Fragmento de la novela “Al pie de las montañas”

LUIS DE LA PAZ

 
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CRUZ ROJA

La oficina de la Cruz Roja estaba bastante apartada, casi al final del campamento, a escasos metros de una cerca alta de alambres coronada por roscos de afiladas púas. De ahí se divisaba una sobria explanada, con un césped bien recortado y algunos árboles. Todo perdía su continuidad cuando comenzaba a alzarse una colina y solo se lograba ver la parte superior de una torre de transmisión.

A Tomas le quedaba lejos la oficina de la Cruz Roja, pues la barraca estaba justo en el extremo opuesto a la suya. Del lado de la 160, la cerca demarcadora del perímetro, de igual característica elevada y puntas afiladas, permitía percibir a cierta distancia el  sonido de los autos y ver la parte superior de los vehículos más altos desplazarse por un camino cercano, pero nunca lograba divisar la carretera como tal. Todo estaba distribuido de una manera muy extraña, pues desde el piso superior de su barraca, la lógica indicaba que debía verse en algún momento la vía, sin embargo, solo apreciaba el edificio del comedor, pero nunca la calle. Parecía que había una curva o bifurcación rompiendo la continuidad del camino. No le encontraba sentido, más cuando desde su cama, lo que advertía, más allá del comedor, era una llanura de un verde muy intenso y algo aún más distante, el comienzo abrupto de las montañas, creciendo rápido y ensanchándose a los lados. Tomás achacaba la caprichosa disposición del campamento a razones de estrategia militar.

Aunque en ocasiones se lamentaba, en realidad caminar le hacía bien, le permitía ejercitarse, ver a otra gente, ocupar el enorme tiempo que le caía encima. Al pasar por la Comandancia, se localizaba en la calle principal, a mitad del recorrido a la barraca de la Cruz Roja, miraba el reloj y eso le permitía familiarizarse con una nueva noción del tiempo a la que se estaba habituando lentamente. Lo confundía un poco el amanecer y el atardecer, pues aclaraba demasiado temprano.

Los recorridos le daban también la oportunidad de saber qué pasaba. En la Comandancia colocaban las copias de La Libertad y en una pizarra cubierta por un cristal, papeles con el listado de los que se encontraban en proceso de relocalización. Tomás soñaba con leer un día su nombre registrado allí.

En el interior de la barraca de la Cruz Roja solo había monjas y ninguna hablaba español, lo que obstaculizaba cualquier diálogo. En ciertos horarios matutinos ofrecían clases de inglés, también facilitaban rompecabezas, así como juegos de damas y ajedrez. Buscaban mantener entretenidos a los refugiados. Tomás necesitaba hojas en blanco y un lápiz para poder escribir. No encontraba manera de hacerle entender a las religiosas lo que necesitaba. Peper, peper, exclamaba sin resultados, trazando en el aire con los dedos un rectángulo. Las mujeres lo miraban confusas, pero con semblante piadoso. Ante su fracaso, volvió decir, peper, peper y se llevó la mano atrás, a la altura de las nalgas. Una de las monjas lo tomó apresuradamente de la mano y lo llevó al baño señalándole el rollo de papel higiénico y saliendo a prisa del sanitario.

Tomás se les apareció con una tira de papel de inodoro, la colocó sobre la mesa e hizo un gesto con la mano cerrada, uniendo el índice y el pulgar y realizando un movimiento para indicar que pretendía escribir. El peper, se convirtió al pronunciarlo ellas en peiper. Le dieron una sola hoja con el membrete de la Cruz Roja Americana, pero le sería insuficiente. Moar, moar, peiper, repitió Tomás intentando reproducir la manera que le había escuchado expresarse a las monjas. Le entregaron otra más, también insuficiente para su propósito. Tras otra ronda de mímicas, le dieron un bolígrafo.

Afuera de la Comandancia había un cesto de basura y tomó un par de boletines para poder usar las partes no escritas. Le hubiera pedido papel a un guardia puertorriqueño, uno de los pocos con los que había comunicación en español, pero el hombre tenía un comportamiento muy agresivo con todos, no importaban las razones del  acercamiento, su lenguaje corporal resultaba desafiante.

Perro yo, se decía Tomás, que evitaba a toda costa estar cerca de él, hasta evadía cruzarle la mirada. Su talante causó más de un incidente, particularmente con los que llegaron de las prisiones, habituados a otro ritmo de convivencia, enfocados en defender códigos de hombría y con una furia contenida, por lo que eran fáciles de provocar.

El boricua no se apartaba de la entrada a su oficina, pocas veces hablaba, cruzaba los brazos o se los llevaba a la cintura con un proceder amenazante. Había quienes se referían a él como el Sheriff. Una tarde, poco antes del anochecer, cuando la mayoría regresaba a sus barracas se armó un revuelo en la entrada de la Comandancia. Un negro que Tomás nunca más volvió a ver lo retó, pero el soldado permaneció observante, retratando visualmente a todos los curiosos en los alrededores. Cuando el negro se cansó de insultarlo, orinó en la puerta de la Comandancia.

—Estás tirao, singao —grito sin que el militar entendiera, ni pestañara.

La gente se dispersó previendo la llegada en cualquier momento de refuerzos, pero Tomas no supo el final del incidente, pues continuó su camino. Llegando a su barraca, ya de noche, escuchó voces y vio a un grupo interpretando canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés en la entrada.

—Yo pensé que no iba escuchar más las canciones de esos hijos de puta comunistas —dijo dejando escapar una sonrisa, para no dar pie a un mal entendido.

—Son canciones bonitas —agrego uno ellos con naturalidad, pero Tomás no respondió, ni se interesó en saber quién había hablado, solo levantó la mano en señal de saludo y continuó su andar.

Preparó su cama en la parte alta de una litera que compartía con Felo, un tipo siniestro. Usaba las sábanas para crear un ambiente individualizado. Un personaje lleno de tatuajes con leyendas difíciles de leer, símbolos religiosos, entre ellos una Virgen de la Caridad del Cobre a todo lo largo de la espalda y en el pecho, cerca de la tetilla derecha un San Lázaro. Hombre de pocas palabras y mirada capaz de estremecer a su adversario.

A este no lo quiero de enemigo, pero tampoco de amigo, se decía Tomas, que respetaba celosamente su espacio para evitar cualquier posible reclamo. El otro también mantenía su distancia, no tenía en realidad aspecto de problemático, pero su biotipo impresionaba. Solo una vez, mientras Tomás se afeitaba en el baño llegó Felo, se le paró al lado y se le quedó mirando largamente a través del espejo, marcando territorio, pero como un reflejo condicionado, más que como un acto de desafío. La incomodidad de tenerlo cerca sin saber lo que pretendía, lo puso en alerta. Luego dijo: “Esto está malo, mi socio. Hay que estar a la viva”. Tomás asintió con la cabeza, sin pronunciar palabras y relajándose.

La litera de al lado la ocupaba, Alejo, un joven de pelo muy negro, extremadamente delgado, cejijunto y tímido, que no se levantaba prácticamente en todo el día, Felo lo retaba con la mirada, provocando temblores en el otro, que se viraba de lado, cerraba los ojos o se cubría la cabeza con la colcha. Entonces Felo, triunfal, esbozaba una sonrisa maliciosa, movía de manera casi imperceptible la cabeza y luego seguía en su rutina. En realidad Felo se entretenía intimidando a Alejo.

En una oportunidad, estando casi vacío el salón, Tomás le sugirió al muchacho que fuera a bañarse y a caminar un rato. El proponerle ducharse podía tomarlo como una insinuación, pero el incluir la caminata, enfatizando el vocablo solo, tenía toda la intención de un buen consejo, que el otro no asumió. Alejo sin responder se encogió en su camastro, alcanzando una posición fetal, se cubrió todo el cuerpo con la manta.

Tomás colocó en el compartimento sin puerta justo al lado de su cama, las hojas y demás papeles que había conseguido en la Cruz Roja y la Comandancia, y se puso muy contento, pues al día siguiente comenzaría a escribir un diario.

 

Capítulo de la novela Al pie de las montañas. Memorias del fuerte (Editorial El Ateje, 2021)

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LuisDelaPaz (2).jfif

Luis de la Paz (La Habana, 1956). Escritor y periodista residente en Miami desde 1980, cuando salió de la Isla durante el Éxodo del Mariel. Premio Museo Cubano de Ensayo, Premio Lydia Cabrera de Periodismo y accésit al Premio de Poesía Luys Santamarina-Ciudad de Cieza, Murcia, España. Ha publicado los libros de narrativa Un verano incesante, El otro lado, Tiempo vencido, Salir de casa, Del lado de la memoria y Al pie de las montañas. En poesía De espacios y sombras, Imperfecciones del horizonte y Of Space and Shadows. Además varias recopilaciones como Reinaldo Arenas aunque anochezca, Teatro cubano de Miami, Cuentistas del Pen, Soltando sorbos de vida La floresta interminable.

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