Fragmento de “Procesado en el paraíso”

ISMAEL SAMBRA

CAMBIO DE ESCENARIO

Mi padre trabajó como voluntario para la Campaña de Alfabetización y tan pronto como pudo me buscó un lugar más cerca y con más comodidades. Ya lo tenía todo arreglado en el poblado de Sevilla a unos pocos kilómetros de Santiago. Allí tuve otro alumno que aprendió muy rápido. Había sido mayoral de la finca Hicacos dedicada a la crianza de ganado vacuno. Se había convertido en administrador de la finca después que ésta y la lechería fueron confiscadas. 

El ex-mayoral de Hicacos se llamaba Quino. Era un negro muy serio y corpulento, con más de seis pies de estatura, a quien nunca vi sonreír. Cuando montaba el enorme caballo Muñeco, del antiguo dueño, me recordaba la figura ecuestre de Antonio Maceo. Era sin dudas un buen trabajador que hubiera dado la vida con gusto por Barbatruco; sobre todo, después que lo hicieron administrador de la finca a pesar de ser un analfabeto. Pero apenas tenía tiempo para estudiar y había días en que se iba directo del trabajo a la cama para dormir algunas horas y levantarse antes que saliera el sol.

Era un hombre manso de estruendosa voz. Se llevaba bien con todos. Nadie tenía quejas de él. Siempre bien visto y respetado, vivía con su mujer, cinco hijos, que eran más o menos de mi edad, y una sobrina mayor que yo. La casa, con techo de guano, paredes de mampostería y piso de cemento, tenía cuatro cuartos y tuve una cama para mí. Fue construida en la pendiente de una loma y tenía un corredor elevado.

Desde allí se podía ver completamente, a unos cien metros, la casa de ordeño. Todo fue mejor y más entretenido. Tenían refrigerador y televisor, pues por la carretera, que dividía la finca y que conducía a la playa Siboney, pasaban los cables de la electricidad. Mi padre podía visitarme todos los fines de semanas en su motor y llevarme de cuando en cuando a la playa, pues se le hacía camino para visitar de paso a los clientes que tenía en la zona.

Aprendí a recoger el ganado a caballo, a ordeñar las vacas y a tomar leche de apoyo. Era una leche caliente, espesa y espumosa a la que agregaba a veces un poco de café y un toque de azúcar prieta. Me gustaba mucho y había vacas especiales que daban una leche especial. Poco a poco las fui conociendo y yo mismo las ordeñaba.

Todos me querían en la lechería y en la casa de mi alumno. Su mujer, llamada Elisa, una negra bajita, redonda y candorosa, de fina voz, tenía una permanente sonrisa de dientes grandes y parejos, y delicados gestos maternales. Me besaba con amor y decía que yo era su hijo blanco. Fui uno más de la familia. Les ayudaba en todo. Fui voluntarioso y trabajador. También allí construí un jardín. Estaba siempre dispuesto para resolver cualquier situación, cualquier necesidad.

Recuerdo la vez que decidí operar una gallina que se estaba muriendo. Tenía como un tumor a un lado de la cara, que le cerraba el ojo. Decidí picarle el tumor para sacarle el pus, porque era una buena gallina ponedora.

—Si la opero la puedo salvar —dije con seguridad, pero sin arrogancia alguna.

—Haga lo que quiera con ella, maestro, pues parece que se va a morir de todos modos.

Confiaron en mí y en mi equipo de asistentes, miembros de la familia. Pensé que tenía vocación para médico. Pero me equivoqué. Fue con la operación de la gallina que me di cuenta que no servía para eso. Pero no escarmenté con el primer tropezón, sino muchos años después frente al pelotón de fusilamiento de un hígado humano, completamente disecado y hediendo a formol, que pusieron entre mis manos, en una clase de disección en la escuela de medicina, la vez que decidí matricular para estudiar la carrera.

Le corté el tumor a la gallina con una cuchilla de afeitar que desinfecté previamente con alcohol. Pensé que con un pequeño corte sería suficiente para que saliera el pus a borbotones. Pero no, el pus estaba seco y duro y sólo salió la sangre, mucha sangre, una sangre casi negra que no supe como contener. Los de la casa empezaron a gritar porque la gallina se estaba desangrando y mis ayudantes me dijeron que le echara azúcar prieta para que ayudara a la coagulación.

—Échele azúcar, maestro, que así se tranca la sangre aquí.

          Pero nada.

— ¿Ustedes están seguros que el azúcar sirve?

          Pero nada.

La gallina pataleaba sobre la tapa del barril que yo había escogido como mesa de operaciones, y la sangre lo salpicaba todo cuando la pobre gallina pataleaba y aleteaba tan cerca de la muerte. Fue un momento de desesperación y descontrol que pensé que no podría superar. Traté entonces de sacarle el pus introduciéndole un gancho de pelo por dentro de la herida.

El pus salía duro y seco y la gallina pataleaba. Se moría. Entonces sucedió que por poco me voy de este mundo, que casi me muero yo. Mis ayudantes tuvieron que abandonar la gallina para intentar reanimarme con la botella de alcohol. Ellos fueron los que terminaron la operación, pues estaban acostumbrados a descuartizar lagartijas y toda clase de bichos raros del monte por el simple placer de verles las tripas. La gallina se curó, pero yo no. A esa edad me fue casi imposible aprender completamente la lección, a pesar de haber sido fácilmente aprendida.

 

HORNOS PARA CARBÓN

Cuando mi alumno estuvo listo; es decir, completamente alfabetizado, me trasladaron para otra casa ubicada en la misma zona, pero en un lugar más intrincado, en pleno monte, bien lejos de la carretera. Esa vez me tocó nuevamente vivir en pésimas condiciones. Volví a una casa muy pobre, volví al candil y al piso de tierra, pero aprendí cosas nuevas, aprendí a preparar hornos para hacer carbón con palos verdes del monte, porque mi nuevo alumno era carbonero, un guajiro muy trabajador y muy celoso también, que nunca permitió que yo me quedara a solas con su mujer quien también quería aprender a leer.

El campesino siempre me llevaba a trabajar con él. Casi me explotaba trabajando todo el día y con el truquito de la ayuda que debía brindarle, me tenía siempre cerca y controlado por culpa de su estúpido celo. «Eso es lo malo que él tiene, maestro, pero es muy bueno conmigo y muy trabajador», decía ella algo apenada, porque ella tampoco podía aprovechar las horas del día para aprender más. Eso era en realidad lo que ella quería de mí.

Entonces tenía que dar las clases de noche a los dos juntos cuando regresábamos, y él casi siempre se dormía como un tronco, sin entender que en ese momento yo podía poseerla como me diera la gana, morder sus voluminosas tetas, penetrarla, y ella me podía corresponder y enseñar los encantos que tenían embelesado al celópata del marido. Ella podía devorarme y podíamos acabar con el mundo delante de sus imperturbables ronquidos. 

Nos levantábamos temprano en la mañana y salíamos juntos a cortar palos del monte en lugares donde apenas se podía transitar. Íbamos equipados con hachas y machetes bien afilados y nos juntábamos con otros hombres del lugar que trabajaban juntos para formar el mismo horno de carbón, poco a poco, antes de ponerle fuego. En eso nos pasábamos todo el día. Llevábamos el almuerzo en una jaba y regresábamos a la casa sólo al oscurecer.

Hacer un horno de carbón es fácil, pero requiere técnica y esfuerzo; porque en cualquier descuido el horno se puede convertir en un montón de cenizas y el trabajo de muchos días podía echarse a perder. Los hornos son como volcanes. Parecen montañas humeantes de diferentes tamaños sobre la tierra. Yo me quedaba embobecido mirándolos crecer poco a poco, día a día. Creo recordar cómo lo hacían.

Primeramente clavaban un palo largo en la tierra en un claro del monte. Ése era como el centro de la circunferencia y luego acostaban otro palo largo en el suelo como si fuera el radio o la aguja de un reloj. Estos palos eran las guías. Los palos se amontonaban alrededor de la guía o eje central hasta ir haciendo una montaña de palos parados y bien unidos. Quedaba como un embudo boca abajo.

Casi siempre el horno se iba haciendo en el mismo espacio del horno anterior. Después de poner todos los palos, finalmente se quitaba el palo central y entonces quedaba un hoyo en el centro que era como la chimenea del horno para que saliera el humo. También sacaban el palo acostado en el suelo y quedaba como un túnel que permitía llevar la candela hasta el mismo centro de la montaña-volcán. Para prenderlo y mantener el fuego, casi siempre utilizaban un pedazo de goma de las ruedas desechadas de los carros.

Pero primero cubrían bien con hierbas secas y verdes la gigantesca montaña de palos y le echaban tierra encima hasta cubrirlo completamente. Siempre quedaba suficiente tierra acumulada alrededor del plato o circunferencia para tapar rápidamente cualquier hueco que se abriera en la superficie debido a la presión de la candela en el interior. Por eso había que vigilarlo de noche y de día hasta que terminara de quemar. Todo tenía que estar muy bien calculado y definido. Nada podía fallar, porque eso significaba pérdida de tiempo, trabajo y dinero. Vigilar un horno de día y de noche era un acto muy serio y delicado que requería mucha atención.

Pero cualquiera no podía hacer un horno. En el grupo cada hombre jugaba su papel y tenía su especialidad. Yo solamente cargaba los palos que los hombres iban cortando, y los amontonaba cerca del plato-circunferencia. De cuando en cuando me dejaban cortar algún palo fino con el machete, o con el hacha cuando el palo era muy grueso. La primera vez se me ampollaron las manos. Pero yo quería hacer de todo, saber de todo, ayudar en todo y aunque nunca nadie me explicó cómo hacer las cosas, yo iba aprendiendo con sólo mirar la labor de los demás.

Me dijeron que las ampollas se quitaban solas, pero que era bueno siempre echarles su poco de orine para desinfectarlas y curarlas mejor, así que tuve que apartarme y mearme las manos. Ellos se reían, pero yo no. El orine caliente ardía mucho sobre el pellejo reventado. Pero aguantaba. Aguanté. Quería ser útil. Quería ser un buen maestro y además no ser una carga para ellos. Quería ayudar, ser solidario. Sabía cómo merecerme el pan de cada día.

El calor era insoportable y sudaba copiosamente aun sin estar en movimiento. El olor a monte me fascinaba. Estábamos intrincados donde no se podía oír ningún ruido de la civilización. Sólo el eco de las herramientas truncando la vida de los árboles y los arbustos tupidos y muchas veces espinosos y difíciles de transportar. El olor de la resina del marabú y el palo quemado se me mezclaban aun en los momentos en que no podíamos ver el sol filtrándose entre las ramas, al menos para calentar y evaporar la humedad de la tierra que también se me mezclaba y me confundía. Sobre todo a la hora del almuerzo cuando el olor de la comida también jugaba su papel.

Se comía bien. Cocinaba bien. La mujer del carbonero cocinaba con leña a pesar de que el marido fabricaba carbón. Tenían sus animales de corral. No tenían hijos. Pero cuando me fui de la casa la dejé embarazada y casi a punto de parir.

Era una joven pálida y atractiva. Se llamaba Lourdes, y aprendió más rápido que su marido. Ella sabía algo cuando empezó a estudiar las letras, porque le gustaba hojear las revistas que caían en sus manos por casualidad. Se quedaba sola todo el día en la casa trajinando y estudiando las lecciones y leyendo las revistas que siempre intentó leer y entender. Tenía mucho interés en aprender y en cuidar la casa.

La casa siempre estaba bien limpia y ordenada. Era de madera, con techo de guano y piso de tierra bien apisonada y pulida, pues ella le echaba de cuando en cuando las cenizas del fogón. Después le rociaba agua y el piso se iba poniendo tan duro y sólido como un cemento. Cada vez que iba a barrer la humedecía.        

Ella era muy aseada, muy limpia y él siempre estaba muy sucio, siempre descuidado, barbudo y tiznado por culpa del carbón. Ella era muy cariñosa. Él más áspero y de poco conversar. Yo pensaba que ellos no hacían buena pareja, pero me equivoqué, parecían felices en aquel monte desolado, miserable y rebelde.

Usé nuevamente mi hamaca para dormir y hubo noches en que no pude pegar un ojo, porque él se la pasaba despierto haciendo juegos eróticos con ella. Gemían como animales enfermos, como si algo les doliera y les gustara. Eran griticos ahogados que se esforzaban por no salir, pero que salían de cualquier manera, no por culpa de ellos, sino por culpa del silencio ciego y morboso que tiene el monte cuando se junta con la noche, para aumentar las ganas de juntarse y fornicar hasta el cansancio. Cuando aquello, ya me latía la fiebre de la sangre y llevaba desbocada la imaginación, pero apenas sabía qué hacer con las urgencias elementales del hombre.

 

LA FIEBRE DE LA SANGRE

Un día lo logré, o mejor dicho, ella lo logró, pero nunca pensé que fuera de esa manera. Sentía los efluvios de mi sangre en su hervidero cuando masajeaba en las noches mi animal erecto o cuando veía un perro callejero encaramado sobre el lomo de la hembra, haciendo numerosas contorciones para lograr finalmente la penetración. En el monte se me revolvieron los instintos.

Tuve la oportunidad, junto con otros brigadistas, de asistir a reuniones en el poblado de Sevilla, en las afueras de la ciudad, donde hablábamos de nuestra labor y recibíamos orientaciones nuevas. Allí estaba ubicada la dirección central. En una de las reuniones la conocí. Para asistir a las reuniones a veces caminábamos kilómetros por caminos solitarios y trillos formados a la orilla de la carretera. Para cortar camino nos metíamos a campo traviesa. Ella ya me había seleccionado y yo no lo sabía.

Mucho mayor que yo, de unos 22 años y simpática sonrisa. La vi de lejos y cuando menos lo imaginaba ya estaba pegada a mi lado buscando conversación. Vivía a menos de un kilómetro de mi casa. Nos vimos un par de veces nada más. Se llamaba Esther y era también de Santiago. Tenía la cintura un poco ancha, y muy estrechas las caderas. Tenía algunas libras de más; pero un pelo largo y casi rubio llamaba la atención. Combinaban con el uniforme sus ojos grises. Fue una pena el impacto y no sé explicarme cómo sucedió.

Después de la reunión caminamos directo a las casas de los campesinos que alfabetizábamos. Apenas le hablaba. Me ocurre así cuando más deseos tengo de describir las cosas que me rodean o las que llevo dentro. Me ocurre así aun en los momentos más adecuados y menos complicados.

Tomamos el atajo para llegar más rápido. Ella fue la que propuso coger por un desvío que conocía bien. Yo no sospechaba nada. Fue todo muy natural. Parecía que nada había sido calculado.

— ¿Tienes novia?

—No... ¿Y tú?

No tenía siquiera qué averiguar. Todavía me porto como un estúpido en esos cruciales momentos de definición. Uno nunca aprende todo del todo.

—Tampoco. Tenía uno, pero me peleé con él antes de venir.

— ¿Por qué?

Siempre hago preguntas innecesarias cuando no sé qué decir.

—No le gustó mi decisión de ser maestra voluntaria. Se va del país con toda la familia y tengo otras ideas políticas.

— ¡Ahhh…!

Siempre me ha ocurrido así, que nunca me doy cuenta cuando se fijan en mí. Me había dejado crecer el pelo y tenía casi una melena rubia y lacia que me asentaba bien. Trataba siempre de mantenerme limpio y atractivo. Además, a la mayoría les gustan los ojos verdes, y los míos estaban mezclados con un amarillo estrellado en el centro «como los ojos de los gatos». Así me dijo.

Todo andaba dentro de lo normal —pensaba—, pero la soledad del monte tiene eso, sorprende y excita cuando reparamos en ella. Nadie se puede detener frente a la oportunidad de descargar impostergables deseos. Pero eso no fue exactamente lo que me sucedió. Esa primera vez no fue así. Yo pensaba que éramos amigos.

Tuve miedo cuando sorpresivamente me besó.

—­ ¿Te gusto?

No respondí. No sabía que decir. Me sentía torpe, completamente impactado…

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Ismael Sambra (Santiago de Cuba, 1947). Graduado de Literatura y Lengua Hispánica. Fundador del primer grupo de escritores y artistas independientes cubanos conocido como El Grupo y su revista homónima. Fundador y director del periódico impreso Nueva Prensa Libre-New Free Press, primer periódico trilingüe de Canadá. Ha publicado, entre otros libros, Las cinco plumas y la luz del sol (cuento para niños), Hombre familiar o Monólogo de las confesiones (poesía), The art of growing wings (cuento para niños), Los ángulos del silencio (Trilogía poética), Vivir lo soñado (cuentos breves), Bajo lámparas festivas (poesía), El único José Martí, Principal opositor a Fidel Castro (ensayo), The five feathers (cuento para niños), L'histoire des cinq plumes (cuento para niños), El color de la lluvia (relato para niños, edición bilingüe), Cuentos de la prisión más grande del mundo (cuentos para adultos), Family man (poesía) y Queridos amantes de la libertad (periodismo). Es Académico Correspondiente de la Academia de Historia de Cuba en el Exilio y Miembro de Honor del PEN Club de Escritores de Canadá.

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