Fragmento de “En olor de lluvia”

JOSÉ A. ALBERTINI

PARTE FINAL DEL CAPITULO V DE LA NOVELA "EN OLOR DE LLUVIA".

La fuente de miedo está en el porvenir,

y el que se libera del porvenir no tiene

nada que temer.

De la novela: La levedad.

Milan Kundera

Y cuando Florencio Flores llegó a La Charca las viejas, en un círculo de pueblo esperanzado, gemían al ritmo de los retortijones. Al pie del pantano el cura Casto Castor, ayudado por el monaguillo Carmelo Carmenate, oficiaba misa. Más allá, La Matasiete, Yoya, las demás; René Reynoso, Balbina Balbín y adeptos, pedían el auxilio divino  de Palomino Palomo. Cánticos, plegarias y el sufrimiento de las beatas repujaban la escena.

Florencio Flores, los once comulgantes, el cura Casto Castor, La Matasiete, Yoya y pueblo en general, ya no albergaban dudas. Recuperada la Virgen del lodo y a punto de parir las  beatas, tras una dilatada gestación de finalidad restauradora, la reaparición del pasado era inminente.

—Hace horas rompieron fuente y no terminan de parir. Son muy mayores, para tanto sufrimiento –Fortunata Fortuna se hizo escuchar.

—Todo gran acontecimiento es antecedido de dolor depurativo que tritura yerros cometidos y mitiga el peso de las aflicciones. Ellas, con dolor de alumbramiento, purgan la ceguera de los que, apostando por el futuro, dañaron el nido –Casto Castor respondió con calma y del cáliz, tomó vino. 

—¡Ya empiezan a parir! –gritó Alma Almaguer.

Hasta ese instante, persuadidos de que la gracia divina obraba en el acto y que la participación humana no era necesaria, todos se mantenían atentos; sin entrar al redondel. 

—¡Ayuda, ayuda...! –agotadas, clamaron las mujeres. 

—Nadie se acerque. Dejemos que la providencia obre –advirtió el cura.

—¡Ayuda, ayuda...! –repitieron. 

¡Ayúdate que yo de ayudaré!, dice el dicho –citó La Matasiete que, seguida por Yoya y las muchachas, entró al círculo y ofreció auxilio directo. 

—¡Ya pare...! ¡Ya viene...! –exclamó Yoya al recibir una hembra, hija de Piedad Piedra.

—¡Puja...! ¡Puja fuerte...! –alentó La Matasiete– ¡Un poco más que ya viene...! 

Entonces, con un pujo final, Galatea Galatraba parió un varón. Y como la temperatura era fresca dos de las putas rasgaron sus vestimentas y cubrieron, con trapos, a los recién nacidos. Yoya y La Matasiete, culminando el ejemplo, con las suyas, limpiaron el sudor y la sangre de las viejas. Quebrada ya la advertencia del cura Casto Castor y para no ser menos, las comulgantes Fortunata Fortuna, Consuelo Consuegra, Paloma Palomares y Laura Laureado, arroparon a las parturientas que, asombrosamente recuperadas, reclamaron amamantar a las criaturas.

Falta Rosario Rosado, caviló Florencio Flores.

Saciado el reclamo de las madres y el primer apetito humano Casto Castor, cada vez más inquieto por haber sido desoído y posterior giro popular que adquirió el suceso, exclamó

—¡Bautismo; bautismo inmediato! 

Entonces, con una jícara, hecha de güira cimarrona, que le alcanzo La Matasiete, del pantano tomó agua fangosa y, con la totalidad de la población femenina como madrinas y la masculina como padrinos vertió agua en la cabeza de la hembra e iniciando el rito dijo: Yo, Ella, te bautizo en el nombre de... Y vertiendo agua en la cabeza del varón dijo: Yo, Él, te bautizo en el nombre de...

Consumado el sacramento de fe la ciudadanía, lloró, aplaudió y se abrazó entre sí. Exagerados fueron la maestra Alma Almaguer, el boticario Herminio Hermida y el relojero Zacarías Saca. 

Casto Castor, tan pronto menguó la efervescencia, sugirió.

   —A la iglesia. Al templo de Dios con  Ella y Él que es el lugar al que pertenecen y en donde deben estar.

—¡Que ayuden!, que vengan los muchachos comulgantes de entonces –exigió Fortunata Fortuna.

—¡Vamos, vamos...!  –Florencio Flores alentó.

—¡Para luego es tarde! –exclamó Carmelo Carmenate.

—Ustedes, los varones, carguen a Piedad y Galatea, que de los críos nos ocupamos nosotras –resolvió Fortunata.

—Así, con cuidado; ¡con mucho cuidado! que están recién paridas –recomendó Consuelo Consuegra.

La marcha de retorno irreversible, relegando a una participación inferior al sacerdote Casto Castor, de manera natural, fue encabezada por La Matasiete, que montando, a pelos, al reaparecido burro Perico, de las bridas guiado por el botellero Bienvenido Pérez, alias Lea, era escoltada, en los flancos, por Yoya y las restantes siete putas. Seguían, al cuidado de las criaturas, Fortunata, Fortuna, Consuelo Consuegra, Paloma Palomares Laura Laureado y Silvia Silverio. Después, Florencio Flores, Carmelo Carmenate, Quintín Quintero, Ramón Ramoneda y Hernando Hernández, en brazos fuertes, cargaban a las beatas paridas. A continuación el sacerdote, por lo bajo, musitaba una oración o un rezongo. Detrás, el monaguillo Carmelo Carmenate balanceaba un botafumeiro que, en seda de incienso, gravitaba sobre la muchedumbre compacta de fe restituida que pisaba las pisadas del burro.  

Al aproximarse la comitiva, sin aparente participación humana, las campanas del templo rompieron a cantar, siendo el repique de tal magnitud que la calabaza, corona del campanario, tuvo madurez de estación. Y narra la memoria de los tiempos que el prócer Miguel Gerónimo Gutiérrez sonrió, desde su pedestal, con rictus marmóreo.

Por las despatarradas puertas del santuario, cambiando el orden de la marcha, entraron, criaturas y madres. Después, sin desmontar a Perico, La Matasiete  y el resto. El gentío abarrotó el recinto. El pueblo que no cupo se congregó en el parque y saturó calles adyacentes. 

Cuando Castro Castor se situó  frente al altar mayor el silencio corrió en el templo; saltó fuera y se arrastró hasta las riberas del rio Bélico.

A los pies de la Virgen de La Charca, dos lechos humildes, especie de nidos, hechos con espartillo sabanero, estaban dispuestos. Desprovistos de acuerdo u orientación previa, por instinto natural de retorno, las comulgantes acostaron a las criaturas y los comulgantes acercaron a las madres que, sentadas en el piso, con las piernas recogidas, volvieron a amamantar a las crías.

Después, de la lactancia, ciñéndose al mes de mayo, Piedad Piedra instó a los catequizados.

—¡Niñas, niños en fila y canten alto para que se oiga! 

Galatea Galatraba repartió rosas y Florencio Flores, al tomar la roja habitual, buscó en el tallo una espina y a propósito, en homenaje a Rosalía Rosado, se pinchó un dedo: Esta sangre es para ti.

El sacerdote levantó los brazos y el monaguillo, entusiasmado, tomó el vino del cáliz.

Con Flores a María que madre nuestra es...

—¡Más alto...! ¡Que se escuche, que se labre en la memoria de las memorias! –exigió, a todo pulmón, Piedad Piedra.

Con Flores a María que madre nuestra es... –al unísono cantaron calles y hogares, en consolidación del pasado.

Y apuntalado el pasado Santa Clara vivió, a partir del instante, unas perpetuas Flores de Mayo donde nunca, al pie del altar mayor de la iglesia La Divina Pastora, crecieron Ella y Él, ni dejaron de ser amamantadas por sus madres; Piedad Piedra y  Galatea Galatraba.

Con flores a María que nuestra madre es..., se siguió y sigue cantando.

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J. A. Albertini (José Antonio). Santa Clara, Las Villas, Cuba (1944). Ex-prisionero político cubano. Es autor de las novelas: Tierra de extraños (1983), A orillas del paraíso (1990), Cuando la sangre mancha (1995), El entierro del enterrador (2002), Allá, donde los ángeles vuelan (2010), Un día de viento (2014) y Siempre en el entonces (2017). También de los libros de entrevistas Miami Medical Team (1992) y Cuba y castrismo: Huelgas de hambre en el presidio político (2007).

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