Fragmento de la novela "Amira"
ANA SCHEIN
Capítulo I
Beirut, marzo de 1988
Esa mañana no sonaron sirenas, no hubo gritos ni lamentos. Tampoco llegaban ruidos desde la cocina. Cal- ma. Una calma mansa que la asustaba. La noche anterior, Amira se había dormido arrullada por el silencio del toque de queda. En unos minutos, el sol aparecería a lo lejos, más allá del árbol de morera, a la izquierda de las cúpulas amarillas, descascaradas, de la mezquita.
Abrió los ojos, le costó reconocer las sombras en su habitación: la silla de caoba con la ropa que Rayzel se pondría a las siete en punto, el escritorio de madera oscura donde guardaba sus lápices y cuadernos, la puerta del ropero, también de madera marrón, casi negra.
—¿Qué hora es? ¿Estás despierta? —preguntó Rayzel.
Amira no contestó.
—Tus ojos brillan en la oscuridad.
—¡No me asustes! —dijo Amira y estiró la mano para encender la lámpara que separaba ambas camas; luego miró el reloj—. Las seis.
—Déjame dormir un rato más. Y no pienses tanto. No pienses, haces ruido cuando piensas. —Rayzel se giró. Unos minutos después, roncaba.
Amira cerró los ojos, pero su cabeza no le daba respiro.
Una hora más tarde, cuando Rayzel se levantó, ella se mantuvo inmóvil, apretando los párpados. No quería tener que dar explicaciones de por qué estaba desvelada. Ni siquiera pestañeó. Se concentró en su respira- ción, lenta y suave, y en los sonidos que produjo el roce del suéter gris acariciando el torso desnudo de su her- mana, la misma prenda deshilachada que llevaba semana tras semana; le siguió el golpe seco de los pantalones contra el suelo y el recorrido de la tela estrecha subiendo por las largas piernas y las caderas contorneadas.
A las siete y media, Rayzel debía llegar al mercado. Si durante la noche habían sonado las alarmas, el señor Omar la pasaba a buscar a las ocho y cuarenta en su camioneta. Esos días las persianas metálicas se subían a las nueve, aunque el público nunca llegara antes de las diez. Nadie se atrevía a confesarlo, pero el miedo los paralizaba hasta media mañana. Los hombres nunca confiesan que tienen miedo. Rayzel no se calzó los zapatos; los llevaba en la mano: los negros, acordonados. Escondió la medallita de la Virgen en el sostén y tomó el bolso antes de dejar el dormitorio, de puntillas.
Amira la oyó preparar café en la cocina: ruido de platos cascados, la taza en el fregadero hasta que, por fin, el sonido de la puerta cerrándose tras ella. Esperó cinco minutos y se levantó para abrir las cortinas. Apoyó la cara contra el vidrio frío: el cielo estaba gris, al igual que las calles y las aceras, salpicadas de sombras en colores tenues, jóvenes pedaleando en bicicleta, hombres que tiraban de carros cargados de fruta para hacerse un lugar entre unos pocos automóviles. Luego, con esfuerzo, levantó el vidrio. El chirrido del metal hizo que su cuerpo menudo se sacudiera. Apenas asomó la cabeza, la vio caminar entre bolsas de basura y restos de escombros; el cabello rojo de Rayzel se sacudía al compás de sus pasos sin que ella prestara demasiada atención al recorrido. Chocó con una mujer de burka negro. Amira tuvo miedo de que comenzara una discusión. Más de una vez, cuando la acusaban de andar distraída, Rayzel, señalándoles la cara y casi tocando la tela del burka, contestaba: «Agrande el agujero, señora. Lo que pasa es que no ve». Su actitud desafiante, el pelo suelto, los ojos turquesa delineados siempre de negro, la soberbia y el tamaño de sus senos, eso que tanto codiciaban los hombres, era lo que molestaba a las demás mujeres.
La mujer del burka cruzó la calle. Amira sintió frío, pero no quiso cerrar la ventana, se mantuvo quieta, observando a la gente, los árboles, los colores y la figura, cada vez más pequeña, de Rayzel. Claro que estaba haciendo lo correcto, ¿o no? Su obligación era para con su madre antes que con Rayzel. «Primero viene la ma- dre, luego la hermana.»
El día anterior, cuando Amira estaba cruzando la puerta de casa, después de dejar los zapatos a un lado, oyó la voz de su madre:
—¿Ya estás aquí? ¿Tienes mucho que estudiar? ¡Ven a comer!
Así había empezado todo. Dejó sus cuadernos en el cuarto, se lavó las manos y fue hasta la cocina. Su madre estaba de espaldas, con el cabello enrollado en una pinza de carey, la misma con la que había intentado domar los tirabuzones rojizos de Rayzel en las épocas en que esta se dejaba peinar.
—Siéntate, ya casi está —le advirtió mientras acomodaba los aros de cebolla en el guiso.
Había preparado moghrabieh con garbanzos y pollo. Las sombras se dibujaban en las paredes de esa cocina sin ventanas; la luz azul de la llama y las tres velitas blancas frente a la imagen de la Virgen María eran sufi- ciente para verse las caras.
La madre sirvió dos platos y se sentó junto a Amira.
—Mañana quiero que acompañes a Iris al hospital
—le pidió mientras le entregaba una cuchara.
—¿La señora Iris tiene que ir al hospital? ¿Está enferma? —Amira dejó la cuchara sobre el mantel—. ¿A qué hospital? Preferiría no ir. Yo sé que no tiene familia, pero un hospital... No sé si quiero ir. ¿Nadie más la puede acompañar?
La madre la interrumpió enseguida:
—Sabes que yo no puedo ir. Y tú no tienes clases.
—¿Y si se lo pedimos a Rayzel? Ya sé que va a decir que no. —Amira movió la cabeza de lado a lado, pen- sando en nombres de posibles voluntarios.
—Hay un médico al que visitar. Se llama Pierre Dubois. Solo hay que convencerlo para que venga el viernes a cenar. Es todo lo que hay que hacer. Convencerlo antes de que regrese a Francia.
Amira quiso preguntar algo más: «¿Otro candidato para Rayzel?». Oyeron el ruido de la puerta y el retumbar de unos zapatos contra el suelo de madera. La madre se llevó el dedo índice a los labios.
—Ya estoy aquí —gritó Rayzel—. ¡Moghrabieh! Se huele desde la escalera.
Rayzel entró en la cocina y se lavó las manos en el fregadero. Encendió la luz y se sentó.
—¿Por qué estabais a oscuras?
—No estaba oscuro cuando tu hermana ha llegado del colegio —mencionó la madre y se levantó para servir otro plato.
Rayzel mojaba el pan en el guiso. Hablaba con la boca llena, contando los últimos chismes que había oído en su trabajo.
—La esposa del señor Omar está otra vez embarazada. Él anda preocupado. Parece que ella solo quiere dormir. Y las niñitas cada día están más traviesas
—Rayzel seguía hablando con la boca abierta. Luego se sirvió el agua azucarada de la compota.
—Claro que necesita ayuda. Me acuerdo de cuando vosotras erais pequeñas, una corría para un lado, la otra para el otro. Era imposible salir a barrer la acera. Menos mal que mamá me echaba una mano y os cuidaba.
—¿Y para qué tenías que salir a barrer la acera?
—Rayzel dejó de comer y la observó—. ¿Quién sale a barrer senderos de tierra?
—Salíamos todas las vecinas al mismo tiempo. Barríamos y conversábamos. Ahora que tantos se han mar- chado, ya no tiene sentido asomarse a la puerta. Me gustaba ir a encontrarme con ellas. ¡Desde que tu padre murió, todo ha cambiado tanto!
Amira no tenía ganas de seguir escuchando, así que se apresuró a hablar:
—¿Necesitáis ayuda con los platos? Porque tengo que preparar unos trabajos para el colegio.
—Deja, deja. Yo me encargo —comentó la madre.
Luego se dirigió a Rayzel—: Pregúntale si quiere que Amira vaya unas horas de niñera. Ojalá diga que sí. Lo que le paga por los fines de semana no es suficiente. Dile que en lo que llevamos de mes solo me han dado una docena de camisas para coser en la tienda.
Amira hizo como que no había oído esas palabras. Una vez en su habitación, las voces ya casi no le llegaban. Abrió el libro de Historia en el capítulo sobre el comienzo de la guerra, las peleas con Palestina y la invasión de sus tierras. ¿Por qué estudiar aquello que ya sabía? ¿Qué necesidad de poner en un libro lo que todo el tiempo se repite en las calles? Dos párrafos después, buscó un lápiz y un papel. Solo quedaba un sobre; escribió el nombre de Jamal, luego completó sus datos en el remitente, entonces empezó a redactar la carta.
Cuando media hora más tarde Rayzel entró en la habitación, Amira supo que su hermana se iría a dormir sin conocer todos esos planes que giraban en torno a ella.
—¿Te molesta si me quedo escribiendo? Es solo un párrafo.
Rayzel hizo que no con la cabeza.
—Escribe lo que quieras. Estoy tan cansada. Hoy me ha hecho mover cajones como si fuera un hombre más —dijo mientras extendía el pelo rojo en la almohada. Se durmió inmediatamente.
Amira se quedó contemplándola. La luz de la lámpara iluminaba la cara de Rayzel, delineando sus cejas perfectas, sus pómulos marcados y el pelo que escapaba de entre las mantas como si quisiera tocar la madera del suelo. Se hizo la misma pregunta que se repetía cada vez en esos momentos de intimidad: «¿Qué llevó a mi madre a parir dos hijas tan distintas?». Ella, pálida, menuda; su hermana, de piel dorada y curvas armoniosas.
Esa noche, Rayzel se durmió sin saber los planes de su madre.
Al día siguiente, se fue a trabajar todavía sin saber. Cruzó la calle sin saber. Se chocó con la mujer del burka sin saber. Amira, con la ventana todavía abierta y los brazos entumecidos por el aire frío, decidió que iba a regresar a la cama. Luchó otra vez con el cristal. Percibió el mismo chirrido, largo y doloroso. Rayzel había desaparecido entre los carros de fruta, los burkas y unos pocos troncos lechosos. Miró el reloj, eran las 7.25. En diez minutos, su hermana ya estaría en el mercado.
Se tapó con la manta; tiritaba de frío, pero no quiso hacer ruido. Esperó callada. Cuando escuchó su nombre, caminó despacio. Iba en camisón, sin zapatos y con calcetines de lana.
La madre estaba de espaldas a la puerta, preparando una jarra de té negro. La luz que colgaba desde el techo se reflejaba en su pelo y multiplicaba por cien la cantidad de canas en esa melena todavía sin peinar. Amira se acercó para ajustar el grifo y frenar las gotas que caían sobre la loza manchada del viejo lavamanos.
—¡Ah! No me había dado cuenta de que goteaba. Siéntate que te sirvo —le dijo la madre cuando la tuvo a su lado—. Siéntate —reiteró mientras se acomodaba el chal sobre el camisón.
El azucarero y los cubiertos estaban ya en la mesa. La mujer arrimó una silla y sirvió dos tazas. Entonces pasó la mano por la cara de su hija. Comentó algo acerca de sus ojeras.
Amira recordó lo que siempre repetía su abuela:
«Las decisiones de los padres no se cuestionan. Se aceptan». Había crecido oyendo esas palabras. Quizá ya era hora de rebelarse.
—Lo he estado pensando. Mamá, a mí no me parece bien. No he podido dormir de tanto pensar.
—¿Qué es lo que hay que pensar?
—No me parece bien. Y no quiero ir a ese hospital.
—¿Qué no te parece bien? ¿Que tu hermana pueda dejar esta vida atrás? ¿Que se mude a un país que no está en guerra? ¿Que se case con un médico y este la tenga como una princesa?
—¿Por qué crees que se va a casar con ella? ¿Porque mide cien de pecho? ¿Porque tiene ojos claros? París debe de estar lleno de mujeres como ella.
—Démosle una oportunidad al médico, hija.
—Este es el tercero. ¿A cuántos más vamos a timar? La madre se secó una lágrima con el puño del camisón.
—No lo entiendes, no lo entiendes —decía.
Amira fue eligiendo las palabras poco a poco, sin dejar de escuchar las mismas frases de siempre, las que salían de la boca de su madre cada vez que alguien no acataba sus órdenes: que estaban solas, que nadie cuidaba de ellas, que no había sido fácil sacarlas adelante, que en el Líbano nadie se ocupa de los muertos, menos aún de las viudas y de sus hijos.
—Es que no sé qué le tengo que decir al francés ese.
¿Y si no me quiere recibir?
—No te preocupes, Iris se va a encargar de todo. Ella sabe bien cómo tratar a esos extranjeros —señaló la mujer. Y, ya con los ojos secos, estiró la mano para pasarle a su hija la panera de mimbre.
—Pero si la señora Iris sabe lo que tiene que decir,
¿para qué tengo que ir yo? ¿Y a qué hospital?
—Es lo menos que podemos hacer por Iris. Quiero que la ayudes a subir y bajar del autobús y que la tomes del brazo cuando caminéis por la calle. Al Roum. Iréis a Al Roum.
—No me gustan los hospitales. ¿Y si me desmayo?
¿Y si la señora Iris tiene que cargarme de regreso al autobús? ¿Qué clase de ayuda sería esa? Todos dicen que soy débil. ¿Sabes qué pienso yo? Éter, sangre y muerte: esa no es una buena combinación.
La madre no contestó. ¿Qué necesidad de recordar el porqué de esos temores? Aunque no dijeron nada, las dos revivieron la misma escena: una mañana fresca de enero, cuando Amira tenía seis años, su madre las había despertado a gritos, Rayzel dormía aferrada a un osito de tela. La mujer las vistió deprisa; salieron sin siquiera lavarse la cara. Lo único que le oyeron decir cuando el autobús llegó fue: «Nos sentamos juntas. Nada de andar eligiendo». Sacó del bolso un paquete con hojas de parra rellenas de carne y arroz que habían sobrado de la cena. Comieron calladas, mirando a la gente a través de las ventanillas; jugaban a buscar ojos detrás de los velos. Visitaron siete hospitales en tres días. Nadie sabía dónde estaba su padre. La madre lloraba por las noches.
Durante esos días, la radio de la cocina estuvo siempre encendida. La madre pelando berenjenas, limpián- dose la cara con el puño de su vestido. Ni Rayzel ni Amira tenían permitido abrir la boca, nadie podía tapar la voz del locutor. El padre había viajado a Damour para entregar cajones de frutas y hortalizas; por aquella época, conducía un camión de reparto, hacía poco que le habían dado la baja en el Ejército. Pasó la noche en un hostal barato. Cuando despertó, se encontró con una ciudad sitiada: la Organización para la Liberación de Palestina llegó con más de cinco mil hombres; las calles se bañaron de sangre. Destruyeron edificios públicos, profanaron tumbas en el cementerio cristiano. Enseguida se cerró el camino de la costa que une Damour con Beirut: heridos y agresores quedaron incomunicados. Una semana después, regresó. Contó que se había arro- jado al mar, se había mantenido a flote abrazado a un tronco durante más de tres días hasta que fue rescatado. En la televisión y la radio solo se hablaba acerca de ese episodio en el que murieron más de quinientos libaneses, y al que bautizaron como la masacre de Damour. El ruido del agua corriendo por las tuberías llevó a Amira de vuelta a la mesa de la cocina. Su madre estaba lavando los platos. En la radio sonaba una de esas canciones tristes de Melhem Barakat. Otra radio más nueva. Noticias parecidas.
La madre la miró. Se secó las manos con un paño.
—Vamos, que se hace tarde. Iris ya debe de estar esperando por ti. Tenéis que estar en el hospital antes del mediodía. Termínate el té y la tostada.
—¿Cuándo se va a enterar Rayzel de todo esto? ¿No debería ser ella la que acompañase a la señora Iris?
—Ya hablaré yo con tu hermana, pero primero hay que convencer al médico.
¿Qué sentido tenía empezar una discusión? La madre hablaría de su viudez, de la guerra, y remataría con una de sus frases favoritas: «Tengo miedo de que algo le pase a tu hermana. ¿Acaso no ves la forma en que los hombres la miran? Esta guerra ya se llevó a tu padre...».
Amira caminó hasta el cuarto arrastrando los calcetines de lana por el suelo de madera. Se vistió con el único atuendo presentable: un pantalón de paño y una camisa marrón. Buscó un abrigo de lana, también marrón. El abrigo y la blusa eran regalos de la señora Iris;nunca le habían gustado, pero no estaban en condicio es de andar despreciando nada. Dejó el abrigo sobre el bolso. Tenía que ser precavida: cuando el sol se ocultaba entre las nubes, el viento que llegaba desde la costa se tornaba desafiante. Quién sabe a qué hora estarían de regreso.
Se acercó al espejo. A pesar de todo, esa muchachita menuda, con su melena lacia y desteñida, era más afortunada que su hermana, la de pelo rojizo y mirada turquesa. Sintió pena por Rayzel, ¿qué iría a hacer tan lejos, allá en París, si el médico la aceptaba? Se quitó el colgante con la cruz de Jesús que siempre llevaba en el pecho, lo besó antes de guardarlo en el cajón junto a la carta a medio escribir. Ella tenía a Jamal, se iban a casar cuando él terminara el servicio militar obligatorio. Buscó una estampa en su bolso y le agradeció a la Virgen por haber sido bendecida de esa manera.
Y otra vez Rayzel vino a su cabeza. Debía de ser terrible casarse sin estar enamorada. Pasar los días y las noches, en especial las noches, al lado de alguien a quien no se ama, ya fuera francés o libanés. Necesitaba alejar esas ideas, aún faltaba cepillarse el pelo y calzarse los zapatos.
Ana Schein nació en Uruguay en 1970. Es abogada, escritora, editora y profesora de escritura creativa. Doctora en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad de la República, posee una maestría en la Enseñanza de la Escritura Creativa por la Universidad de Alcalá. Sus textos aparecen en antologías publicadas en España, Uruguay, Argentina y Estados Unidos. En 2018 fundó la Escuela de Escritura A2Vuelapluma y en 2020 la revista literaria Trazos, que ha publicado a más de 150 autores de habla hispana. En mayo de 2023 se publicó su primera novela: “Amira. Historias de mujeres”, editorial Universo de Letras. Presenta en la Feria Ni locas ni solas. Narrativa escrita por mujeres en Estados Unidos (El Beisman Press, 2023), un volumen que reúne el trabajo de 35 autoras ubicadas a lo largo del país. El cuerpo narrativo demuestra la solidez de la voz de la mujer en español y su trascendencia dentro del mundo de las letras estadounidenses.