ROLANDO MORELLI

 (Para Matías Montes Huidobro. Y para Yara González Montes. In memoriam).

 

          Nadie aquí lo vio venir, porque eso andaba seguramente pegado al cuerpo del hombre como otra sombra. ¡Una sombra sin sombra! Así debió haber sido desde hacía mucho tiempo: el hombre con su asunto, o al revés. Algunas veces no hay modo de saber qué cosa va primero, si un hombre o su problema. Fagúndez, de apellido. Por mucho tiempo lo llamaron «el de la Reserva». El ejército lo traía en sus modos y la gente seguía viendo eso. Lo habían mandado a la empresa expresamente, según se decía, para enderezar esto, y alguna gente lo miraba con roña. Al parecer, las cosas aquí no andaban como debían ser, o como se esperaba por allá arriba que anduvieran, bajo la administración del cojo Ordoñez. Fue entonces cuando a él lo enviaron para acá. Honorio Fagúndez se llamaba. Pues que llegó, dijo lo suyo, que todos escuchamos sin decir ni pío; empezó a botar alguna gente y a traer otra, y al final consiguió «enderezar» la empresa, por un tiempo. Los nuevos impusieron su modo, también en eso de cómo debía ser llamado, y de un día para otro pasó a ser «el del EMBELI», lo mismo que antes había sido «el de la Reserva». Su mujer, no. Llamaba con frecuencia por esto o aquello. Y no sólo a su despacho, porque él podía hallarse en cualquier sitio. Si era yo a responderle saludaba siempre, con mucha corrección, muy educada ella, y me pedía que le buscara enseguida al marido para hablar con él. Se trataba de alguna urgencia, de las cuales ella debía disponer un almacén propio. Ella lo llamaba «Fagundito» al teléfono, y tal vez, por eso mismo, algunos dieron en llamarlo «Facundito» «el del EMBELI». Al principio Facundito estaba en todas partes, como Dios mismo, perdonando la comparación. Luego las reuniones del Partido lo arrancaron de su puesto muchas horas, y las «tareas del Partido» parecieron absorberlo. A veces estaba, pero ya no se le veía como en el principio. Pasado un tiempo, pareció perdérsenos de vista. Estaba, (claro que estaba, metido en su despacho de «Jefe») pero apenas si se dejaba ver la cara. Delegaba cada vez más. Es decir, le encargaba esto o aquello a Chuito Martínez, que era su brazo derecho, y pronto tuvo que ser ambidextro. Chuito iba y venía entre la gente de la empresa y el Jefe, que parecía cada vez más distanciado, como encerrado en una fortaleza. El «problema», naturalmente, no se había ido a ninguna parte, en todo el tiempo que estuvo aquí. Siguió haciéndole compañía día y noche, imponiéndole exigencias, seguramente cada vez más difíciles de cumplir. En resumen, que, según ciertos indicios, el hombre había sido «iniciado» hacía mucho. Antes incluso del ejército. Y eso..., como bien sabe cualquiera, no es cosa de hoy sí, y mañana ya no. Había señales de eso. ¡Podían verse si uno sabía ver! Esto ya provocaba rumores. Se predicaban cosas. ¡Contradictorias! Uno las intuía a veces. Llegó a decirse que fue enviado a la EMBELI, no con la finalidad de enderezar nada, sino por falta de confianza en él, de parte del Partido, pese a su historial de combatiente. Era fácil imaginarse también mil razones, aquí donde tanta suspicacia prende y se propaga como la yerba mala. No faltaba, quien dijera que era informante, “chivatiente”, “lengua” de la Seguridad. No es que se dijeran abiertamente estas cosas. Las malas lenguas se cuidaban de decir nada. Se rumoraba entre dientes, con subterfugios, entre gente probadamente maledicente. De confianza. Hasta que llegó a escribirse en los inodoros: «Facundito, chiva», «Malasangre». Eso fue la causa de algunas reuniones del personal con Chuito y la administración, a las que Facundito no estuvo presente. Ramoncito Lechuga, Ricardo Inclán y «Glicerina» se ofrecieron a borrar las pintadas ésas, y si aparecía la pintura, a pintar de paso las paredes de los baños. Un tiempo después de borrados los letreros, cerraron los baños inexplicablemente. Se dijo que por cuenta de los rótulos acabaron de cerrarlos todos. Cuentos deben ser esos, seguramente —digo yo—. Sin dudas los cerraron por lo mismo que se han acabado los baños públicos en todas partes. Por cualquier razón o por ninguna. Reparaciones urgentes. «Cerrado hasta nuevo aviso». Porque sí, y porque no. Porque no hay agua corriente; porque no iban a poner un policía en cada baño para tenerlos controlados con eso de que la gente escribe cosas, y aún peor; porque no señor, el que quiera y tenga necesidad que se vaya a su casa a hacer lo que sea de obligación..., y si no, que se fastidie... Pero ese asunto de los baños de la empresa y de las reuniones convocadas por Chuito, como tantas otras cosas que suceden, o sucedieron, es nada más que circunstancia. La gente de hoy, que ya no es ni remotamente como era la de antes, no señor, se pierde a veces en cuatro palmos de tierra, y juzga de lo que no sabe, sin disponer de todos los elementos, porque la cuestión es llegar a una conclusión. Yo, nada sé del asunto. Confieso mi ignorancia. Lo que sí puedo asegurar, es que después del rebumbio que se armó a consecuencia del sucedido, uno puede estar seguro de que ahí lo fundamental, era el hombre con su problema. El modo como el problema precedía al hombre, y éste supeditaba todo eso, a otras exigencias que contradecían o negaban la existencia misma del problema. En algún momento, tuve la impresión de entrever de lo que podía tratarse, pero no habría podido afirmar nada. Tal vez, al fin el hombre fuera al encuentro de su problema, después de tanto andar sacándole el cuerpo. Esto que se ve aquí, antes de ser «la Empresa» había sido una ferretería. Ya no hay ferreterías ni nada parecido, claro. ¡De esas cosas ya no hay! Se acabaron también, pero yo sí le puedo decir que sé lo que es una ferretería, y de lo que consiste. Siempre fue una ferretería, bien que me acuerdo. Desde el año doce que se abrió. (Lo sé porque ese fue el año de la guerra de los negros. Yo aún era un muchachito, pero luego se oyó hablar mucho del asunto ése, durante años. Como que no fue aquello poca cosa, no señor). El primer dueño fue uno de los D’Abraldes Holberg, en sociedad con uno de sus primos, gente de mucha consideración y dineros. A Bernardo, el primo, lo conocí bien luego. ¡Buenísima persona! Por H o por B la sociedad se disolvió pronto. Luego, la ferretería con todo, pasó a manos del gallego Joaquín Meneses que le dejó el nombre que había tenido: «La casa de los cuchillos», pese a que en ella podía encontrarse de todo: desde un alicate hasta una tachuela. Ahí mismo, en ese patio que se ve, y existió siempre, se produjo una trifulca por cualquier tontería, y resultó muerto por arma blanca el rubio Vittorio Palermo a manos de su mejor amigo Serafín Sierra. El gallego Meneses había habilitado el patio con un par de mesas de mármol, y ocho sillas para acoger a algún amigo que pasara a visitarlo, mientras su hija Begoña o su hijo Mauricio quedaban a cargo del negocio. Un emparrado que disponía su sombra de hojas y algún que otro gajo de uvas moscatel sobre los hombres, les servía de cobijo. El propietario ofrecía cervezas frías, pues casi ninguno de los hombres mostraba su preferencia por el vino. Y tampoco faltaba una tacita de café recién colado. En este lugar que digo: quítese ahora la parra y todo lo demás, sucedieron los hechos. De eso, entonces, como ahora de nuestro asunto se habló mucho. Conjeturas, especulaciones; de todo en vista de tan extraño como pavoroso suceso. ¿Y no será, digo yo, demasiada coincidencia, que aquí mismo, donde estuvo la ferretería, y ocurrió el hecho sangriento que pocos habrá que puedan recordar, hayan decidido instalar la «Empresa de Bebidas y Licores», más conocidapor la EMBELI? ¡Vamos, esas siglas son casi una declaración! Pocas palabras dirían tanto como esas letras reunidas. Luego, ponga usted que al hombre al que colocaron al frente para administrarla, fuera este hombre, y no otro cualquiera. ¿Casualidad? ¿O el extraño destino que debía corresponderle, por más que lo eludiera? Desde su llegada a la «Empresa», hay que decirlo, le cayó «atravesado» a casi todo el mundo. No era respeto lo que inspiraba, sino miedo, o más bien, recelo. Se imponía porque después de todo, él no era él, sino otra cosa: el director, el jefe, el «de la Reserva», que se dijo entonces… Llegó con su don de mando y dispongo, según se esperaba que fuera. Y dispuso que se hiciera esto o aquello, siempre de un modo contrario a como había sido hasta entonces. A veces parecía responder a alguna lógica. Por acabar, acabó hasta con las conversadas de los cargadores durante las horas muertas, cuando los hombres no encontraban en qué poner las manos, y se sentaban a fumar sobre las cajas, o los huacales vacíos.

 

          —En mi empresa no quiero majaseo de ninguna clase   —había dicho una vez, y había bastado—. Al que coja sin trabajar, ya lo saben... —y había dejado la frase allí como quien pela un cuchillo y lo deja que todas las miradas y los miedos lo ceben. Luego se llevó la mano a la faja y se acomodó el arma que portaba. No. Cuchillo no era. ¿Qué iba a ser cuchillo? Una Makaró con pelos y señales. Eso era lo que llevaba a la cintura. Había peleado en la Sierra, o en el llano... Ni él mismo hubiera podido decir por derecho dónde, cómo ni cuándo. Pero eso no bastaba a otorgarle el derecho que exhibía, o, por lo menos, no se esforzaba por ocultar. En fin, que todo sugería un misterio muy denso a su alrededor, hasta eso que no debería admitir misterios. Con el fin de penetrarlo, los suspicaces le daban nombres concretos, que entendían ser onerosos: «jara», «mono», «pincho», «mayimbeque» y hasta «lengua», eran algunos. Eso, sobre todo. Se conjeturó un tiempo si le correspondía ser «lengua», o era más bien, miembro pleno del aparato: «seguroso», con cobija de jefe de empresa. Se trataba de una sospecha bien fundada. ¿De qué otro modo, si no, llevar a la cintura una pistola como aquélla, bajo la camisa? Nadie parecía sospechar entonces, la cuestión del problema que lo chupaba como una lapa, hasta que el hombre se enfrentó a él, seguramente con la convicción de ganarle la partida. Allí, en la oficina que ocupaba en solitario debió ser. El hombre y el problema sostuvieron una larga conversación. Indudablemente larga y muy cargada de presagios debió ser. Hasta que sucedió, lo que ya era inevitable. Uno puede hasta imaginársela y todo:

          —¿Te piensas acaso, que puedes seguir así, indefinidamente, ignorándome como si yo no fuera tú? —le diría éste al hombre que lo tenía por intruso—. Mírame a la cara, chico, como los hombres.

Nadie llegó nunca a ver nada, es verdad. Rosario, la secretaria personal del Jefe, era la imagen misma de la lealtad, y la discreción personificadas. Quienes afinaban el oído tras las puertas, apenas alcanzaron a oír voces donde sabían que sólo la voz de Fagundito podía ser escuchada. Una o varias, lo mismo daba. En retrospectiva, siempre se habían oído voces. Ya nadie les prestaba demasiada atención. Entonces pasó lo que tenía que pasar, aunque causara una verdadera conmoción en la empresa, y fuera de ella. Este pueblo no es muy grande que digamos. Aquí todo acaba por saberse, o casi todo. Como consecuencia, se habló de homicidio premeditado, de un asesino oculto que madura su plan y lo acomete a sangre fría, cuando le parece más conveniente. Un suicidio, se dijo, habría sido concebible, si en vez del cuchillo clavado en el vientre —como los samuráis esos de las películas— la víctima hubiese echado mano a su pistola Makaró. Que conocía muy bien a su atacante —no cabían dudas— pues lo dejó hacer con impunidad, sin defenderse y sin siquiera sospechar hasta el último momento de sus macabras intenciones. (Ésta es la versión, más o menos oficial que ha circulado). Claro que decir, nadie ha venido a decir nada de nada. Aquí todo se resuelve siempre en rumores, hasta que algo definitivo como un zarpazo sucede: que arresten a alguno, que lo condenen por algo, cosas así. Después de los interrogatorios las cosas han vuelto a su rutina. A mí no me llamaron. Era lo natural ¿no? La EMBELI es, como se sabe, la empresa encargada del embotellamiento de todo lo que sea de embotellar. La empresa dispone de un nuevo administrador. Un hombre joven, de unos treinta años, jovial, bien intencionado. Ha caído bien enseguida. Todo vuelve a su ritmo tarde o temprano, eso no falla. Se ha hablado, por lo bajo, de una nota que el muerto habría dejado. No hay manera de asegurar quién dispone de semejantes detalles. Esto de la presunta nota, tendría alguna relevancia naturalmente, si se sospecha que la muerte correspondió a un suicidio, pero semejante interpretación ha sido descartada oficialmente. Lo que ahora se investiga es un crimen. Por eso, esto de los interrogatorios que ha traído a la «Empresa» patas arriba con suspicacias y maledicencias. Lo que más se acerca a la existencia de una nota procedente del presunto suicida es esa vieja factura, que da cuenta de la compra de un cuchillo, según dicen, correspondiente a la desaparecida ferretería donde hoy funciona la EMBELI. Pero todo eso habría que descartarlo como mera especulación, sin valor documental alguno. Palabrería de la gente que inventa lo que no sabe ni puede saber, o simple coincidencia. La factura da cuenta de una compra, que por la fecha y el lugar en que ocurrieron no tienen nada que ver con el lugar y la época del crimen. El año doce, ¿cómo iba a olvidárseme? fue el año en que se abrió aquí la ferretería que luego pasó a las manos del gallego Meneses. Esa factura debe haber quedado por ahí, traspapelada en algún lugar. «La casa de los cuchillos», ni más ni menos, así mismo se llamó, y después que cambió de mano así mismo siguió llamándose hasta el día en que se instaló aquí la Empresa estatal de Bebidas y Licores, más conocida por sus siglas: “EMBELI”. ¡Esas siglas! A lo mejor nunca llega a saberse quién pudo cometer ese crimen —si se establece que fue eso lo que pasó— a menos que interese que nos enteremos.

Cada uno habrá llegado a las conclusiones que mejor le cuadren. La mujer también dispondrá de las suyas, con mayor conocimiento de causa del asunto. Dicen que se ha marchado de la casa de que disponían y ha ido a vivir otra vez con los padres. ¡Menos mal que no tuvieron hijos! Ésa sí que hubiera sido desgracia, dejar sin padre a unas criaturas, y sin explicaciones que ofrecerles, a la mano.

  

*Majaseo (en la lengua vernácula de Cuba, majasear significa trabajar poco, como arrastrando los pies; no rendir bastante en una labor; conducirse con indolencia. De la voz indo-taína majá, que designa a un tipo de boa cubana: majá de Santa María, hoy en peligro de extinción). 

*Makarov (nombre ruso de una pistola cuyo uso distintivo en Cuba correspondía a la Seguridad del Estado y otros cuerpos represivos del Ministerio del Interior). 

*Embele (voz de procedencia africana, significa “cuchillo” en la lengua vernácula de Cuba que emplean algunas capas de la población. No es de empleo común ni general. Nótese la proximidad de EMBELI (EMpresa de BEbidas y LIcores) y ‘embele’ cuchillo).


Rolando Morelli. Escritor cubano (Horsens, Dinamarca, 1953). Creció en Camagüey, Cuba. Narrador, poeta, dramaturgo, ensayista, editor y profesor universitario jubilado. Es editor general de la serie Dossier / Cuadernos monográficos, de Ediciones La Gota de Agua, con sede en Filadelfia, Pennsylvania (Estados Unidos). Entre sus títulos más recientes se encuentran los libros de cuentos En tabletas de barro y por otros medios, Cuentos argentinos de Cuba para un editor español, y la trilogía de relatos sobre el “Mariel”, Y el mar, de fondo. La revista digital venezolana, “Letralia, tierra de letras”, lo ha incluido entre los narradores de varios países que colaboran en el libro conmemorativo por el veinticinco aniversario de la publicación. La novela Historias que nunca nos contaron, constituye el cierre de una serie de novelas históricas, que arranca con «Lo que dura el estío» y se sitúa en la Cuba de 1820, teniendo por trasfondo los avatares que atraviesa la Constitución liberal española proclamada inicialmente en el año 1812. Entre ésta y su más reciente título en la serie, se extiende, a manera de puentes, una producción que busca, mediante la relación o restitución de las pequeñas o grandes historias personales, y los hechos y fechas olvidados de propósito, contarnos OTRA historia, marginada, borrada o ignorada, ésa que es moldeada o deshecha por la Historia oficial u oficiosa. Otros libros de relatos, y una compilación de la poesía del autor, aguardan publicación.

 

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