Fragmento de la novela “La Regenta en La Habana”

TERESA DOVALPAGE

 
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Capítulo uno

“La heroica ciudad dormía la siesta” comienza La Regenta. Leí en voz baja la frase y evoqué la Vetusta lluviosa de Clarín. ¿Acaso una novela ambientada en La Habana podría empezar así? Por lo de heroica, desde luego, no habría problemas. En nuestra capital hay heroísmo, si se ha de creer a los libros de historia patria, para guardar, para vender y para regalar a los países amigos. Con respecto a la siesta, tampoco encontraría dificultades. Con lo haraganes que son los habaneros, arman un catre en cualquier parte y se echan a dormir a pierna suelta… Pero no tuve tiempo de continuar estableciendo paralelos. Una enfermera se asomó a la puerta del consultorio y voceó mi nombre:

—¡Yoana Rodríguez!

Cerré el libro, que había llevado al policlínico para que me diera apoyo moral, y avancé en cámara lenta hacia la consulta. Las piernas me temblaban y tenía la boca reseca. Entré con una mano bajo el seno, apretándomelo como si temiera que se cayese al suelo. El médico era un viejo patilludo a quien le decían Doctor Drácula porque siempre estaba pidiéndoles a los pacientes sangre de donación.

—¿Qué pasa? —fue su saludo—. ¿Qué te trae por aquí?

Tímidamente le expliqué que me había salido una cosita debajo del seno izquierdo. Aunque la había notado dos meses antes, mientras pude traté de hacerme la disimulada. A lo mejor se iba por donde mismo había venido, se disolvía, se desaparecía sin ayuda de nadie. Pero pasaron los días y las semanas sin traer el menor cambio en mi anatomía. Y pasó que don Víctor —así había yo rebautizado a mi marido, por razones que explicaré más tarde— se puso, de rareza, a hacerme cosquillas y descubrió aquel bulto. De rareza dije, sí. Porque mi consorte andaba de capa caída, por un problema de la próstata, y me tenía a dieta vegetariana. Bueno, a lo que iba, a que don Víctor dio un brinco que casi llega al techo y exclamó:

—¡Hija, por Dios! ¿Qué es eso, qué tienes ahí?

—Nada, una cosita.

Desde el primer día empecé a llamar al tumor la cosita. El diminutivo lo hacía lucir inofensivo, trivial, casi infantil.

—Pues ve enseguida al médico, antes de que siga aumentando de tamaño y se ponga peor.

Y al fin estaba allí. Una vez enterado del caso, el patilludo me mandó a acostar en la camilla de examen con los senos al aire libre. La enfermera había salido del consultorio y su ausencia me puso aún más nerviosa. En ciertas situaciones yo soy bastante mojigata, tanto como las damas españolas del siglo diecinueve. (Es decir, como algunas de ellas.) Pero  el temor y el tumor acallaron mis mojigaterías. Me quité la blusa, me bajé los ajustadores y esperé boca arriba mientras un sonrojo de adolescente virginal me coloreaba cuello y rostro.

El médico palpó, hurgó y sobó con detenimiento la carnuda esferilla que se movía como pelota de ping pong bajo sus dedos. Luego buscó una jeringa enorme, parecida a las que se usan para inseminar vacas —me recordó a las que aparecían en los documentales sobre Ubre Blanca en los años setenta— y sin más ceremonias me hundió la aguja en la cosita. Vi el cielo, las estrellas y las dos osas con su rabo. Y no vi el resto del sistema planetario porque cerré los ojos y solté un aullido de dolor que debió oírse en Guantánamo.

—Anda, no alborotes así que allá afuera van a pensar que te estoy devorando viva —me sermoneó el patilludo—. Y alégrate de que lo haya hecho yo, porque si mando a la enfermera te pincha doce veces antes de dar con el lugar preciso. Quédate tranquilita.

Me quedé tranquilita.

—Haz el favor de llevar esto al laboratorio con una nota para la técnica —y el médico me hizo entrega formal del instrumento de tortura, lleno hasta la mitad de un líquido amarillo—. Ten cuidado no se te vaya a derramar por el camino.

Con la jeringa en alto cual trofeo olímpico y el seno que te quiero sano ardiendo por el pinchazo crucé todo el policlínico hasta llegar al laboratorio. Atravesé los corredores polvorientos y le entregué mis serosidades a la chica que, sentada lánguidamente tras el mostrador, se limaba las uñas con paciencia budista.

—Ven dentro de una semana o dos —me dijo—, a ver si para entonces tenemos los resultados porque ahora no hay ni reactivos.

Cuando regresé a casa descubrí que la cosita, con tantas manipulaciones, había quedado reducida a la mitad. Don Víctor estaba en la cocina preparando el almuerzo así que fui directo para el cuarto, llevando La Regenta a remolque, y me tiré en la cama a leer.


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Teresa Dovalpage nació en La Habana, Cuba, y tiene un doctorado en Estudios Hispánicos por la Universidad de Nuevo México. Vive en Hobbs, donde es profesora de New Mexico Junior College y dirige el programa bilingüe Libros y Música.

Es autora de doce novelas y tres colecciones de cuentos. De la serie Havana Mystery, publicada por Soho Crime son Death Comes in through the Kitchen (2018), Queen of Bones (2019), Death of a Telenovela Star (2020) y Death under the Perseids, que saldrá a fines de este año. En su lengua materna ha publicado Muerte de un murciano en La Habana (Anagrama, 2006, finalista del Premio Herralde), El difunto Fidel (Renacimiento, 2011, premio Rincón de la Victoria en España), La Regenta en La Habana (Grupo Edebé, 2012, Eriginal Books, 2014), Orfeo en el Caribe (Atmósfera Literaria, España, 2013) y El retorno de la expatriada (Egales, 2014) entre otras obras.

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