MANUEL BALLAGAS

“Humana siguió siendo también la forma de su cuerpo”.

Rogelio Llopis

Licantropía

Cuarenta y cinco dólares. Tal era el patrimonio de Pierre Charles L’Enfant al morir en 1825, a los setenta años. Y no hablamos de moneda contante y sonante, sino del valor calculado de tres relojes de bolsillo, varias brújulas, algunos libros y unos pocos instrumentos de agrimensura que cabían en un par de cajas halladas en su aposento. Poca cosa para el ingeniero que trazó los planos fundacionales de la ciudad que se convertiría en la capital de Estados Unidos.

Cuentan que al cumplir este encargo de la naciente república americana L’Enfant buscó inspiración en París, su ciudad natal. Pero la urbe de sus sueños, una red de calles nombradas con letras y números, y bellos canales que desembocaban en el río Potomac, tropezó con la visión más cicatera de los políticos, que descartaron o restringieron continuamente la mayoría de sus planes, incluso el de un grandioso palacio presidencial rodeado de jardines y monumentos, cinco veces mayor que la actual Casa Blanca.

Fue una pelea cuesta arriba, la de nunca acabar. Versailles contra Virginia. Genio contra prudencia. Mientras más protestó el ingeniero por los desaires, más se empeñaron los burócratas en enmendarle la plana. L’Enfant, que combatió valerosamente del lado de las Trece Colonias bajo el mando del Marqués de Lafayette, no logró prevalecer a fin de cuentas en las escaramuzas de gabinete que culminaron en su despido en 1792 por el presidente George Washington.

A partir de ese momento, “Peter” L’Enfant, como se hacía llamar por esa época, se dio a librar una ardua batalla legal por conseguir que el gobierno estadounidense le pagara la fortuna que según él le adeudaba. Se negó a aceptar el equivalente de casi dieciocho mil dólares que en algún momento le ofreció el Congreso, para al fin conformarse con una suma más baja que sólo sirvió para pagar las muchas deudas que había contraído en el curso de su vida.

Le sepultaron, al paso de los años y otras tumbas, en el Cementerio de Arlington, en una elevación desde donde podría contemplar ahora –si sus ojos pudiesen ver– el hermoso paisaje de la ciudad que un día imaginó ...

Ahora que recuerdo, fue Herman quien me contó la vida y milagros de Pierre L’Enfant. Caminábamos juntos en Arlington, entre filas de banderitas y blanquísimas lápidas. Me dijo que su fantasma se pasea por las calles del Distrito de Columbia, iracundo, cada vez que al alcalde se le ocurre hacer un cambio en cualquier avenida o plazoleta. Ay de quien se cruce en su camino.

No me lo creí.

Apenas semanas antes, habíamos llegado los dos a Washington en el mismo avión de

United Airlines. Que le tuviera sentado al lado durante el vuelo que me trajo de Miami era demasiada casualidad, pero yo no tenía modo de saberlo. Jamás le había visto, pero él daba la impresión de conocerme.

Después de presentarse en cierto momento, Herman me explicó a qué se dedicaba.

–Hago favores –dijo– Lo mismo al Gobierno que al sector privado.

No aclaró qué clase de favores ni yo se lo pregunté. Antes de despedirse en el aeropuerto me pasó una tarjetita de visita. Leí rápido: Donald R. Herman. Moore & Associates, un lugar en Virginia.

Se me antojó un anciano excéntrico y divertido. Con su sombrerito tirolés y aquella estatura, tenía el aire de esos científicos locos de las películas. Dijo que tenía algo que proponerme, un asunto de empleo. ¿Quién iba a pensar que algún día querría matarme?

Me tomó tiempo, eso sí, intuir su calaña. Empecé a sospechar una de esas noches mientras le aguardaba contemplando deslizarse, silenciosos, los trenes de la línea naranja por los raíles de la estación de L’Enfant Plaza, en su marcha inexorable hacia Virginia.

El viejo no acababa de decirme por qué debíamos darnos cita en las estaciones del metro siguiendo un confuso sistema alfanumérico, ni qué empleo iba a ofrecerme. No tenía nada que decirle ni él a mí. Hubiera jurado que sería un encuentro sin consecuencias, como los otros.

Pero al rato le vi asomar, con su andar cansino, por un extremo del andén. Me sorprendió después, más que a él creo, la sombra que le salió al paso a mitad de camino. Era un sujeto de aire inofensivo y rostro ensombrecido por la visera de una gorra de pelotero.

Herman no podía esperar que el tipo fuera a volverse de repente y que de una patada le arrojase a las vías férreas. Tampoco esperaba yo que el vejete pudiera incorporarse de un brinco, trepar a la plataforma empuñando una Beretta y matar a su atacante de un balazo en la frente.

Nadie nos vio. Eran los ochenta. No existían esas camaritas ubicuas que ahora lo graban todo.

A mí el miedo me paralizaba, pero Herman puso manos a la obra enseguida. Sin decir palabra, registró los bolsillos del muerto hasta encontrarle encima una billetera con identificación. Miró su contenido, sonrió levemente y luego la guardó en un bolsillo de su gabán.

Minutos más tarde, escapábamos por la escalera automática. A punto de tomar cada uno por su lado, Herman me aseguró que alguien se encargaría de recoger lo que llamó “la basura”. Pero el olor a sangre y pólvora todavía rondaba mi nariz cuando desperté la mañana siguiente.

¿Quién era aquel muerto?

Salté de la cama y corrí a mirar hacia la calle por las ventanas del hotelito de Falls Church donde me alojaba. Me horrorizaba pensar que la policía fuera a tocar a mi puerta. No quería llamar la atención así. Verme vinculado a un asesinato era lo último que tenía en mente en ese momento.

Yo había venido a Washington contratado por el Tío Sam, para sumarme a un proyecto que se gestaba en unas discretas oficinas de la zona sudoeste, cerca del Capitolio y otros centros de poder. El plan era trasmitir programas radiales a Cuba, romper el monopolio de Fidel sobre la información en la isla, pero por alguna razón misteriosa no acabábamos de empezar.

Fue Carlos Alberto Montaner, por cierto, quien me recomendó para el puesto, catalogado como sensible por el Gobierno. Tuve que pasar por un montón de verificaciones y entrevistas dirigidas por algo que llamaban misteriosamente el “Negociado de Seguridad”. Una agente especial, mulata ella, viajó por el país haciendo indagaciones entre mis pocos amigos.

Agustín Tamargo me dijo que la mujer se plantó frente a su casa de Coral Gables hasta que consintió en hablar con ella. La señora condujo después hasta Ohio para preguntar a Roberto Madrigal si yo podía ser un enemigo de Estados Unidos. Pero cuando fue a Nueva York a averiguar por mí, Reinaldo Arenas le abrió la puerta con un machete en la mano. La agente huyó.

Lleno de aprensiones, casi reniego de aquella gestión, que me traía muy malos recuerdos. En Cuba, muchos años antes, el Partido me había investigado también. El Alto Mando quería saber si podía confiar en mí para trabajar en uno de sus tantos órganos de propaganda, el Instituto Cubano de Radiodifusión, en el muy delicado cargo de crítico de cine.

Todos tenemos algún pecadillo que ocultar, no necesariamente sexual. Por eso este tipo de pesquisas nos ponen en vilo. Allá le llaman cuéntame-tu-vida, y del lado de acá, security clearance. Un cuestionario minucioso, en todo caso, al que se responde con cierto pavor. Vaya usted a saber lo que el Partido o el Tío Sam, en sus buscas implacables, pueden desenterrar.

El trámite mío, que incluyó un interrogatorio de cinco horas por un inspector del Negociado llamado Fred Berríos, me dejó con una especie de vértigo. La cosa era año por año, mes por mes. Qué desliz o fuente de deslealtad podía hallar Berríos en los entresijos de mi vida, me preguntaba. Gracias a Dios, la mía era aún relativamente breve y yo tenía buena memoria.

Relaté mis infortunios, de la cuna hasta la cárcel y el exilio. Berríos y su gente grababan mi voz, leían mi pensamiento. Hice una lista de las ciudades donde abrevé alguna vez; de todos mis parientes y los de Juanita, mi mujer. Me registraron hasta el alma, pero al fin se dio el milagro: en Washington, como antes en La Habana, la burocracia creyó en mí.

A todas estas, los ánimos entre los empleados de la incipiente emisora estaban muy exaltados, y no era para menos. Estábamos ansiosos por salir al aire; pero aun con el visto bueno del Congreso y un generoso presupuesto, la fecha de despegue seguía siendo incierta.

Zarandeados por una continua vorágine de chismes, no cesábamos de gimotear y reñir. Unos aseguraban que íbamos a ser cancelados tras un pacto secreto con el gobierno cubano; también se decía que el secretario de Estado consideraba que la emisora sería más útil como instrumento de presión que como medio informativo. Corría igual el rumor de que el FBI buscaba entre nosotros a un peligroso espía. ¿Quién podía ser?

Llenos de recelos, trabajábamos sin descanso, incluso de madrugada, en una continua y extenuante simulación. Celebrábamos reuniones, teníamos corresponsales regados por medio mundo, preparábamos informativos que los locutores leían puntualmente. Quienes no cumplían eran fustigados; incluso hubo varios despidos. Cobrábamos un sueldo, pero nadie nos oía.

A menudo nos enterábamos de alguna pendencia, de alguien que se había ido a los puños o a los gritos con un compañero por cualquier razón estúpida. Para colmo, la dirección nos bombardeaba con memorandos. Textos tajantes en que se nos conminaba a limitar el tiempo que estábamos al teléfono o se nos prohibía publicar artículos en la prensa sin previa autorización.

La tensión llegó al extremo de que un día de esos uno de los técnicos perdió completamente la chaveta. Sin que nadie lo esperara, dio un alarido y se abalanzó, martillo en mano, sobre unos costosos equipos recién instalados. “¡Maricones, hijos de puta!”, gritaba. Para cuando los guardas se lo llevaron a rastras, había provocado enormes estragos.

Otro, un reportero, acabó arrestado en el vestíbulo del Departamento de Estado después de alarmar al personal de seguridad con los andariveles que llevaba encima, y los visajes y comentarios extraños que hacía. Nadie le entendía, porque su inglés era macarrónico. Maniatado, se debatía en el piso como una fiera y no hacía más que chillar: “¡Cuba! ¡Cuba! ¡Lemigou!”.

No le libraron hasta que el doctor Humberto Medrano, subdirector de la emisora, fue a rescatarle a Foggy Bottom. Todos nos quedamos consternados al ver a nuestro compañero regresar, cabizbajo y lleno de vergüenza. Al poco tiempo, renunció o le hicieron renunciar.

Muchos estaban desmoralizados. Yo mismo me desplomé, inconsciente, en cierto momento. He de haber sufrido un vahído lejos de la vista de todos, en la oficinita que me habían asignado. Desperté horas después al pie de la grabadora Ampex, con sangre en los cachetes y la camisa rasgada. Había cinta magnetofónica por todas partes. Apenas me acordaba de lo ocurrido.

Pensé que lo mejor era no contárselo a nadie. Con tantos líos, además, había desatendido mi búsqueda de un apartamento. Juanita me lo recordó en una llamada desde Miami. Todas nuestras cosas estaban en cajas y yo todavía no tenía idea de cómo hallar casa en Washington. Los alquileres allí eran carísimos. También en los suburbios de Maryland y Virginia. No había escape.

Me quejé con uno de los locutores que siempre andaban atracándose de comida en la cafetería griega de la planta baja, y enseguida, entre bocado y bocado de un enrollado de gyros, me dio un consejo que no esperaba. Vete y habla con Armando Sánchez Rosario, dijo con su engolada voz.

Pensé que se trataba de un realtor, pero enseguida me acordé de él: bigotudo y gordinflón. Trabajaba con nosotros, aunque raras veces conversábamos. Sánchez Rosario había sido declamador y cantante de tangos cuando Cuba reía. Le contrataron contando con su popularidad, pero resultó que nadie se acordaba de él en La Habana ... ni en ninguna otra parte.

En la emisora no sabían qué hacer con él. No se le daba escribir, no soportaba aquella ciudad, su mujer le había pedido el divorcio. La jefatura le hacía la vida imposible, con la esperanza de que dimitiera de motu proprio o al menos se suicidara; pero él no cedía. Un firme contrato de arriendo en un apartamento le mantenía atado a Washington. Necesitaba que alguien lo asumiera.

Le busqué por todos lados. Me pareció que podíamos ayudarnos mutuamente. Metí la cabeza en las oficinas, las casetas de grabación y hasta en los retretes. Al fin,Martica Yedra, una productora de musicales, me dijo que le había visto irse temprano. Hacía eso a menudo. Corría a su casa a lamentarse, como un alma en pena. Martica se hizo rogar, pero al fin me anotó su teléfono y dirección. A cambio, le prometí un disco viejo de los Irakere.

Fui caminando. El lugar quedaba cerca, casi a un tiro de piedra de la Bahía de Chesapeake. Era un edificio gris de varios pisos, plantado en una esquina de la calle G. Lo de calle G me trajo instantáneos recuerdos de La Habana y los amigos que había dejado allá. Me detuve a ponderarlos; pero enseguida se aplacó mi nostalgia. Tenía demasiado que hacer para estar pensando en el Vedado.

Pulsé el número de la unidad –creo que 301– desde la pizarrita de la entrada, pero nadie contestó; apreté después la tecla de la gerencia. Me contestó una voz plagada de estática; le dije que venía por un apartamento. La cerradura zumbó enseguida. Atravesé el bien iluminado vestíbulo y me dirigí a una puerta que vi cerca, a un costado. Decía “Rental Office”.

Cuando indagué por mi colega, las empleadas cruzaron miraditas. Una que parecía ser la jefa –rubia, alta y espejuelada– se adelantó y me preguntó por qué le buscaba. Le dije que necesitaba hablar con él porque me proponía asumir su contrato de arriendo. Enseguida, la mujer se ofreció a mostrarme el apartamento. Se llamaba Lena, como Lena Horne.

Ya en el elevador, me explicó que “mister Sánchez” les había dado muchos dolores de cabeza. Nadie en la oficina lograba entenderse con él. Le alegraba que alguien fuera a sacarle del apuro, para que pudiera regresar a Miami; pero me advirtió que yo tendría que asumir la pieza en las condiciones que estuviese. No harían mejoras, salvo algún arreglo indispensable.

–En todo caso, es un excelente apartamento, no se va a arrepentir –dijo.

Según Lena, desde el balcón podía divisarse el Capitolio. Dispondría de una piscina en el verano, calefacción, aire acondicionado y también servicio de concierge: recogerían cualquier envío, tomarían mis recados ... Todo incluido en la renta, menos la lavandería y el parqueo.

Pensé que a Juanita, harta de nuestro pisito de la Pequeña Habana, le iba a parecer un palacio.

Caminamos hasta el fondo del pasillo de la tercera planta. Nadie acudió a la puerta del 301 cuando tocamos. Le dije a Lena que Sánchez Rosario podía estar durmiendo. Sugerí que sería mejor dejarle tranquilo; podía arreglarme con él en la oficina al día siguiente. Pero ella no quiso oír de eso y de la nada sacó una llave. Enseguida que entramos tuve un mal presentimiento.

El balcón, en efecto, se abría a una vista del Capitolio y otros monumentos. Ladeé la cabeza mientras nos acercábamos, apreciando el horizonte de cúpulas, jardines y columnatas.

Fue así, sin querer, que le vi tras las puertas deslizantes de cristal: sentado en una sillita, de espaldas a nosotros, como si contemplara, ensimismado, la autopista que discurría más abajo.

Me pregunté adónde irían los pocos coches que transitaban por ella a esa hora. Di un par de golpecitos sobre el cristal, que sonaron fuertes en medio de tanto silencio; pero aun cuando descorrí la puerta, Sánchez Rosario no se movió. Parecía rendido a la luz de la tarde otoñal, con los brazos caídos a ambos lados, las uñas apuntando perpendicularmente al piso, y una zanja roja en el pescuezo que para entonces había dejado de sangrar.

A la policía del primer distrito le pareció demasiada casualidad que hubiese descubierto el cadáver de un colega; demasiado sospechoso que a último momento hubiera querido impedir que Lena, la gerente, abriera la puerta del apartamento. Así que me tocó pasar la tarde y la noche contestando preguntas en una comisaría pestilente, llena de furcias y hampones.

¿Dónde estaba a la hora que ocurrió el bestial crimen? ¿Me remordía la conciencia? ¿O sólo quería estar seguro de hacerme con el apartamento en que vivía la víctima? Por fortuna, el interrogatorio cesó cuando estaba por confesar cualquier cosa, hasta envenenar todo el trigo de Ucrania, como Bujarin. Era de madrugada. Hubiera vendido mi alma por un rato de sueño.

Pero no tuve que hacerlo.

–Parece que usted tiene amigos muy influyentes –dijo el detective. Había estado hablando por teléfono con alguien. Yessir, yessir, repetía a cada rato, dando chupadas a un cigarrillo y mirándome de reojo.

–¿Amigos? –contesté.

–Usted sabrá –dijo él, colgando el teléfono. Exhaló luego una bocanada de humo azuloso, apachurró el cigarrillo en un cenicero y anunció que podía irme.

–Por ahora –agregó con desgano.

Faltaría poco para el amanecer.

No es que tuviera demasiados amigos “influyentes”, pero debí haberlo esperado. Me sorprendió, aun así, tropezarme con Herman afuera. Me aguardaba a la salida de la comisaría, con su sombrerito tirolés en una mano. Se lo encajó en cuanto me vio; frunció el ceño y se acercó, no parecía de buen humor. Yo tampoco, a juzgar por lo que hice después.

Me arrojé sobre el viejo y le aferré por las solapas del gabán. Arrimé mi cara a la suya.

–What the fuck is going on? –grité.

Estaba harto. Herman se había convertido en una sombra fatídica para mí. Iba a arrearle un par de sopapos, pero no alcancé hacerlo por fuerza mayor. Acababa de sentir en mi barriga, muy cerca del ombligo, la fría boca del cañón de su Beretta.

–Easy, son –masculló.

Me aparté de él con otro empujón. Alcé los brazos.

–¡Mátame, carajo! –rugí.

El viejo sonrió. Todavía estaba sonriendo cuando le di la espalda.

–We’ll be in touch –le escuché decir.

Tuve que andar aprisa esa mañana. Aun así, llegué muy tarde a la emisora. Traté de escurrirme, pero Sharon –una veterana del servicio federal que hacía las veces de enlace con nuestra agencia madre, la Voz de América– se tropezó conmigo en cuanto entré. Maldije mi suerte, porque era también la encargada de supervisar, entre muchas otras cosas, la asistencia.

Como no estábamos aún al aire, algunos, muy a la cubana, creían que podían llegar o irse a la hora que les diera la gana. Sharon, espigada, elegante y todavía guapa a sus más de cincuenta vikingos años, trataba de poner un poco de disciplina en tanto caos. Pensé que iba a reprocharme la tardanza, pero no pareció darse por enterada. Me dio los buenos días, como siempre.

Yo rehuía a aquella mujer porque teníamos un montón de gestiones pendientes. Trámites, para ella, ineludibles, y para mí, agobiantes: el seguro médico, la autorización de depósito bancario, la declaración jurada de conflictos de interés ... Yo, tan alérgico al papeleo, me había desentendido de todo eso. Sólo trabajaba y trataba de no meterme en líos. Iba a seguir mi camino, pero Sharon no me dejó.

–Tenemos que hablar, Manuel –dijo.

¿Sabría de mi temprano tropezón con la policía? ¿Del muerto en la plataforma del metro?

La seguí hasta su despacho, no sin cierta aprensión. Muchos de los que iban allí salían despedidos, algunos incluso escoltados por guardias de seguridad. Sharon, con toda su amabilidad, tenía fama de cortarte los cojones con anestesia. Cuando menos lo esperabas, te ponía de patitas en la calle o en manos del FBI, acusado de revelar secretos de Estado.

Se me ocurrió que podía haber sido víctima de una infamia y me preparé para lo peor. Era algo frecuente en aquella etapa en que algunos querían hacer mérito fácil levantando acusaciones sobre sus compañeros de trabajo, algunas muy graves. Así que no bien nos vimos en la oficina presidida por un retrato de Reagan, le pregunté a quemarropa si me hallaba en problemas.

–Todo depende –dijo Sharon– ¿Qué tú crees?

–Que no tengo de qué preocuparme –contesté.

Ella sonrió y pidió que me sentara.

–Ya veremos –repuso– En Washington nada es lo que parece.

–Eso dicen.

–Tranquilo, Manuel.

–Más tranquilo que estate quieto –dije yo.

Prendió un Marlboro y me ofreció otro. En aquella época fumábamos de lo lindo todavía, sin miedo a morir ni necesidad de disculparnos.

–Alguien está metiendo el hocico aquí –Sharon dijo al fin.

Me encogí de hombros.

–What else is new?

–Lo sé, nada cambia –dijo ella.

–¿Quién es esta vez? ¿La DGI o la KGB?

Sharon meneó la cabeza.

–Los nuestros, Manuel –dijo– Nos ha salido un rival.

–¿Rival o enemigo?

–Puede que las dos cosas.

Tuve que reírme.

–Creí que nuestra competencia era Fidel. O nuestra incompetencia –bromeé.

–Estos son tan peligrosos como él. O más –repuso ella.

–Huy.

–Créelo, es así.

–¿Y tienen plata?

–Ni idea –dijo ella– Pero deben tener.

–Langley entonces –aventuré.

–Maybe –dijo Sharon– Lo único que sabemos es que un reclutador anda rondando a nuestro personal hace meses. Los seduce, los amenaza ... ¿Te suena?

Me sonó bastante, pero no le dije. Sabía de sobra lo peligroso que podía ser ese reclutador con un arma.

Sharon sugirió que debía cuidarme. Mirar por el visor antes de abrir la puerta, estar siempre alerta a mi entorno, esas cosas. Me pidió también que le informara si alguien me hacía una oferta de empleo sospechosa, o cualquier otra insinuación. No descartaba que la inteligencia de Castro se hallara detrás de toda aquella distracción. La CIA y la DGI, mano a mano.

–I wouldn’t be surprised –dijo.

En medio de aquel clima de intrigas supuse que cualquier disparate era posible. El Negociado estaba convencido de que La Habana había plantado a un escucha entre nosotros.

¿Por qué no habría de hacerlo la CIA también, y de paso, compartir sus notas con el enemigo? Se me ocurrió que esas cosas pasan en las películas porque pasan muchas veces en la realidad.

Lora, el encargado de prevención de pérdidas en la emisora, se jactaba de que estaba sobre la pista del traidor; que le tenía casi identificado y sólo le daba cordel. “Pronto tendremos al judas”, decía a menudo. Era para morirse de risa. Aquel dominicano tenía más madera de esbirro que de detective. Aún así, Sharon confiaba ciegamente en él.

–El cerco que ha puesto es brutal –aseguraba.

Con tanta cháchara, a mí se me había agotado la paciencia; así que pretexté que un trabajo apremiante me reclamaba, un guión investigativo que me había encargado el director. Ni yo mismo estaba seguro de lo que buscábamos.

–Tengo que apurarme –dije– Betancourt quiere algo ya, por lo menos un resumen.

–Está obsesionado.

–You can say that again.

Antes de largarme, le pedí permiso a Sharon para tomar una hoja de papel en blanco de su mesa. La doblé en dos como una carta y eché a andar por los pasillos, aprisa, con el papelito en una mano. Era un truco que me había enseñado un colega, para dar la impresión de que estaba atareado.

“Camina rápido y nunca andes entre las oficinas con las manos vacías”, me recomendó.

El consejo me vino bien y lo seguí al pie de la letra, lo mismo allí que en otros sitios donde hallé empleo años después. Fingir que trabajo ha sido uno de mis grandes éxitos en Estados Unidos.

Al llegar a mi oficina me percaté de que la lucecita de mi teléfono –o lo que los palucheros de entonces llamaban “terminal de voz”– no cesaba de parpadear. Mala señal: a esa hora ya tenía voces en el buzón telefónico. ¿Quién podía estar dejando mensajes?

Iba levantar el auricular para empezar a oírlos, pero algo que vi hizo que me detuviera. Alguien tenía que haberlo colocado en medio de mi mesa. Quienquiera que fue quería, a todas luces, que fuera lo primero que observara esa mañana. Un sobre de manila precintado con cinta adhesiva rojiza. Le di vueltas, lo miré por todos lados.

No vi en ninguna parte la etiqueta oficial de correo interno. Tampoco tenía trazas de envío postal; ni sellos de correo ni remitente. Sólo alguien autorizado a entrar al recinto podía haberlo puesto allí. O peor: alguien no autorizado. Me preocupó, pero al fin decidí abrirlo.

Vacié el contenido del sobre con cuidado. Era un carrete plástico de cinta magnetofónica marca BASF, de las que se usaban en aquellos tiempos con las grabadoras reel-to-reel. En un pequeño rótulo que tenía pegado por uno de sus lados había algo escrito a mano. Lo leí:

“Jamba, 11/83”.

Nada más. El sobre no traía una nota u otro documento. Rodé la silla y me arrimé a la Ampex sin ponerme completamente de pie. Ensarté el carrete en el pin izquierdo; pasé la cinta por los rodillitos magnéticos y la enlacé al carrete vacío de la derecha. Le di entonces un par de vueltas, para asegurarla, antes de apretar Play.

La voz se empezó a oír unos segundos después. Rebotó entre aquellas paredes, mortificada por el sonsonete de una estática atroz y una verdadera plaga de ruidos parásitos en que predominaban los grillos, el aullido de los chacales y el ulular de una brisa impertinente.

No entendí al principio. Luego, sí. Era la amalgama de dos lenguas bastante parecidas pero no del todo idénticas. Todo un artificio de léxico y entonación concebido para dar la impresión de que se habla en un idioma que uno no conoce más que superficialmente.

Con una palabrita genuina por aquí y otra urdida por allá el entrevistado fingía muy bien hablar portugués, o al menos el portugués de urgencia que se habían inventado los cubanos para entenderse con los nativos en Angola. Lo que llamaban jocosamente “portañol”.

Quien hablaba era un militar oriundo del pueblo de San Antonio de los Baños. Al empezar declaró su nombre, rango y regimiento. Me pregunté la razón para que se expresara en aquella graciosa media lengua, tomando en cuenta que hablaba de asuntos serios.

Pronto lo comprendí. Por lo menos desde dos años antes era prisionero de guerra en el cuartel general del doctor Jonas Malheiro Savimbi. Le trataban bien, o eso decía. Pero sus captores, los fieros guerreros de UNITA, tenían que entender en todo momento lo que declaraba. No hubieran vacilado en arrancarle el corazón si revelaba más de la cuenta.

Agucé el oído.

Lo que relataba aquel cautivo en Jamba era no sólo perturbador, sino hasta ese momento todo un secreto de Estado. Confirmaba informes confidenciales americanos que no había sido autorizado a usar en mi guión sobre una de las consecuencias más ocultas de la guerra civil de

Angola. Un testimonio directo, al fin, los sustentaba.

Se me ocurrió que aquella entrevista podía convertirse en el eje de toda la emisión. ¿Pero sería verídica? Nada hubiera apetecido más a los adversarios de nuestro proyecto que diéramos un paso en falso que nos desacreditara casi antes de empezar. Sobre todo en esto.

Tratándose de una grabación sin procedencia clara se me antojó de pronto un señuelo demasiado conveniente. Un plant quizás. Y si lo era, ¿quién pudo tenderlo a nuestro paso? Me vinieron entonces a la mente las advertencias de Sharon y las carantoñas de Donald Herman.

Rápidamente, apreté Stop y rebobiné. Metí la cinta en el sobre de manila en que había venido y la guardé bajo llave en una de las gavetas de mi mesa. Para disimular, la sepulté bajo un montón de carpetas y papeles. Hubiera preferido una caja de caudales, pero no disponía de una.

Debía alertar a Betancourt. Me dirigí al despacho de éste en la primera planta; pero Peggy, su secretaria, me dijo que andaba por Centroamérica, con una delegación. Volvería en un par de días. Viajes, cenas, conferencias ... Suerte que tienen los jefes, pensé.

Peggy Chang, una chinita graciosa y muy diplomática que no sé de qué agencia habían traído, me preguntó si era algo que podía esperar. Le dije que sí. De todas formas, no era un asunto que hubiera querido tratar por teléfono. Los alambres, más que las paredes, tienen oídos.

Siempre papel en mano, me deslicé por el pasillo de Research; entonces, atravesé la redacción. Los editores me veían desde sus cubículos y pensaban, distraídos: “Mira que Ballagas trabaja, el pobre”. Algunos me saludaban. Seguí mi camino, sonriendo de oreja a oreja.

En la oficina me percaté de que la lucecita verdosa del teléfono seguía blinqueando. No había tenido tiempo de mirar los mensajes. Cerré la puerta, me senté y apreté una tecla; entonces me eché atrás en la silla, a escuchar la cantaleta cómodamente.

Eran tres; pero uno era un bache silencioso, como de alguien que llamó y se arrepintió de dejar recado. Lo borré. Otro mensaje era de Lena, la gerente del edificio, dizque con buenas noticias. Me puse en guardia, porque a mí no me dan buenas noticias, ni siquiera por Navidad.

La voz del otro mensaje era gangosa, áspera, y la reconocí inmediatamente. Herman quería verme. A-S-A-P, decía. Pero después de haber sentido el cañón de su pistola en mi barriga más temprano aquel día pensé que quizás no era buena idea. Iba a matar el mensaje, cuando de lejos, a través de los cristales, me pareció ver a alguien conocido, y enseguida colgué el teléfono.

Asomó por la puerta de una oficina. Se pavoneaba, saludando a todos, como político en plena campaña. No se me despintó: en Cuba hacía igual en los pasillos de Relaciones Exteriores.

Había escuchado rumores de que Benemelis vivía ahora en Washington, dedicado a lo que sabía hacer mejor en cualquier parte: intrigar y medrar. Nadie sabía para quién trabajaba, igual que en Cuba, pero aquí se las daba de consultor. La última vez que nos habíamos visto los dos vivíamos en Miami.

Un día me citó para almorzar, muy misterioso, en La Carreta de la Ocho. Tenía un plan, me dijo, una estación de radio clandestina. Necesitaba sugerencias, insinuó que podíamos colaborar. Qué ingenuo fui. Todas las ideas que le di las vendió después a buen precio, acreditándoselas como experto. ¿Habría sido él quien colocó aquel sobre de manila en mi mesa de trabajo? ¿Y quien sopló mi nombre a Herman, para que me reclutara?

En ese preciso momento, por casualidad, Benemelis volvió los ojos. Rápido, antes que pudiera verme, hundí la cabeza entre las hojas de un diario que tenía a mano. Sin querer, tropecé entonces de narices con aquel titular. Empecé a leer las primeras líneas de un artículo del Washington Times, también sin proponérmelo.

La ciudad estaba crispada. “Hallazgos macabros”, cuerpos destrozados a zarpazos, como con las garras de una bestia, desde Adams Morgan y Dupont Circle, hasta la calle L, el Mall y Georgetown. Por ahora, la policía daba caza al asesino, pero carecía de pistas. Para mí, era primera noticia. Casi nunca leía la prensa local.

Alcé la vista y, al fin, ni rastro de Benemelis en el horizonte. Mejor, pensé. Nada bueno podía traerse ese tipejo en la emisora. Quería ir a almorzar y de paso darme un salto por Capitol Parks, a ver lo del apartamento; pero cuando me puse de pie, tuve que agarrarme de la mesa.

Respiré hondo. Casi me caigo. Trastabillé entonces, tratando de moverme y alcanzar la puerta.

Todo se puso oscuro de pronto.

El fuetazo había cancelado mi cerebro con la contundencia de un relámpago. Aquí entre nosotros, no era la primera vez que me pasaba; me ocurría casi desde niño, pero el golpe aún me tomaba por sorpresa. Llegaba de cuando en cuando, o bastante seguido a veces, sin patrón alguno. Era como una maldición. Mis padres sospecharon que sufría una forma de epilepsia, pero los médicos nunca se pusieron de acuerdo en lo que era. Uno me recetó unas píldoras; ya no las tomaba. No servían de nada ...

Para cuando desperté me hallaba en otro lugar y era otra hora. La esfera de mi reloj pulsera estaba quebrada, apenas pude leer los números. ¿Qué hacía allí? ¿De dónde vine? Miré en torno y el sitio me resultó familiar. Había pasado por allí antes, estaba seguro. Me pareció que era cerca de mi oficina, a varias cuadras de Capitol Parks, sobre un césped bien cortado y áspero, guarnecido de arbustos. El jardín de una casa ajena. Tomé impulso y me alcé hasta quedar sentado. Mejor que no lo hubiera hecho.

Porque entonces vi aquellos ojos de asombro. Yacía a mi lado, inerte como un monigote, con los brazos y las piernas descoyuntados. ¿Quién podía ser? ¿Sería su sangre la que manchaba mis ropas? De un salto, me puse de pie y pude percatarme del tajo que atravesaba el gaznate del muerto, contemplé los hondos y violáceos surcos que traspasaban su pecho por varias partes.

Espantado, me miré entonces las manos: estaban crispadas, parecían garras; luego volví los ojos al negro cielo, a la enorme luna llena, antes de lanzar una especie de aullido, y echar a correr después, perdiéndome en la tiniebla.

Me escurrí como pude por todo el camino, evitando las aglomeraciones del Mall y Georgetown, y siguiendo calles torcidas la mayor parte del tiempo. Me desplazaba rápido, casi a saltos. Me monté, al fin, en el vagón vacío de un tren que, después de un corto viaje, me depositó en Virginia. Por fortuna, tenía varias mudas de ropa limpia esperándome en el hotel, y después de una ducha que me libró de la pegajosa capa de sudor y sangre que me cubría, pude tenderme en la cama y, con más calma, ver el televisor. Pero mi tranquilidad duró poco. Breaking news.

El noticiero de las once se regodeaba en vistas nocturnas de un vecindario que enseguida volví a reconocer. Arbolitos frondosos, townhouses de ladrillos, ventanas protegidas por discretas cortinas … Las luces de los autos patrulleros no cesaban de girar, tiñendo el ambiente de tonos más o menos azules. Un bulto cubierto por una sábana blanca se destacaba en el jardín de una casa, cerca de donde parloteaba una reportera. “Body found in SW area home”, decía el subtitular. Apenas había transcurrido un par de horas y ya habían encontrado el cadáver.

La cámara cambió entonces de ángulo y enfocó de pronto un rostro que también se me antojó familiar: era el detective que me había interrogado en la comisaría del primer distrito el día antes. No recordaba su nombre, pero definitivamente era él, acosado por un micrófono. Con expresión fatigada pero severa dijo, contestando a una pregunta: “Vamos a dar con el animal que ha hecho esto”. Y luego, encarando a la audiencia: “Esta comunidad no tolerará crímenes semejantes, ¿oíste?”.

Hablaba con alguien. ¿Sería conmigo? Tomé el control remoto, pulsé un botón y apagué el televisor. No intenté siquiera dormir.

La mañana siguiente, llegué a la emisora casi arrastrándome. Pasé mi tarjeta de acceso por el lector automático de la puerta y atravesé la sala de redacción con aires de zombi que nadie pareció notar. Estaba hecho leña, no paraba de bostezar. Para colmo tenía arañazos por todo el cuerpo, sobre todo en los antebrazos. No tenía idea de cómo me los había hecho. Por fortuna, mi camisa los cubría bien.

No había entrado aún en mi oficina cuando me salió al paso Lacayo, un chico nicaragüense, alto como un escaparate, que en los papeles contaba pomposamente como auxiliar de la redacción pero en la práctica era un veloz mensajero que se conocía al dedillo los laberintos de aquel edificio. Para trasladar avisos, era mejor que un teléfono. A veces nos hacía café, por cierto, y muy bueno. Aquella mañana empujaba un carrito cargado de sobres, paquetes y toda clase de correo interno inútil. No más me vio, sonrió de oreja a oreja y me dio los buenos días.

–¿Cómo les va a los Lacayos del imperialismo? –contesté. Era nuestro chiste particular. Toda su familia había tenido que huir de los sandinistas.

–Not too bad –dijo el muchacho. Después, me dijo que Betancourt quería verme en su despacho. Parecía importante.

–You’ve got it –repuse.

Y justo antes que me diera la espalda se me ocurrió preguntarle si había sido él quien había traído a mi oficina un sobre de manila con una cinta magnetofónica dentro, el día antes.

Así, de este tamaño, le expliqué, gesticulando. No esperaba que hubiera sido él, pero sabía que cualquier cosa que se moviera de una oficina a otra en aquel sitio tenía su absoluta atención. Y en efecto, Lacayo no había traído el sobre, pero tenía una muy buena idea de quién lo había puesto sobre mi mesa.

Me lo dijo, y era precisamente quien me había imaginado desde un principio; así que, sin pensarlo mucho, tomé un par de hojas de papel, las doblé, y con ellas en mano, fingiendo que era portador de importantísimos documentos, me fui al primer piso a ver a Betancourt para contarle el chisme. Creí que le iba a sorprender, pero cuando le mencioné aquel nombre resultó que ya estaba al tanto. Más enterado que yo, por cierto.

–Siéntese –me dijo, acariciándose el bigotito– Tenemos que hablar.

Betancourt ostentaba, como siempre, el plácido aire de un gordito vendedor de zapatos. Uno tenía la impresión de que en cualquier momento iba a sacar de la nada una caja de cartón con un calzado hermoso y cómodo que probarnos. Pero era sólo ilusión. No era mercader, mucho menos periodista; provenía de las filas publicitarias y algo de eso traslucía en sus modales, los modales de alguien que claramente te quiere engatusar para que compres sus argumentos.

–Benemelis tiene toda nuestra confianza, si es eso lo que le preocupa –fue lo primero que me dijo, del otro lado de su amplia mesa.

–¿Tenemos alguna forma de verificar lo que se insinúa en esa cinta? –pregunté.

–No –contestó Betancourt– Pero tampoco tenemos razón para dudar del testimonio de ese soldado de Angola. Corrobora nuestras sospechas y creo que va a convertir el reportaje que usted está preparando en un verdadero palo periodístico. El primero que vamos a dar, de muchos.

–Quisiera ser igual de optimista –dije– ¿Cómo sabemos que no es un plant que nos quieren endosar? ¿Un plant de Castro ... o de cualquiera de esas agencias federales que quieren ver fracasar a nuestro proyecto?

–Ballagas, por favor –me interrumpió él– No estamos en una película de James Bond.

–Aun así. Es una acusación seria. Podemos hacer el ridículo –dije.

–Benemelis es de confiar –insistió Betancourt.

–Pues a mí me parece un farsante –repuse.

En ese mismo momento entró Peggy a la oficina con una bandeja colmada de pastelitos daneses y un par de tazas de café. Los dos guardamos silencio hasta que se marchó y cerró la puerta. Enseguida, Betancourt atacó un pastel.

–Respeto su opinión –dijo luego, con la boca medio llena todavía– Pero respeto mucho más la de la nuestra comunidad de inteligencia.

–Por ahí vienen los tiros entonces –contesté.

–Por ahí –repitió Betancourt, casi como un eco.

Enseguida recordé lo que alguien me había soplado al oído, cuando aún daba mis primeros pasos en Washington; que Betancourt era una criatura de la CIA desde sus tiempos de delegado del Movimiento 26 Julio ante el Tío Sam, a fines de los años cincuenta. Y por lo visto, pensé, todavía lo era. ¿Qué se traería entre manos? Algo me decía que una maniobra mediática imprudente en la que yo iba a jugar un papel que no me gustaba del todo.

–¿Puedo pedirle un favor? –pregunté entonces.

–No faltaba más –dijo él.

–Prefiero que mi nombre no aparezca en los créditos del reportaje –dije.

–Fine with me –repuso Betancourt, encogiéndose de hombros.

El gesto, un poco forzado, no denotó excesiva complacencia de su parte. Comprendí que me había vuelto de pronto, a los ojos del jefe, un antagonista en el lioso mundillo de la burocracia. Sería necesario cuidarme en lo sucesivo. Medir mis palabras. Precaverme. De lo contrario, acabaría expulsado del edificio por los jenízaros de Lora, como había pasado ya a otros disconformes. O quién sabe si preso. Cualquier paso en falso podía ser fatal.

La entrevista con aquel soldado, cautivo en la selva de Angola, apuntaba a una génesis africana para la introducción del sida en Cuba, adonde habría sido importado por militares enfermos. Todo lo cual contradecía nuestra premisa original; que la fuente pudo ser Europa Oriental, donde lo habría contraído nada menos que el poeta y novelista Luis Rogelio Nogueras durante un corto viaje a Checoeslovaquia. Nogueras –que no tenía fama de maricón, sino de tenorio– fue el primer sidoso fallecido en la isla, y contábamos con un par de testimonios serios de ello.

¿Qué hacer? Tendría que cambiar completamente mi reportaje. Trocar Praga por Luanda, pluma por fusil. Betancourt había dado la orden, y ya se sabe: donde manda capitán no manda marinero.

Ponderaba todo esto cuando recordé que debía darme un salto por Capitol Parks, a adelantar los trámites del apartamento. Lena me estaba esperando con un contrato de arrendamiento listo para firmar.

Miré el reloj grande y redondo que presidía la sala de redacción. Faltaban un par de horas para el mediodía. Mejor me apuraba. Así, antes de almuerzo, podría darle la buena noticia a Juanita: había hallado al fin un sitio donde posarnos los tres. Lena había mandado a limpiar las manchas de sangre en el balcón, y reemplazado el refrigerador y la cocina eléctrica. Me lo contó con deleite en un mensaje de voz.

–Es increíble –dijo en la grabación– Es como si nunca hubieran matado a alguien allí.

Preocupado de que pudieran colocar otro paquete misterioso sobre mi mesa, o incluso algo peor, cerré mi oficina con llave y, antes de irme, le pedí a Lacayo que estuviera atento a cualquiera que rondara ese territorio. I want you be on top of things, le dije. El muchacho alzó un pulgar enfático, como diciendo, délo por hecho, jefe.

Afuera, eché a andar. Pasé la taberna de la esquina, con sus elegantes parasoles, y allí torcí a la izquierda de nuestro edificio. Seguí entonces el rumbo de la Calle Cuarta, casi desierta a aquella hora.

Dos o tres cuadras más abajo, caminaba ya por debajo del paso a nivel de la 395 cuando algo me hizo vacilar y detenerme un momento. Fue un ruido de pasos a mi espalda, creo. O un presentimiento, llamémosle así, de esos que a veces tengo.

Casi me vuelvo, pero antes de que pudiera hacerlo, una negra capucha cayó sobre mi cabeza. Por lo menos cuatro fuertes brazos me cargaron en peso entonces, empujándome luego dentro de un auto que enseguida arrancó, conmigo dentro. No pude gritar siquiera, porque de repente todo se puso más negro todavía; alguien me puso a dormir con un tremendo batacazo.

Cuando abrí los ojos, no sé cuándo, tuve que volverlos a cerrar enseguida. Me deslumbró lo que parecía ser un cañón de luz muy fuerte, emplazado directamente frente a mí, y apuntado a mi cara. Agité la cabeza adolorida en un esfuerzo inútil de desperezarme y entender mejor lo que estaba pasando. Pero nada.

Entonces, alguien habló.

–Rise and shine, Manolito.

Me resultó familiar aquella voz. Gangosa, áspera. Entreabrí los ojos para cerciorarme: era él. El reflector se apagó de pronto. Poco a poco, casi arrastrando los pies, Herman caminó hacia mí en la penumbra, con su sombrerito tirolés en una mano. Nunca imaginé que fuese calvo.

–¿Ves lo que te pasa por no contestar el teléfono? –preguntó, deteniéndose cerca de mí, con una sonrisita burlona a flor de labios.

No pude contenerme más. Apreté mis puños y traté de levantarme para darle su merecido, pero fue en vano. Mis músculos pugnaron, tensándose contra las rígidas correas que me mantenían sujeto a una silla de metal. Seguí forcejeando hasta rendirme al cabo de un rato, bufando.

Fue entonces que miré en torno: estábamos en una habitación pequeña, amueblada y decorada de manera cursi, como la de cualquier motel de carretera. Sentado a una butaca, un poco más allá del reflector, vi asomar, en medio de la oscuridad, la carita de Benemelis. Siempre bigotudo, esbozando una mueca de taimado guatacón, como en La Habana. Hizo un leve gesto de saludo con una mano.

–¡Me cago en tu madre, cabrón! –rugí, revolviéndome en la silla. Herman se interpuso entonces.

–Basta de insolencias –dijo, con los brazos en jarra– Vamos a hablar de negocios.

–Business –repitió otra voz, como un eco. No la había oído antes. Me pregunté quién podía ser. Pero aquel mínimo esfuerzo mental hizo que el dolor volviera a atenazarme el cuello y la cabeza. Solo entonces le vi en la penumbra, detrás de reflector apagado. Era un rubio de pelo larguísimo, barba y bigote, más joven que todos los demás. Una especie de hippie reciclado como as de la informática. Se hallaba sentado al mando de un montón de aparatos tan extraños como pavorosos, mezcla de acero industrial con estilizados ribetes de tecnología de punta. Una pantalla de computadora acaparaba toda su atención; los alambres que emergían de aquel conjunto infernal surcaban el piso alfombrado como serpientes, para clavar sus dientes en las correas que me aprisionaban.

–Cut to the chase, old man –dijo entonces, manoseando sus palanquitas y botones– It’s getting late. Herman le miró de reojo.

Después, volvió su mirada hacia mí.

–Manolito –dijo– I’m sorry que esto haya terminado así. Tú sabes la estima que te tengo. Te hablo como amigo.

Aunque quise, no pude reírme.

–Tú no eres amigo de nadie, saramambiche –dije. Después, torcí la cabeza para escupir un gargajo sanguinolento que casi enseguida desapareció, tragado por la alfombra.

–Apriétalo, Herman –sugirió Benemelis desde las sombras.

–Oh, shut the fuck up –gruñó el viejo.

Y como si hubiera conminado a todos a callarse, un silencio casi sepulcral se adueñó súbitamente de la habitación. Yo mismo contuve la respiración, sin saber exactamente por qué.

Más me valía, porque apenas segundos después, y a una señal imperceptible del viejo, empezó mi suplicio. El chuchazo fluyó a la velocidad de la luz por los alambres que me mantenían atado al detector de mentiras, propagándose enseguida como ácidas picadas de hormiga por toda mi piel, hasta tocar mi cabeza y sacudir, con saña, mis huesos. Mi cuerpo entero se volvió, de repente, un arco tieso. Aferrado a los brazos de la silla, me tendí hacia atrás y traté de gritar, pero solo un breve y gutural gemido consiguió escapar de mis labios cerrados. Herman se inclinó entonces sobre mí. Vi sus ojillos flotando sobre los míos, como babosas.

–¿Quién sabe de nuestro proyecto? –dijo al fin.

–¿Qué proyecto? ¿De qué coño tú hablas? –grité. Tenía la boca seca. Me dolía cada palabra que articulaba, como si masticara vidrio. Los ojos me ardían.

–I don’t have time for this, Manolito –dijo Herman– Sabemos que hablaste con alguien.

–Saben más que yo entonces –contesté.

El viejo no hizo caso. No paraba.

–¿Fue con Sharon? –preguntó– No tienes idea de quién es esa señora. ¡Es una víbora, una burócrata imbécil! ¿Sabes lo que hizo en Saigón? ¿Las vidas que se perdieron por ella?

No esperó a que contestara. Era una ametralladora escupiendo palabras en vez de balas:

–¿Qué vas a saber tú? Mientras nosotros nos las jugábamos en la selva, limpiando al mundo de comunistas, tú estabas haciendo guardia del comité, o recogiendo papas en Güines.

Me parece verte, muy revolucionario, con tus amiguitos de la Unión de Escritores, o escribiendo programas para Radio Rebelde. ¿Con quién hablaste de mí? ¿Para quién trabajas tú, Manolito?

A duras penas me enderecé en el asiento.

–¿O fue con Betancourt? Le fuiste a él con el cuento, ¿verdad? –preguntó, bañándome la cara con gotitas de saliva.

–Te vas a acordar de mí –dijo entonces.

Pude ver la jeringuilla. Transparente y brillosa como una bujía. Herman la había guardado hasta ese momento en la palma de una mano. La alzaba ahora, apuntándome con su larga y finísima aguja. ¿Qué podía ser? Había oído de sustancias alucinógenas, capaces de volver elocuentes a los mudos y trastornar al más cuerdo. Las agencias de seguridad de todo el mundo recurrían a ellas cuando las amenazas y los buenos modales no bastaban.

–¡Está bueno ya! –grité– Sharon no sabe nada. Sospecha, nada más. No le hablé de ti, de nadie. No me hagas daño. ¿Por qué?

El viejo calló un par de segundos. O tres. En todo caso, titubeó. Por primera vez pareció considerar las cosas. Entonces, guardó la jeringuilla en un estuche que deslizó en un bolsillo de su gabán y dijo: You know what? Te creo, cabrón. Enseguida, se echó a reír. Y los otros dos le acompañaron. Largas y sentidas carcajadas. El único que no se reía era yo.

–Suéltenme –dije en cuanto hubo silencio– No voy a contar nada, se los juro. Esto no pasó.

Todos se miraron.

–I got a better idea –dijo Herman, sonriendo de oreja a oreja– Radio Caimán necesita a alguien como tú, que sepa hablarle a la jefatura en La Habana en su propio idioma. ¿Qué te parece, Benemelis? ¿Le damos un chance al muchacho?

Benemelis asintió, moviendo la cabeza sin parar, hacia arriba y hacia abajo, como uno de esos muñequitos plásticos de automóvil. Desde su puesto tras la computadora el rubio de la melena alzó un pulgar en triunfal y afirmativo gesto.

–¿Radio Caimán? ¿Qué carajo es eso? –pregunté yo.

–Cincuenta mil al año, seguro médico y pagamos por cualquier libro que publiques –dijo el viejo entonces– We have a deal or what?

Cerré los ojos y los abrí casi enseguida.

–Lo voy a pensar –fue lo primero que se me ocurrió decir.

–¿Y qué es lo que hay que pensar, si se puede saber? –repuso Herman– Esto es una guerra, por si no te has dado cuenta. O nos ayudas con Radio Caimán o te vas de regreso a Cuba

en una lancha rápida. Right away.

–¿Tú hablas en serio? –preguntó.

–Más serio que el Capitán América –dijo él– La lancha está esperando y allá en Villa

Marista la Seguridad tiene un cartapacio así de este gordo con toda la mierda que has escrito de Fidel desde que llegaste a Cayo Hueso. ¿Sabes la causa que te pueden armar con eso?

–¿Qué carajo es Radio Caimán? –volví a preguntar.

–Can’t you just listen? –saltó él– Te va a pesar toda la vida si no te decides de una puñetera vez. Díselo, Benemelis.

–No es fácil, no me puedo meter en algo así, sin saber –murmuré.

–This is in a need-to-know basis, kid.

–Lo siento, Herman.

–Pues que te coman los tiburones, chico –gritó el viejo entonces– ¡Qué manera de joder estos intelectuales!

Confieso que no era la primera vez que escuchaba algo semejante. No solo en la Yuma, de boca de un veterano agente de la CIA como Herman, sino en la oficina del mismísimo comandante Papito Serguera y el despacho de quien fue jefe mío en La Habana, el viejo capitoste comunista Luis Mas Martín. Siempre el mismo lamento. ¡Qué manera de joder estos pensadores recalcitrantes! ¡Qué forma de dar lata estos fabricantes de libros! Cerré otra vez los ojos, resignado. Y cuando los abrí, pude verme en el espejo de una cómoda que tenía muy cerca.

Era algo raro. Las mangas de mi camisa parecían agrietarse y, poco a poco, de las roturas comenzaban a brotar negras y puntiagudas cerdas. Mi cara enrojecía; extraños brotes, como ampollas, comenzaban a poblar mi frente y mis cachetes. Me ardían, me dolían. Mi pantalón también comenzaba a rajarse por sí solo en varias partes, las piernas, las rodillas ... Las uñas crecían, se iban poniendo largas, como si nacieran de las garras de una bestia. Sentí entonces una sed difícil de mitigar en una boca de la que empezó a gotear baba: gotas pegajosas que salpicaban mis piernas, la alfombra. Mi quijada se hacía larga, larguísima ... Saqué la lengua, muy seca. Y unos colmillos afilados y enormes ...

–Bastard! –oí mascullar a Herman. De espaldas a mí, hurgaba sin cesar en un maletínlleno de papeles. Sabe Dios qué buscaba. Quizás un arma con que matarme.

Los ojos de Benemelis, mientras tanto, pugnaban por escapar de sus órbitas. Se diría que había visto algo de verdadero espanto; puede que lo mismo que yo contemplaba ahora en el espejo. Paralizado, no se atrevía a moverse de su asiento ni a pronunciar palabra. Sus labios temblaban. El gringo de la melena había abandonado su torrecita de control y reculaba paso a paso rumbo a la puerta, apuntándome con un dedo. El viejo ni cuenta se daba.

–Fucking marielito! –gruñó entonces.

Parece que aquello ya fue demasiado para mí, porque de un brinco me levanté, desgarrando al punto las correas, y rugiendo más fuerte que él.

Para cuando Herman se volvió y pudo verme, estaba encima de él. No tuvo tiempo de asustarse, el pobre. Su cabeza rodó lejos sobre la alfombra, como un melón, escupiendo sangre por las venas del cuello, antes de que pudiera siquiera abrir el pico. Eché abajo el reflector y los artefactos, y alcancé a Benemelis cuando trataba de escurrirse por la puerta; se desplomó en el umbral, todavía temblando: un largo tajazo le dejó abierto el lomo, de arriba a abajo, como a una res. El gringo se volvió entonces, creo que por malsana curiosidad, pero no llegó a verle. De un mordizco, traspasé su pescuezo y devoré sus orejas y sus ojos.

Qué delicia, pensé mientras masticaba la tierna carne, tan tierna que parecía disolverse en mis fauces. Algo me dijo entonces que debía huir.

Me abrí enseguida paso a zancadas y brincos. De la puerta al pasillo; del pasillo a una ventana; y de ahí un salto larguísimo que, despúes de atravesar el cristal rompiéndolo en mil pedazos, me condujo a los bordes de un bosque donde planté ambas patas, alcé la mirada al negro cielo, y luego de contemplar el hermoso plenilunio de aquella noche, cerré los ojos y aullé con gusto, casi sin parar.

Humana siguió siendo también la forma de mi cuerpo, pero la pelambre que la cubría delataba otra especie.

Al rato, sin que me diese cuenta de cómo había llegado a la rotonda de Dupont Circle, pude verme reflejado por un instante fugaz en los refulgentes ojos de Pierre Charles L’Enfant. Le reconocí cuando me salió al paso, por su atuendo de cuello alto y anchas solapas de color claro sobre chaqueta de paño azul; las altas botas de montar, el blanquísimo pelo ensortijado, y en una mano, los planos de la ciudad cuyos calculados vericuetos aún defendía, no se sabe de quién.

Atravesé su silueta tanslúcida como quien se abre camino entre la niebla; los dos criaturas de la noche: él, fantasma mudo; yo, feroz licántropo. Nos saludamos, nos entendimos sin cruzar palabra. L’Enfant se esfumó sin despedirse, como un duende mal educado. Apunté entonces el morro a la luna y las estrellas. Quise aullar de nuevo, pero lo que escapó de mis fauces fue un largo alarido que serpenteó, cual eco sinuoso, por los laberintos de la calle M, entre las callejuelas adoquinadas de Georgetown, las columnatas del Congreso y las sombras del Parque Lafayette.

Caminé luego desorientado hasta dar con el edificio. La capital del mundo libre despertaba. Serían como las nueve.

La empleada de Capitol Parks no se molestó en mirarme. Así son en las oficinas; gente sin alma ni corazón... y sin ojos. De haberme visto, se hubiera horrorizado de mi sangrienta facha. Me parecía a Lon Chaney sin el maquillaje. Pero la muchacha me entregó el contrato con un gesto displicente, sin apartar los ojos de otra tarea, y así me fui, con mis ropas rasgadas y mi andar de bestia cansada, a llamar a Juanita y decirle que ya teníamos un apartamento enWashington. Al alba de un nuevo día había vuelto a ser yo... hasta el próximo plenilunio.

Washington, D.C.

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Manuel Ballagas nació en La Habana, Cuba. Publicó su primer relato a los 15 años, en la revista Casa de Las Américas. En 1973, fue condenado a seis años de prisión bajo cargos de diversionismo ideológico. Reside desde 1980 en Estados Unidos, donde trabajó como editor en los diarios The Wall Street Journal, The Miami Herald y The Tampa Tribune. Fundó y codirigió entre 1981 y 1984 la revista literaria Término. Entre 2000 y 2003 fue consultor editorial de la revista Foreign Affairs en español. Ha publicado relatos, reseñas y poemas, además, en las revistas Gaceta de Cuba, Exilio, Escandalar, Mariel, Linden Lane Magazine, Contratiempo, Sinalefa, Otro Lunes, y Revista Hispano Cubana. Es autor de dos novelas, dos libros de relatos y un libro de memorias. Obras suyas han sido traducidas al inglés, francés, alemán y polaco. Es hijo del poeta cubano Emilio Ballagas. Plenilunio forma parte de su libro Hotel París.

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