, les contaré de la Mona Lisa y la Venus de Milo, y de Notre Dame también, enviaré postales y, por supuesto, recorreré el barrio latino sin perder detalle. Escriban a la dirección de New York y esperen carta. Muchos besos a todos. Seguro de triunfar. Bye, bye. Luis Cruz Mandel sólo tenía a su madre, la casa y una capacidad infinita para soportar. Ella permaneció cruel con su hijo hasta el último día de su vida: un autobús la atropelló cruzando la calle Línea, en el Vedado, muriendo al acto por las contusiones recibidas en la cabeza. Estaba, como era de esperar, completamente ebria. Luis Cruz Mandel hizo todos los preparativos del velorioy del entierro como quien sabe que se deshace de su condena. Cuando vio la tapa delpanteón familiar cerrarse sobre el ataúd, comprendió que al fin tendría días de sosiego. Decidió cambiar su vida y comenzó por abandonar la mansión de dos plantas rodeada de jardines, mudándose a una casa más pequeña, en Egido, en La Habana Vieja, ciudad que aprendió a amar como a ninguna otra ciudad de su imaginación, donde sucedió el diálogo con el espejo del escaparate. Se acomodó modestamente y luego se preocupó por conseguir trabajo. Después de todo era ingeniero como su padre y sólo se trataba de actualizar un poco los estudios. Llamó a viejos amigos de la familia hasta que, gracias a varias recomen-daciones, logró un empleo en la Compañía de Electricidad. A partir de ese momento dedicó todo su tiempo libre a escribir con fruición y a su guerra personal con la vida que le había tocado. Y al final, antes de enfrentarse al espejo del desenlace, quemó uno a uno todos sus libros, como un Kafka tropical sin amigo que lo resucitara literariamente.

Así vio cómo las llamas consumían su novela El hombre desnudo, donde fantaseabasobre un tal Alfredo que en gran medida era él y que tenía un doble en alguna otra dimensión con el que dialogaba en encuentros esporádicos, pero llenos de vida. También convirtió en cenizas su novela La especie de los únicos donde relataba, por boca de un anciano con mucho de esoterismo en la cabeza, la historia oculta de las dos primeras décadas de la república incluyendo los detalles íntimos de todos los presidentes. También fue a la hoguera su novela La envidia bajo el tapete, de intriga policial que versaba sobre un submundo bajo y sórdido, entre drogas y prostitución en los peores barrios de La Habana y donde un detective, apuesto y con voz de tenor con la cual conquistaba a las mujeres, termina muerto de tres balazos en la cabeza en el zócalo de la Catedral. La intrincada madeja de su novela de espionaje La luz vendrá de noche también fue mordida por las llamas, con sus agentes de varios servicios de inteligencia compitiendo por secretos de estado, armas sofisticadas y descubrimientos científicos que darían poder absoluto a la nación que los poseyera. El libro de cuentos Misterios no imaginados –con mucho de Poe y Lovecraft– agotó sus páginas en la misma hoguera que el resto. Tres cuadernos de poesía que nunca consideró gran cosa también corrieron la misma suerte y, finalmente, un volumen de ensayos que iban desde Fray Bartolomé de las Casas hasta Cole Porter, además de veinticinco agendas con apuntes de todo tipo y tres fajos de cartas que escribía por necesidad de comunicación a imaginarios amigos. Se miró en el espejo y supo cuánta verdad encerraban aquellas palabras de “lo difícil de sobrellevar es la espera hasta el día siguiente”. Pero al fin y al cabo se dijo que “un hombre puede ser destruido pero no derrotado”. Y como parecía que su vida, después de estabilizarse en el trabajo, estaba resuelta –tenía un sueldo fijo y amplio que le permitía vivir con cierta holgura y hasta ahorrar algo–, el primer impulso de todos fue culpar a la fantasía, a la imaginación y a la literatura. Pero olvidaban que su madre lo parió sin amor y que engañaba al padre con evidente desfachatez, que el hermano abandonó la casa y el padre también, que finalmente ella se convirtió en alcohólica y mujer de costumbres corruptas, que los dos padres murieron y el hermano no daba señales de vida y que estaba terriblemente solo. Y todos esos elementos eran más culpables de que hubiera preferido conversar lúcidamente con el espejo, después de destruir su obra en las llamas, que el sencillo hecho de que le gustara imaginar aventuras y, por hacerlas realidad, se envolviera en una vida que le pesaba demasiado...


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Reinaldo Bragado Bretaña. Nació en La Habana en 1953 y falleció en Miami en el 2005. Se licenció en Historia en la Universidad de La Habana. Narrador, poeta y periodista. Formó parte del Comité Cubano por los Derechos Humanos en Cuba por lo que sufrió cárcel. Llegó al exilio en 1988, radicándose en Miami. Ejerció el periodismo y trabajó como redactor para distintas estaciones de radio, televisión y periódicos. Su obra literaria incluye, entre otros, La ciudad hechizada, novela finalista del concurso Letras de Oro, La estación equivocada, Bajo el sombrero, En torno al cero, La noche vigilada, La muerte sin remitente, finalista del Premio “La Ciudad y los Perros” y Curazao 24: cuidado con el perro. Póstumamente se publicó El álbum de las sombrillas, La alcantarilla mágica, Después de la vigilia y La muerte cubana de Hemingway.

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