LUIS FELIPE ROJAS

 
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Estaba sentada hacía media hora frente al tocador y no terminaba de desperezarse. Anotó dos números telefónicos en la agenda diaria y fue hasta el baño nuevamente. Sentada en el inodoro miró la blanca pared y descubrió un ojillo mágico que la miraba. Era una diminuta pieza de cristal convexo, de color oscuro, que la miraba y giraba sus luminancias hacia donde fuera el rostro de la muchacha. Terminó de orinar, secó los vellos y volvió a sentarse mirando con atención el ojillo recién descubierto. Era su mismo rostro en una miniatura asombrosamente definida. Lo primero que atinó a indagar fue cómo habían colocado allí ese dispositivo de escucha o visión, o los dos al mismo tiempo, al fin -dijo para sí-, como avanzan las tecnologías, pudieran estar transmitiéndolo en vivo, incluso para el mundo entero. Dos veces acercó el rostro al ojo mágico que le habían colocado dentro de su misma casa y en el lugar más íntimo que pudieron encontrar. Estiró las piernas, se repuso y se levantó, pero volvió a sentarse. Alargó la mano y abrió la puerta aún desde esa posición. Primero se untó el dedo de saliva y lo repasó sobre el cristal pulido del artefacto. Después pasó la lengua directamente para ver el efecto que producía y el ojillo parpadeó varias veces hasta que estuvo listo nuevamente para recorrer el entorno al que tenía alcance. La mujer y el artefacto electrónico volvieron a mirarse y hubo un momento de expectación, de aceptación. Ella tiró la puerta y el ojo parpadeó en varias repeticiones. Afuera la mujer empujó sus pasos hacia la sala, hurgó en los interruptores, debajo de floreros, tapetes, ceniceros y lámparas. Cuando encontró tres artefactos más sólo los miró y los volvió a dejar en el lugar en que estaban.

Dos días después seguía buscando y ya tenía cuenta de que observaban su vida palmo a palmo sin que se escapara absolutamente nada. Desde entonces recibía las visitas en el zaguán, donde no había descubierto un solo aparato, pero desconfiada, dadas las circunstancias, tomaba dos talones de papel amarillo, uno para ella y otro para el interlocutor de turno y así transcurrían las conversaciones hasta el final. Cuando la visita se marchaba se deshacía de los papelillos echándolos por el tragante.

Dos semanas después de aquel método de contravigilancia, la oficina de Seguridad de su distrito le pasó una citación por debajo de la puerta, a la que no hizo caso, pero a la tercera advertencia de ir a parar a los tribunales por negarse a testificar, acudió. Ese día, cuando salió de la oficina sólo recordaba la reprimenda del funcionario vestido de civil que la interrogó por última vez. No quiso entrar a la casa hasta tarde en la noche cuando se deslizó en la cama sin hacer ruido ni encender luces. A la altura de la madrugada despertó resacada por tanta preocupación. Vio dos lucecillas rojas que penetraron por el alto ventanal para posarse debajo de una foto de campo que colgaba de la pared. Por unos segundos cerró los ojos, pero las lucecillas seguían más allá de sus pupilas o la fuerza con que apretaba sus párpados para no ver la nueva realidad. Las lucecillas permanecieron bastante visibles hasta entrada la mañana, cuando se fueron desvaneciendo como en una difuminación especial. Fue disparada hacia el baño, desplomó todo el orine que llevaba desde la noche anterior y cuando se fijó en el lugar donde había visto el artefacto por primera vez solo había una chispita de cemento a manera de repello, rematando un orificio en la pared. Se levantó sin secarse.

En dos horas de búsqueda infructuosa no pudo recordar incluso algunos ojitos que había visto el día del descubrimiento. Pensó en la mala alimentación, el sueño a medio hacer y las peleas con su amante de días atrás, pero era imposible negar lo evidente. En varios rincones de la casa quedaban pegoticos de cemento donde antes hubo un ojo mágico para ver, oír y seguir sus pasos dentro del recinto. Levantó el el teléfono, pero no había tono. Su móvil también tenía aviso de falta de cobertura. Buscó un vaso de agua fresca, que bebió sorbo a sorbo hasta el final. Volvió a quedarse dormida. En el sueño el funcionario de civil la requería, el ojillo mágico del baño le hacía señales suplicándole atención. Dio vueltas mil veces en la cama hasta que despertó al atardecer, con la casa a oscuras otra vez, la ciudad alborotada todavía y dos lucecillas rojas rondando toda la pared hasta quedarse posadas debajo de la fotografía campestre. De los círculos rojos, el láser devolvía el rostro de la mujer en uno de ellos y en el otro una cifra de once números le recordaba su documento de identidad.

Afuera la ciudad lucía impasible.

El presente texto forma parte del libro “Artefactos”, Editorial Casa Vacía 2021, Richmond, Virginia, USA

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Luis Felipe Rojas (San Germán, Cuba, 1971). Escritor y periodista. Tiene publicados los libros Secretos del Monje Louis (2001); Cantos del malvivir (2004), Animal de alcantarilla (2005), Anverso de la bestia amada (Premio Calendario, La Habana, 2006), Para dar de comer al perro de pelea (NeoClub Press, Miami, 2013) y Máquina para borrar humanidades (Eriginal Books, Miami, 2015). Fue co-coordinador en Holguín de la revista Bifronte, censurada y clausurada por el gobierno cubano. Es autor del blog Cruzar las alambradas. En Miami, donde reside desde 2012, ha trabajado en la emisora Radio Martí y el portal Martí Noticias, y en la actualidad labora en La Voz de América.

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