Fragmento de la novela "Mi nombre es polvo"
AMIR VALLE
Supe que sería el más grande tatuador en la historia de la especie humana aquella tarde en que escribí mi nombre en la piel arrugada y babosa del sapo albino que mi padre trajo de regalo a mi hermana Layda, amante de los bichos raros.
Tatué mi nombre como había visto hacerlo a los delincuentes del barrio: con agujas untadas de tinta china, mientras aquel pedazo de carne blanca se contorsionaba con cada pinchazo intentando zafar sus patas pegajosas de los cuatro clavos con los que decidí aprisionarlo sobre un tablón del piso en el sótano de la casa.
Mi hermana jamás descubriría al culpable. Encontraría a su bicho y leería mi nombre; o sería mejor decir: su tonto cerebro de puta barata mascullaría el sonido de las letras, pero jamás podría saber que aquellos rasgos torcidos, para ella impronunciables, denunciaban la obra genial de estreno como tatuador de su odiado hermanito.
Escribí mi nombre en la lengua de los ángeles. Y sólo unos pocos elegidos conocíamos ese idioma.
A mi hermana Layda le gustaban los bichos raros, ya lo he dicho. Y también he dicho que era puta. Una puta lindísima. Insaciable. Que además de tener en una esquina del cuarto, encerradas en una pecera climatizada, a un par de tarántulas que mi padre le trajo de México, y que alimentaba con otros bichos raros y asquerosos como gusanos, saltamontes y, un par de veces, con crías de unas ratas enanas que ella llamaba pinkis; además de alimentar cada mañana a Bin Laden, la iguana blanca de cabeza color turbante arenoso, de piel cuarteada y casi transparente, que se ganó su nombre por las tropelías que armaba en la cocina robando comida: “actos terroristas”, los llamaba mi padre para burlarse de las escandaleras que armaba nuestra madre al descubrir los estropicios; y además de tener un estante lleno de libros y revistas y videos con fotos y artículos y documentales de cuantas alimañas existen y han existido desde que el mundo es mundo, resultaba obvio que a su alma de puta cazadora de hombres también le fascinaban los especímenes más raros de nuestra especie superior, rango que quedaba automáticamente descartado por su falsedad con sólo mirar a uno de esos “novios” que ella se traía a casa aprovechando las largas noches de guardia de nuestra madre en el hospital y las aún más largas estancias fuera de casa de nuestro padre, embajador de profesión, confesión y conveniencia.
Coleccionaba Layda aquellos esperpentos humanos con el mismo fanatismo con el que perseguía las revistas de bichos. “Es muy feo que yo diga estas cosas de mis hijos, lo sé”, le oí decir a mi madre cuando pedía por teléfono una cita con la psicóloga que nos anduvo fastidiando la existencia con sus tonteras durante poco más de un año hasta que nos dio por casos perdidos, “pero el amor de madre no me ciega: mi hija cree que los hombres son como los tampones, para pasarse por ahí y tirarlos al cesto hechos un asco, y el pobre de mi hijo es un tarado, que se pasa el santo día vigilando a su hermana para verla desnuda y luego masturbarse. Le aseguro que con esos dos Usted podrá escribir una serie sobre los vicios humanos. Y será un bestseller”. Decía, empleando esas palabrejas sin sentido que la chiflada de mi abuela le había enseñado, que éramos la prueba más clara de que lo que Dios planificaba a la suma perfección podría ser torcido por lo que ella llamaba “los satánicos designios del Maligno”, pues no de otro modo podía entenderse que los dos hijos de un matrimonio casi perfecto, de padres normales y educados, eran sus palabras, “en las sanas y santas doctrinas del Altísimo”, pudieran ser dos monstruos perdidos en el infierno de la perversión y los pecados.
Jamás entendería que la culpa era de mi hermana Layda. De su putería. Porque mi vida estaba condenada a repetir las mismas vías de estúpido aburrimiento social de mi estúpido padre, cuyo único tema de conversación, sueños y pesadillas era frenar la confabulación terrorista universal contra las naciones civilizadas, la nuestra a la cabeza, claro, pero justo al cumplir los doce años, como hacía Diana Cazadora en las historias griegas, Layda Cazadora me colocó en el centro de su diana vaginal, se movió con la misma rabia de Regan, la niña endemoniada de la película El exorcista, y me disparó sobre el vientre un líquido caliente, oloroso y dulzón, que se mezcló con ese otro que disparé dentro de ella luego de bufar y erizarme de placer, y que se escurrió de los pelos de su pubis mientras yo no podía hacer otra cosa que mirarla, desnuda sobre mí, sus pezones violáceos aun apuntándome, pero apoyada en la cama con su mano derecha, separada apenas unos centímetros de mi cuerpo y limpiándose de aquellas babas con mi sábana.
—Vaya que sí eres un hombrecito, mi hermano —me dijo esa noche y me dio un beso antes de saltar de la cama y salir de mi habitación moviendo sus nalgas perfectas, blancas y duras, en dirección al baño—. Le vas a dar mucho placer a las mujeres. Estás muy bien dotado.
Empecé a odiarla cuando dejé de ser un bicho raro más de su colección. Había pasado sólo un mes. Y cada una de aquellas noches en que yo sentía sus pasos sigilosos acercándose por el pasillo, desde su cuarto hasta el mío, para luego cabalgarme y obligarme a penetrarla en posiciones tan insólitas –y enrevesadas– como sus más curiosos bichos, algunas tan asquerosas como varios de sus bichejos, me hicieron olvidar que los coleccionistas tienen ese defecto: un día se aburren de su pieza más reciente y se lanzan a buscar una nueva, que en el caso específico de la putísima de mi hermana resultó ser un negro nigeriano, compañero suyo en la Facultad de Biología, que tenía la exótica virtud de ser un espécimen doblemente valioso por la curiosa duplicidad de su rareza: no sólo tenía el tamaño y la cara de un enorme gorila oriental, considerada la especie más grande de gorilas, estilo King Kong y con los ojos tan tristes como aquel King Kong al que las avionetas cosían a balazos sobre la aguja del Empire State Building, sino que traía asombrosamente acoplada entre las piernas una Yaku, esa enorme y letal anaconda negra de las películas.
Ninguno de los otros especímenes que mi hermana había tenido como novios la había hecho gritar tanto en aquellas penetraciones que, desde que me dejó desolado en mi cama, yo me ingeniaba para fisgonear desde el pequeño agujero que hice en el piso del ático, justo encima de su cama y en el que me apostaba apenas escuchaba aquella risita de puta sonsacadora que, me bastó un mes para aprenderlo, era el preludio de lo que ella llamaba “la entrada a mi reino celestial”, aunque al nigeriano le cambió algo el sentido de la frase, quizás para hacerlo sentir menos extranjero, para que se sintiera en tierra conocida, en un escenario donde podría desplegar todos sus negros y descomunales encantos: “ven, entra a mi selva salvaje”, la vi decirle la primera vez, abierta de piernas sobre su cama, tentando a la anaconda con aquel olor dulzón que llegó hasta mí, colándose por el agujero desde el que yo la observaba.
En ese momento la pasión por el tatuaje era apenas una bestia agazapada. La frase "Serás tatuador", permeada de toda la decisión que únicamente puede anidar en un cerebro ofuscado por la obsesión, aún no había sido pronunciada. Faltaba también el descubrimiento del trabajo sobre la piel como un arte cuando esa noche, de casualidad, me vi alelado ante un documental sobre los tatuadores y sus desvelos; faltaba el sueño que me poseyó después –¿o acaso fue una pesadilla, porque sólo una pesadilla tiene el poder de la posesión del alma de quien sueña–, y faltaba además la aparición de aquel ser esperpéntico y harinoso que se me antojó –y se presentó ante mí– como un ángel. Porque sólo esa sucesión de anormalidades, derivada en aquella sensación de necesitar un sacrificio para convertirme en tatuador, serían los detonantes que desencadenarían toda esta historia.
Un sacrificio, me dije entonces, y pensé en mi hermana.
—Layda —dije en alta voz. Y me gustó escucharme.
Pensé en el sapo albino de mi hermana.
En su blancuzca y escamosa piel.
EL tatuaje era una mancha de tinta, deforme y pegajosa, sobre la panza del sapo albino. Se contorsionaba; tal vez en lo que era el pataleo de la muerte, esos segundos fatales en los que, dicen, las almas se resisten a hundirse en las tinieblas que llegan con los estertores, con la falta de aire, con el dolor de morir tan semejante –dicen también– al dolor de nacer –de ahí el grito de la criatura al ser tironeado del vientre de su madre; entendible dolor de miedo al vacío, pues nadie puede imaginar que sólo atravesando ese valle de sombras y lágrimas puede alcanzarse la luz, ese espacio abierto de paz que sólo algunos mortales han visto al final del túnel –y han regresado para contarlo, es obvio.
Layda parada delante de mi cama, el sapo colgando por una de sus patas de esa tenaza que ella hacía con sus dedos índice y pulgar, la mano levantada hacia mí, mostrándome mi obra. Eso recuerdo. Y la rabia tiñendo sus ojos, afeándola, con ese rictus de fiera que sólo esgrimía –era una verdadera actriz la puta de mi hermana, no hay que negarlo– cuando estaba harta de alguna de esas criaturas a las que se empeñaba en llamar “novios” y dramatizaba aquellos shows que, muy inteligentemente –sí, también era muy lista– siempre hurgaban en las llagas que hacían de sus conquistas verdaderas rarezas de la especie humana.
—¿Crees que alguna mujer soportaría eternamente la tortura que es meterse eso? —la oí decir días atrás, cuando decidió cortar su adoración por las anacondas, y señaló al pantalón del nigeriano bajo el cual se escondía la bestia negra que, no debemos mentir, tanto la hacía gritar, la mayoría de las veces, es justo decirlo, más por dolor que por placer, aunque el pobre negrazo no tuviera la culpa: era mi hermana, que pesaba en la misma balanza la putería y la tozudez, la que se había empecinado en que aquella bestia gruesa anidara entera en la cueva cálida de su vagina.
La tortura, sin embargo, no había sido la causa real de la ruptura. Puro artificio. Cuento chino sacado de la manga del traje invisible de puta que engalanaba el cuerpo hermoso de Layda. Había una razón bien distinta, más enrevesada, más típica del verdadero monstruo que respiraba dentro de mi hermana: simplemente se había enterado de que el nigeriano, haciendo uso de las facultades que le confería su credo musulmán en lo tocante a disponer de hasta cuatro mujeres, se revolcaba con una trigueña, igual de puta o más puta que mi hermana, y dicen que incluso más bella, conocida en toda la universidad como Magda Agujero Negro. Del mismo modo en que Layda cargaba el vicio de coleccionar bichos raros en todas sus variantes humanas y no humanas, esta Magda coleccionaba a sus amantes por el tamaño de sus miembros, plantando la cota mínima de selección en los 25 centímetros de pene. Y aunque en realidad tampoco la infidelidad musulmano-nigeriana era la causa real del adiós al negro, el hecho de que la tal Magda sí había logrado engullir con su vagina la anaconda del africano en su más elongada y rotunda humanidad fue lo que desencadenó que mi hermana lo despidiera de su vida, y de nuestra casa, como se dice por “esos podridos mundos” –palabras de mi madre–, con una soberana patada por el culo.
—Esto es obra tuya —me dijo, los ojos clavados en mi cara, sus dedos apretando la patilla babosa del sapo dálmata —en eso se había convertido el bicho, abandonando su cegador tono albino bajo el impacto de mis agujas.
—Soy un elegido —contesté, aguantándole la mirada e intentando parecer orgulloso—. Esa mierda no es obra mía —desilusionado de haber pasado tanto trabajo tatuando mi nombre en la panza de aquel bichejo blanco, para que mi primera obra maestra terminara convertida en tal emplasto chapucero.
—Eres un cabrón enfermo, ¿lo sabías?
—Compartimos ese hobby, querida hermanita.
E intenté defenderme. No había compartido ni con mi sombra mi decisión de hacerme tatuador. ¿Cómo podría imaginar Layda que aquella chapucería había salido de mis manos?
—¿Qué te hace pensar que eso lo hice yo? —le solté, realmente indeciso, por lo cual en vez de mirarla a la cara hundí mis ojos en la pequeña semilla de sus pezones, dos ojillos que me observaban, empinados hacia mí, bajo la transparencia de su bata de dormir.
—Pues la puta coincidencia de que llevemos dos días solos en esta puta casa y de que no puedo imaginar a los cabronazos de mamá y papá haciendo una mierda como esta. ¿Lo haces para vengarte, pajero cabrón?
Y, sin esperar respuesta, me tiró a la cara el sapo, ya muerto, frío, pegajoso.
La venganza suele brotar de la rabia ciega. Y puede considerarse algo incluso racional en un alma herida, abandonada, resentida como la mía. Analicemos la escena: Mi madre en un Congreso Internacional de Enfermería en Canadá, mi padre en una gira de trabajo de la cancillería por el Medio Oriente –ya se sabe, hay que husmear el petróleo allí donde brota, que es más puro y barato– y Layda dormida, desnuda entre las sábanas de su cama –esto de la desnudez de mi hermana, aclaro, no es repetición morbosa sino fidelidad a la fobia que ella sentía por colgarse un trapo encima mientras andaba por casa... En palabras sencillas: el entorno perfecto.
Sigamos analizando: se levantaba cada mañana, y en ese culto que ella misma rendía a la perfección de su cara y de su cuerpo –detalle en el que dejaba detrás, a cientos de años luz de distancia, a la madrastra de Blancanieves con su ridículo espejito mágico–, luego de oírla soltar una sonora y larga meada, sentía sus pasos cruzando el pasillo hasta llegar frente a la puerta de mi cuarto para bajar la escalera, rumbo a la cocina, en la planta baja, y allí abría la nevera, buscaba la jarra donde conservaba su pócima dietética mañanera y, acto seguido, con el vaso en la mano, atontada por quién sabe qué pensamientos –seguramente sucios como su alma sucia– caminaba hasta la puerta del patio y, mirando a los abedules que mamá había plantado allí, se bebía lentamente aquel jugo de zanahoria, manzana, naranja y jengibre, mejunje de sabor indefinible y desagradable que sólo una masoquista como ella podía tragar… En resumen: las circunstancias perfectas.
Sentí el golpe de la caída y bajé.
Habría que decir que esperaba ese golpe, esa señal. Aunque sería más exacto si dijera que sentí el crash que escapó del vaso al romperse contra el camino de piedras planas que mi padre trazó hasta la caseta de las herramientas, en un costado del patio días después de habernos mudado a esta casa.
La cargué en mis brazos unos minutos después. A un par de metros de la puerta de la cocina. El cuerpo, cubierto únicamente por la túnica de seda transparente que tanto le gustaba, se había desmadejado entre el césped recién cortado y las brujitas blancas que el jardinero plantara meses atrás a lo largo del camino de piedras. Como si hubiera salido buscando el aire que le faltaba a sus pulmones. O el equilibrio que le faltaba a su cuerpo. O esa fuerza que se le escapó como una lagartija asustada entre las yerbas y la hizo derrumbarse en idéntica caída a la de las torres gemelas en el corazón mismo de la capital del mundo.
Para seguir analizando el escenario, sólo por el interés que tengo de que se entienda la perfección de mi plan, ya lo he dicho antes: entorno perfecto en circunstancias perfectas, debo ser sincero y reconocer que el desmorone de mi hermana en el patio se debió a la mezcla de barbitúricos que eché la noche anterior en la jarra de su pócima, convencido de que ni siquiera una experta en tragarse tal porquería de asqueroso sabor, y ella lo era, lograría descubrir el saborcillo que le concedía a su jugo mi agregado soporífero.
—¿Qué coño haces, pajero? —dijo, al abrir los ojos, cinco o seis horas después.
O eso creí entender. Su lengua, como la de los borrachos, se resistía a moverse con libertad y sus palabras llegaron a mí pegajosas, confusas, aunque eso sí, llenas de asco y rabia: sólo había que ver sus ojos.
—Serás mi obra maestra —y le sonreí, burlón.
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Amir Valle (Cuba, 1967) Escritor y periodista. Su extensa obra literaria, que se incluye en los programas de estudios de las más importantes universidades de Europa, Asia, África, Estados Unidos y Latinoamérica, ha sido elogiada, entre otros, por escritores como los premios Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, Herta Müller y Mario Vargas Llosa. Saltó a la fama internacional por el éxito de su libro Jineteras (título con el que Planet publicó originalmente en 2006 su libro Habana Babilonia o Prostitución en Cuba) y su novela Las palabras y los muertos (Seix Barral, 2007, Premio Internacional de Novela Mario Vargas Llosa 2006). Su libro Jineteras/Habana Babilonia, hoy con ediciones en numerosos idiomas, fue galardonado con el Premio Internacional Rodolfo Walsh 2007, a la mejor obra de no ficción en español publicada en 2006. Igual impacto crítico ha tenido internacionalmente su serie de siete novelas policíacas "El descenso a los infiernos", sobre la vida marginal en Centro Habana. Es autor de más de 30 libros en los géneros de cuento, novela, ensayo y periodismo. Su libro más reciente es El aliento del lobo. La Stasi, el muro de Berlín y la vida de nosotros (Oberón/Anaya, 2024). Actualmente vive en Berlín, donde trabaja como periodista.