Fragmento de “Inquisición roja”

RAFAEL VILCHES PROENZA

PRÓLOGO

1964 

Hasta entonces no eran conscientes de haberse visto en el campus universitario. Ella venía con el cabello suelto y los libros aferrados al pecho, el aire la empujaba escalinata abajo, como si volara sobre los peldaños, al amparo de la imponente Alma Mater. Él subía despacio, al verla, un sentimiento desconocido se adueñó de su corazón que, de inmediato, empezó a latir con fuerza inesperada. Ella lo miró al pasar, dejándole un albor de esperanza. Hernán no la conocía. Torció el rumbo y la siguió hasta el final de la escalinata. Ella intuyó que era perseguida y volteándose, reaccionó. Sus ojos volvieron a encontrarse. 

─Disculpa, ¿me estás siguiendo o son ideas mías? 

─No…, no es eso…, bueno sí…, este, discúlpame… pero, ¿podrías decirme tu nombre, al menos? 

Parado frente a ella, como un pistolero del Oeste dispuesto a hacer fuego con sus dos pistolas, le temblaban las piernas, como quien aprieta el gatillo bum, bum y dispara dos balas calientes al pecho de un encarnizado enemigo. 

Ambos se asustaron al oír el timbre nervioso de sus voces, se miraron un instante, confundidos, hasta que él se desentumeció y, como un resorte, escuchó su pregunta. Tenía que hablar y salir de su estado de indecisión, antes de que ella se escapara como un fantasma. 

─Sí. ¿Cuál es tu nombre?

─¿Qué? 

─Tu nombre. 

─Olivia y disculpa, tengo que irme… ¿Te conozco? 

─No creo. Soy Hernán. 

─Por favor, me voy a casa y necesito hacerlo sola. Fue un gusto conocerte. Adiós. 

─¿Puedo volver a verte? Hablaban como si estuviesen solos en el primer peldaño del mundo. ─No lo sé. 

─¿No lo sabes o no quieres saberlo? 

─Lo siento, adiós. 

─¿Podemos dar un paseo por el Malecón? El sol de la tarde los acariciaba. 

─No, tengo que estudiar ─dijo ella. 

─Puedo sentir tu olor, ¿sabes? 

─¿Si? Estoy sudada, disculpa, hoy he tenido un día perro, con miles de horas clases insoportables, con profesores igual de insoportables, y ahora mismo, me está martillando un horrible dolor de cabeza. 

─No lo decía por eso, hueles como a jazmín y mi corazón me está ardiendo más que la suela de un tenis. 

─¿Qué es eso?, ¿te burlas de mí? Ahora sé que el sudor es perfume de flores. 

─No me burlo, te lo juro por lo más sagrado. Y para zanjar cualquier duda, te invito a tomar helado en Coppelia. 

─Quizás mañana. 

─Pues al cine. Dime a cuál quieres que te lleve y nos vamos volando. 

─¿En qué? ¿En una escoba? 

─En lo que tú digas. 

─Gracias, pero hoy no puedo. ¿Eres brujo? 

─Por ti soy lo que quieras que sea, brujo, hechicero, cualquier cosa. Te llevo en una escoba de propulsión a chorro a la luna lunera cascabelera, si quieres. Los dos sonrieron y se miraron con intensidad. 

─Oye, vas demasiado rápido, pero no dejo de reconocer que eres muy simpático. No te niego que me gustaría mirar la tierra desde la luna, 19 pero mañana en la mañana, aunque no lo creas, tengo un examen aterrador. 

─Anda, déjame acompañarte hasta tu casa o quédate conmigo hasta la hora de comida, ¿sí? O sentémonos aquí mismo a contemplar la tarde, acompáñame a ver el sol zambullirse en el horizonte. Dale, chica. Vamos hasta el malecón y sentémonos a tirar piedrecitas, o a echar los pétalos de la flor de nuestra fortuna, de tu sí o tu no, y que la corriente se encargue de arrastrar tu corazón de ola en ola hacia el mío. No seas mala, anda, ven conmigo. No te hagas de rogar. 

Le hablaba sin importarle la gente que pasaba cerca, compañeros de estudio, y personal docente, él estaba demasiado absorto en lograr su conquista, el resto del universo no existía. 

─No me hago de rogar, hablas muy lindo, pero no sigas insistiendo. 

─Si quieres podemos ir juntos a la Biblioteca Nacional. Al parque de diversiones. Al zoológico. Al Parque Central. A donde tú quieras. ¿Qué te parece? 

Ella se echó a reír. 

─Estupendo, todo eso está muy bien, pero no, hoy no puede ser. Si desapruebo, mis padres me matan. 

─Entonces, ¿cuándo? 

Aquellos grupitos que estudiaban, los que se entretenían jugando Monopolio, los que leían en silencio, los que, como tórtolos, estaban perdidos en sus besos apasionados, sentados en los escalones como si contemplaran pasar bajo sus pies las aguas de un río, hacían barquitos de papel de sus cuadernos y fingían que se los lleva la corriente, arrastrándolos hasta el mar, el mismo mar que a esta hora lanzaba sus olas contra el muro del malecón. 

Él sabía que no podía perder esa oportunidad, no podía dejarla escapar. 

─Ya te dije, tal vez mañana. Si te fijas bien verás que estoy muy cansada. 

El bullicio de un grupo de estudiantes que venía bajando no lo desconcentró de su propósito. 

─¿Me prometes que nos veremos mañana? ¿Dónde vives? 

No podía seguir oyéndolo, porque si lo hacía iba a caer en su trampa, poco le faltaba para dejarse convencer. 

─No te apresures, tómatelo con calma que somos jóvenes y tenemos una vida por delante, qué nos puede impedir encontrarnos, podemos hacer lo que queramos, hasta viajar a la luna si nos lo proponemos. Hasta pronto, que ya se me hizo tarde. Hernán, te veo mañana, a esta misma hora y aquí mismo, en el primer escalón. Gracias por hacerme reír. Mañana será un nuevo día. Chao. 

─¡Olivia! 

El nombre salió como un lamento, y sintiéndose estúpido, nervioso, ilusionado, tieso como una señal de tránsito en las vías de la ciudad, la vio alejarse, voltear de repente, sonreírle y perderse tras la esquina. 

ÚLTIMA ESTANCIA

1971

Somos un producto. 

Una cosa. 

La mierda misma. 

Olivia, no puedo describírtelo. Estoy perdido. Es curioso que el corazón brinque de alegría cada vez que te pienso. No me lo explico. Visualizo tu cara y vienen sobresaltos, impulsos, taquicardia. Si pudiera saltaría por encima del muro, me echaría a volar para ir a tu encuentro. Cierro los ojos y adentro estás tú con las olas de fondo golpeando el malecón, el sonido de tu risa inundándolo todo. Pero al mirar en presente, o en futuro, la luz se hace cenizas. ¿No te veré más?, Olivia, ¿cuánto tiempo ha transcurrido?, ¿seis años?, ¿siete? Quizás nueve entre esta multitud, en este mausoleo atestado de fantasmas. ¿Cuándo será que volvamos a caminar de la mano por esas puñeteras calles habaneras? Olivia, las olas golpean fuerte contra el malecón; gaviotas y pelícanos se zambullen decididos tras los peces y nos ignoran, el viento te revuelve el cabello, yo, mientras te beso te los acomodo detrás de las orejas, tú me los sacas de los ojos, y al unísono me susurras zafándote de los labios, un, Hernán, te amo, amor mío. Sonríes y te los recoges en una cebolla. Los rayos del sol vienen desde el horizonte a retozar en tu cara y hacen refulgir tu sonrisa. Su brillo intenso hace que la sombra de tu cuerpo caiga y se desparrame con gracia a todo lo ancho de la acera (por donde merodean innumerables vendedores ambulantes, con su jerga cotidiana anunciando mercancías y precios, en bandejas, cajones y carretillas. Corren sofocados, muchachas y muchachos, para conservar la juventud), las sombras se prolongan hasta la avenida, por encima de las cabezas pasan neumáticos veloces. Cristo desde el otro lado de la bahía, en lo alto, nos cuida y aun no nos anuncia las ocho de la mañana. Una fina llovizna provocada por el ímpetu del oleaje nos sorprende. Los botes se bambolean en el agua. Más allá ocasionales pescadores sentados en el muro lanzan sus anzuelos, los veo hundirse con las carnadas cerca de los pájaros que les hacen la competencia. Cruza una señora llevando su mascota atada a una correa. Tú vuelves a besarme, yo observo el reflejo del sol en el agua, rebota y se clava en tus pupilas. Las otras gentes, hombres y mujeres, dan zancadas de locos, ya se les hizo tarde para entrar a tiempo al trabajo, o a donde se dirijan; Olivia, nosotros hoy no tenemos otra cosa que hacer. En la reminiscencia se escucha una voz ronca y desagradable, voz de mando. Hace frío, pero a ellos eso no les preocupa. 

─¡Firme! ─nos ordena el militar. 

Permanecemos de pie frente al muro rectangular. El muro se alza imponente ante nuestro espanto, frontera que nos limita los ojos y los deseos, nos retiene en la desgracia, coto cerrado, grillete que impide dar los pasos necesarios para abandonar el recinto. Los soldados vigilan nuestros gestos estúpidos, pero por encima de la tapia hay una nube, un suspiro, un minúsculo albor, en alguna parte hay gente trabajando bajo el sol, cantan, pastorean su rebaño, miran pastar su caballo, su vaquita, en casa esperan las mujeres, laboran todo el día, al final de la tarde la cena huele a kilómetros del hogar, cuando la noche aflora la familia ocupa su lugar en la mesa, comparten las vivencias del día, en algún momento los embarga el cansancio, o el deseo de amarse, y sin proponérselo, son felices. Pero eso, si es cierto, ha de ser lejos, muy lejos de esta isla. 

La luz del otro lado no salta la fortaleza de piedra para darnos alcance y calentarnos cuerpo y huesos, rayos que no se ven, si acaso nos llegan son unos destellos de dudosa claridad. Estamos en la formación para el conteo, y el suministro de los últimos fármacos del día antes de encerrarnos en las celdas para dormir. 

Llueve, a nadie le importa que se nos sigan infectando las ulceraciones. Militares y personal médico llevan capas y botas de goma. Ellos y el muro se ven borrosos a causa de la lluvia. Las palomas prisioneras en los palomares aletean. Ellas, como nosotros, tienen frío. Nadie del otro lado sabe de nuestra existencia. 

─Hernán, ¿cuál es nuestra culpa? ─me pregunta Horacio. 

─Una sola. 

─¿Cuál? 

─Permanecer con vida─ le respondo. 

Miro en derredor, solo veo muñones, cicatrices, llagas supurando. El agua corre, escapa por los agujeros del desagüe, se fuga dejándonos atrás. 

2


los Testigos de Jehová no los dejan tranquilos. Se revuelcan en la cal y la gravilla regada en el patio, se escucha el ruido que hacen los cuerpos al dar con el suelo. Los guardias les restriegan puñados de ají picante con sal en la cara, no chillan, ni siquiera cuando las tablas con clavos hincan sus espaldas, solo se escuchan bufidos de resignación o de firmeza. 

Los oficiales gozan. Hacen un bulto de revistas religiosas. Las llamas centellean por encima de sus cabezas, suben, despiden un humo grisáceo que se une a los nubarrones que quedaron sobre el techo del manicomio después del aguacero. Los ojos se les achican de placer ante la persistencia de los creyentes que, en medio del dolor, se aferran a su único Rey, Jehová de los Ejércitos, pero el jefe no les perdona tener otro Dios, menos ese que los ayuda a soportar tanto. 

─Así que Jehová con ejércitos y todo… ─dice el militar agarrando por el cuello al más viejo de la congregación─. Vamos a ver si ese Jehová tiene cojones pa salvarlos. 

Lanza al viejo, como un bulto, contra las plantas maltrechas de la entrada, da contra la plancha metálica que sirve de puerta. 

Vuelve la lluvia. Primero son unos recios goterones seguidos de una lluvia feroz que golpea a prisioneros y militares por igual. El viejo intenta levantarse, pero la culata de un fusil lo desmaya. Ha comenzado a sangrar por la frente, echa espuma por la boca, el aguacero se encarga de borrarla. Muerto el perro se acabó la rabia, dice el combatiente y con una patada lo devuelve a la vida, se tambalea como un tentempié, un sonámbulo que no encuentra el equilibrio, la cara es un charco rojo, se confunde con la lluvia y no le permite ver al pelotón de fusilamiento alinearse enfrente, a sus hermanos de fe correr a su lado para compartir su suerte. 

─Bajen las armas ─ordenó el militar─. Todavía están a tiempo de renunciar a su fe y convertirse en el Hombre Nuevo. Puede que, como premio, vayan al África a liberarla del apartheid y nos ayuden a saldar una deuda con la humanidad, piénsenlo. 

Los creyentes no responden y cargan con el herido, como si el dolor no hiciera mella en sus carnes, como si en vez de salir del martirio, se marchasen repletos de paz. 

Los soldados, ahora con las armas bajas, tiemblan, pero no de frío ni dolor como los religiosos, sino de rabia e impotencia. Los miran indecisos. 

Pasan a su lado, se alejan. No podían entender a esos creyentes. Están locos, dice uno y apunta con el arma al molote bajo la lluvia torrencial. 

─¿Cómo hacen para estar tan tranquilos? ─pregunta otro apartándole el cañón del arma a su compañero. 

Se hizo un silencio pesado. El agua no logra ahogarnos el martirio y permanecemos formados y expectantes. Las palomas aletean con fuerza en los palomares. Temblamos, presas de frío en los pijamas a rayas empapados, destilando junto con el agua de la lluvia, rabia y espanto. 

Un tren retumba y en los raíles rechinan las ruedas, da un largo pitazo y se aleja. Después que el estrépito desaparece, creo que está solo en la memoria. Su presencia se anula y nos deja atrás con nuestras horas de condena. 

Cuando los testigos desaparecen en sus respectivas celdas, los soldados vuelven a contarnos uno por uno antes de encerrarnos también, como a reses, hasta la mañana siguiente. 

3

Por encima del muro se divisan las copas de los árboles que rodean el lugar. Alguien dice, más allá de esa arboleda está el ferrocarril. 

Desde esas mismas vías a los sobrevivientes del desastre nos bajaron de un tren y nos hicieron caminar hasta acá por un camino descarnado por las lluvias, parecíamos una turba de hormigas moribundas dando traspiés en aquel suelo carcomido bajo un sol que aullaba en la espalda. Un camino rocoso donde pululaba la piedra viva y cascajos de diente de perro haciendo la marcha cruel y lenta. 

He envejecido. 

Los buitres y las auras tiñosas cuando abandonan el perímetro resguardado por el muro es para aproximarse al sol que reverbera en lo alto y se les ve volar en libertad. 

Cuando nos encierran cae la noche y seguimos con el mismo sonsonete. 

Me duele la vejiga. Cuento ochenta veces cien deseando que amanezca y nos saquen al patio para poder evacuar. Necesito calmarme. Somos muchos. Si no viene el sueño, damos vueltas a las mismas historias en medio de la oscuridad. 

Irrumpe una voz gangosa que sobresale por encima de las historias y los sonidos que no dejan de entrar por los barrotes. 

─Qué deseos tengo de tomar café, ¡coño! 

─Yo de cagar ─vocifera otro con voz rajada. Respiro su aroma, el del café recién colado, y un vaho caliente me baja por la garganta, y desecho la peste a mierda del peo, o del tipo que se acaba de hacer encima. 

─¿Alguien tiene una bolita del mundo? 

─Nooo ─le responden a coro. 

¿A quién se le ocurre que podamos tener algo así? 

─¿Un mapamundi entonces? ─vuelve el desquiciado. 

La voz ahora suena a la de las dos hurracas de los muñe. 

─Mundi era mi vecino ─interviene la Morlotys─, estaba loco de veras. Su locura consistía en hablar mal del sistema en el parque de los viejos, pero de ahí no pasaba, tampoco era un peligro. Creo que una vez tuvo una hija, dos, no sé. Pero nunca lo internaron. Hay locos con suerte. ¿Para qué éste querría una bolita del mundo, un mapamundi? Quién sabe. Están enfermos. Me concentro en las casetas sobre el muro, no los escucho, me asfixia oírlos. Pero si me miran dejo los ojos fijos en los de ellos, aunque no los vea, como un búho, para que no se enfaden. No saben que estoy pensándote, Olivia, en la escalinata de la Universidad después de haber mirado la mar. Cuando te pienso, el camastro es un campo de margaritas. La luna revolotea en tu recuerdo. Ellos y yo estamos condenados a morir, tú no. Nos han desahuciado. Solo deseo que la noche vuele, se escuche el chirrido del cerrojo y se abra esa reja. 

4

─Sinesio era de Manicaragua. Gallero ─le oí decir─. El tipo era tremenda gente. Todo el mundo lo decía. 

─Cuando se alzó, los milicianos lo persiguieron como perros rabiosos, por miedo a que fuera a congregar tantos alzados como para conformar un ejército, y lo agarraron enseguidita. 

Pareciera que esta gente no tuviera fin con sus historias, y no paraban la lengua dándole vueltas a los mismos sucesos. Y nadie se duerme alrededor de los parlanchines. Aunque algunos preferirían que hablaran de relajo, no de política. 

─Esos descarados prometían perdonar a los que se entregaran, que, si acaso, solo tendrían unos añitos de prisión y ya, pero todo eso fue mentira. 

─Yo no lo vi, pero dicen que el día que lo atraparon, sacó la cabeza por la lona de la cama del carro donde lo llevaban y gritó: Me llevan a La Campana a fusilarme, a La Campana, oigan, díganselo a los viejos que los quiero y que no tengo miedo. ¿Me oyen? No les tengo miedo. 

─Clase tipo fusilaron… 

Imagino la cantidad de gente que habrá enterrada por esas montañas. 

─Eso no es na, a un muchachito que no llegaba ni a los catorce lo cogieron y lo acusaron de colaborar con Sinesio y sus alzados y se fue del aire. Ahora la madre anda como loca buscándolo por aquellas lomas. 

Olivia, ¿acaso me extrañas y tú y mi familia me están buscando? 

Los milicianos nos miran. 

Oyen los cuentos. 

Se ríen encantados como si fuera lo más normal. 

Carniceros de mierda. 

─Oiga, se lo digo yo, este país dejó de tener arreglo en el cincuenta y nueve. 

Cada cual tiene su historia escondía. 

─Los que vivían en fincas se jodieron. Se los llevaron en contra de su voluntad, los pusieron a vivir en barracones, a trabajar a sol y sereno, les prometieron que si cumplían con la emulación socialista se les permitiría ver a su familia, vaya mierda de promesa. Cínicos. Perros rastreadores. Y ahora miren, nos salvamos del desastre para qué, para estar aquí como bestias. 

¿Acaso tú me esperas, Olivia? 

─Si por su culpa los americanos vienen y nos atacan, antes de que lleguen y nos despinguen to, volamos esta mierda y morimos todos. Hasta tú ─amenaza el guardia señalando a Horacio que era uno de los que contaba sus historias, y a nosotros que oíamos, con el mismo dedo nos encerró en un círculo─. No se hagan ilusiones. Ninguno de ustedes sale vivo de aquí, ¡eso se lo prometo! 

5

─¿Es verdad que ustedes son espías de los americanos? 

─No ─dijo. 

El enclenque interpelado negó mirándolo a través de los gruesos cristales de sus espejuelos, mientras acariciaba los pocos pelos que aún no se le habían caído. El que interrogaba se quedó observándolo con cara de duda, esa respuesta no lo iba hacer cambiar de opinión. 

─¡Qué vamos a ser espías! Esas son calumnias para desprestigiarnos y que nadie crea en las buenas nuevas del Reino de Jehová, nuestro Dios. La Biblia advierte, quien piense que está en pie, cuídese de no caer. El temor al hombre es un lazo al cuello. Nosotros solo tememos a Jehová. 

El interrogador se rascó la cabeza antes de volver a indagar. 

─Entonces ustedes son como nosotros, nos alzamos en el Escambray en el 60, contra los comunistas y nos dieron caza como a animales, a unos pocos nos perdonaron por no tener pruebas para condenarnos a muerte, y pasamos a ser proscritos, pero no me pudieron sacar un solo dato, un nombre, nada, a pesar de las torturas no chivatié a ningún compañero. 

─Parecido, no lo creo, lo de ustedes es por causa de los hombres, a nosotros nos castigan por amar a Jehová. Son dos cosas muy distintas. 

─¿Ustedes no sienten dolor cuando casi los matan? 

─Jehová nos da fuerza y valor. Él nos consuela. Como buen Padre, nos da apoyo y fortaleza. Sus ojos están por toda la tierra. 

─¿Cómo sabes que es Jehová? 

─Lo dicen las Sagradas Escrituras. 

─Ah… ¿Y qué tendría que hacer para que me consideres hermano? 

─Servir a Jehová Dios, aprender y comprender sus enseñanzas. 

─¿Sí? 

─Sí. 

─Ya está. Dalo por hecho, ¿cuándo comenzamos? 

─Ya hemos comenzado… 

Dijo y detuvo su enseñanza. 

El alumno se le quedó mirando antes de interrogar perplejo: 

─¿Sí? 

─Sí. Ya comenzamos. 

─Gracias por abrir mis ojos ─dijo el joven alejándose. 

─Soy yo quien da gracias a Dios por permitirme dar las buenas nuevas en este lugar, de lo contrario hubiera perdido la oportunidad de trasmitírtelas. 

─Los oficiales no permiten que se predique ─Horacio se acercó al religioso─, dice que es subversivo, sublevación ideológica, contrarrevolución… 

Un oficial se les acerca y, amasándose los testículos, camina alrededor de los dos y el cristiano detuvo el conversatorio. 

─Así que alumno y maestro, ¿eh? ─dijo agarrando por el cuello al religioso─. Estabas predicando, ¿no? ¡Habla! 

El cristiano, rojo por el apretón, no puede emitir sonido, las venas de la frente se le querían romper. El militar lo soltó con un empujón y se dirigió a Horacio que había intentado auxiliar al compañero. 

─¡Déjelo! 

─Tu nombre ─exige. 

─¿Yo? Horacio. ¿Y usted? 

─Aquí el que pregunta soy yo ─escandaliza y ordena─. ¡Amárrenlos!, a ver cómo cojones se van a comer la comida, que se mueran de hambre. Si los vuelvo a ver dando o recibiendo clasecitas religiosas voy a matar hasta a Jehová si se me pone delante. Vamos a ver quién se convence primero, si ustedes o nosotros. ¡Vengan! 

Gritó a un grupo de soldados que, a lo lejos, esperaban órdenes. 

─Regístrenlos a todos ─dijo el oficial señalando al grupo de religiosos que pernoctaba junto a los árboles. 

Van hacia ellos, los golpean obligándolos a bajarse los pantalones. Abren sus nalgas en busca de alguna publicación, un folleto, pero solo encuentran bichos y churre. ¡Nada!, grita uno. Los creyentes, a modo de susurro, entonan un himno de alabanza, ¡silencio, cojones!, el oficial levanta el arma y le mete un tiro a uno al azar. 

Un silencio profundo se adueña de los edificios. 

Otro disparo derriba un segundo cuerpo, y al cuerpo inerte no se le vio hacer ni un solo estertor; estos tenían tarjeta de vencimiento, dijo el militar contemplando los sesos y la sangre, en el suelo. 

El ruido de un helicóptero es como un latigazo que se traga las palabras del oficial y los enfermos que han estado observando el espectáculo sangriento agrupados tras los barrotes de todas las ventanas miran al helicóptero descender frente al sanatorio. Después de transcurridos unos minutos se abre el portón y entra un grupo de soldados acompañados de enfermeras erizadas en medio de la ventolera. 

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Rafael Vilches Proenza (Vado del Yeso, Río Cauto, Granma, Cuba, 1965). Licenciado en Educación Artística en Artes Plásticas. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Premio de poesía “Manuel Navarro Luna” en 2004 y 2010, con El único hombre (Ed. Orto, 2005) y País de fondo (Ed. Orto, 2011). Ha publicado Ángeles desamparados (Novela. Ed. Bayamo, 2001 / El Barco Ebrio, España, 2012), Dura silueta, La Luna (Ed. Bayamo, 2003), Trazado en el polvo (Ed. Holguín, 2006), Tiro de gracia (Ed. Holguín, 2010), Lunaciones (Letrabierta, La Habana, 2012), Café amargo (Miami, EE.UU, 2014). Textos suyos se han publicado, además, en España, Italia, Nueva Zelanda, Alemania, Puerto Rico, México, Honduras, Brasil, Chile, Canadá, Argentina y EE.UU.

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