1924: Surtidores Pasionales

NEDDA G. DE ANHAL

¡Oh, los días pasados…!

¡Oh, los tiempos vividos…!

Agustín Acosta  

No podía olvidar los 1° de mayo en Varsovia, eran días sangrientos para la comunidad judía. Cuando los nacidos en Polonia de religión hebrea in­tentaban marchar al lado de los socialistas y co­mu­nistas polacos, éstos los rechazaban a golpes.

          Ella no sabría que en el futuro una película re­tomaría el mismo caso en un episodio sobre este re­pudio en una secuencia con Marlon Brando y Karl Mal­den donde un 1° de mayo los estibadores judíos se unieron peleándose por el derecho a participar en el desfile. Fue una batalla campal que esa vez gana­ron los hijos de Abraham para su satisfacción. Mas no to­das las historias tuvieron ese final pues el anti­semi­tismo polaco es hijo del temor al servicio del odio.

          Una vez, mamá fue testigo cuando dos niñas se escaparon para no ir a clases y fueron al parque La­sienski que estaba prohibido para los judíos. Quiso la mala suerte que esa mañana un grupo de estudiantes polacos fuera también “de pinta” al mismo parque. Todo fue verlas para que ellos em­pezaran a golpear­las.

          A un caballero mayor, elegante, con bastón, que acertaba a pasar, le gritaron: "Señor, por favor, ayúdenos. Mire el daño que nos hacen". Él contestó: "Y a mí qué me importan ustedes, asquerosas ju­días".

          La única manera de salir del lío era huir. No fue fácil, pero lograron escapar y mamá cuando re­gresó a su casa llamó a la redacción del periódico polaco-judío Nasz Pvzlglad para informar sobre el in­cidente, ya que una denuncia de esta índole no apa­recía pu­blicada en la prensa nacional.

          Este tipo de actividad fue un compromiso que destinó a hacer suyo. Cuando su maestro judío de his­toria fue vejado, ella, solidaria, lo seguía por las calles hasta entrar a la prisión, para así, poste­riormente re­portar el caso al periódico. Lo mismo acontecía cuando presenciaba el hostigamiento o la humillación de cualquier judío. El Taller de Gráfica del periódico Nasz encargado de reproducir las fo­tografías que sa­lían en los periódicos, era el lugar donde ella traba­jaba. Sus dueños, los Goldberg, sa­bían que si no apa­recía puntual al taller era por es­tar atareada en esos menesteres.

          El hogar de ese matrimonio situado en un ba­rrio elegante de Varsovia, era centro de reunión de poetas, pintores, y toda una suerte de intelligentsia que hablaba el yidish. La pareja la quiso como si fuera su propia hija. Habían perdido a la suya en cir­cuns­tancias trágicas y les quedó un hijo menor. An­tes de que mamá partiera a Cuba, el niño le dejó un obse­quio sorprendente: un poema en polaco escrito por él.

          ¿Y cómo surgió la idea de viajar a una isla tan remota? No fue el azar, sino una promesa. En 1925, su mejor amiga había conocido a seis estu­diantes que huyeron de Rusia. En su camino por Polonia estos jó­venes vivieron en una situación de extrema pobreza. La amiga hizo un préstamo mo­netario a uno de esos refugiados para que pudiese realizar un viaje a Amé­rica con la promesa de que en cuanto él consiguiera trabajo, devolvería el di­nero.

          Seis meses transcurrieron y la amiga recibió en Varsovia, desde Cuba, una carta de él, no sólo con la cantidad devuelta sino con una proposición matrimo­nial. Aceptó.

          A la hora que se despidieron, vino la pro­mesa con cierta carga sagrada. ¿Iría a visitarla a Cuba si ella lograba reunir el importe del boleto? Mi madre contestó afirmativamente. Ambas se dieron la mano. Antes de partir, hubo un intercambio de regalos: su amiga le obsequió su gramófono y mi madre, un óleo que había formado parte del salón de Scholem Alei­chem.

          La correspondencia entre ambas jugó un pa­pel mayor para que la presencia de América fuera mani­festándose en Polonia. Cuba, para la amiga, es­taba colmada de todos los atributos de la existencia que ella resumía como: "La isla de la eterna prima­vera".

          Era natural que mi madre concibiera una ac­ti­tud de simpatía hacia aquel pedazo de tierra ro­deado de mar por todas partes. Empezó a prepa­rarse para el futuro viaje. De los retazos que el abuelo Zelman dejara, tomó una franela de colores y se hizo un cha­leco. Adquirió telas para tres vesti­dos; uno de mari­nera. La abuela Sara se angus­tiaba. Todas sus hijas, incluida la menor, habían viajado a Dubrovnik, a Viena y a otras ciudades eu­ropeas en distintas oca­siones, pero la segunda, mi madre, era la única que no había salido de Varso­via. La paradoja de la lejanía la agobió: si su hija no había salido siquiera “a la es­quina” –metafórica­mente hablando– ¿cómo iba a ser capaz de viajar sola a un lugar tan remoto?

          Llegado el momento de marchar a esa isla no­velesca, Sara, para confundir a cualquier espíritu exaltado que su hija conociese durante el trayecto, le dio una argolla matrimonial. ¿Cuál fue la enco­mienda principal? Mi madre podría disfrutar su es­tadía el tiempo que quisiera pero con la condición de regresar a su país natal. Su hija estuvo de acuerdo. Una gran dicha la invadía. Por fin, iba a realizar un sueño de infancia: viajar en tren.

          Ella vivió enamorada del silbato de los trenes. En La Habana adoraba escucharlos. Y cuando tuvo que abandonar la Isla para emigrar a su hogar final, una de las cosas que adoró de México fue precisa­mente la cercanía con las vías de un ferrocarril. La serenata de continuos silbatazos era un canto de ilu­siones a sus deseos de infancia. Cuando ya no se puede viajar de modo real, ¿queda el recurso de transportarse a través del sonido?

          Mi madre recuerda aquel su primer viaje en tren y barco como una de las grandes hazañas de su vida. ¿Cómo lograrlo si las relaciones entre Polonia y Alemania no eran cordiales? Para realizar su sueño, tuvo que librar batallas en contra de la buro­cracia. Recibió ayuda de la señora Goldberg, quien la puso en contacto con un alto personaje en uno de los Mi­nisterios.

          En su pasaporte aparecía escrito bajo el rubro de religión: "Hija de Moisés". Y esto último era el ver­dadero y gran obstáculo.

          Con tono decidido que se contraponía con sus aprehensiones, ella exigió:

          —Necesito que me expidan un permiso para viajar en tren de Varsovia a Berlín.

          El personaje del Ministerio la miró detenida­mente. Revisó los documentos y contestó zala­mero:

          —Dejar salir a una muchacha tan simpática como usted, no debería.

          Pero le dio el permiso. ¡Qué acontecimiento! La familia por entero fue a despedirla en la estación del tren internacional, donde ella vestida con su traje de marinera viajó sola en su compartimiento.

          A su llegada a Berlín, como era costumbre de la época, la esperaba un delegado de turismo. Era un señor mayor, de aspecto conservador, el de un pro­fesor universitario quien la paseó por Berlín en­señán­dole todos los lugares de interés. Esa noche durmió en un hospicio atendido por monjas cuyos uniformes eran tan blancos como blancas eran las sábanas de su cama. Mientras intentaba conciliar el sueño, llegó a la conclusión de que si se había atre­vido a hacer ese viaje, no era tan tímida como creía serlo.

A la mañana siguiente, el delegado vino a bus­carla y la dejó en la estación del tren que la llevaría a Hamburgo donde tomaría el barco con destino a Cuba. El año era 1929; el mes, febrero; el nombre del navío provenía de un río mexicano: Pánuco. Cu­riosa­mente, su primer recuerdo de esa travesía no tuvo que ver con el ancho mar sino con dos hom­bres con gorra –signo inequívoco de elegancia en aquel enton­ces– que la estaban observando no bien pisó la cu­bierta. Ella se asustó. En realidad, como después se aclararía, uno era doctor, pasa­jero del barco, y el otro, su hermano que lo acom­pañó para despedirlo.

          La música que tocaban las bandas en aque­llos navíos era el preludio a un todo colectivo de exalta­ción. Cumplía el encargo de animar a los via­jeros que iniciaban una travesía para desposarse con el mar.

          Mi madre viajaba en clase turista, y el doctor de la gorra, en primera. De acuerdo con esa clasifi­ca­ción, estaban destinados los asientos de los pa­sajeros en el comedor. En la primera clase, la mesa era sólo para seis comensales. Quién sabe qué tipo de arreglo habrá hecho el doctor para esa noche y las siguientes, porque el tiempo que duró la trave­sía se sentó en una mesa de primera con el doctor colocado frente a ella. Él encargó cerveza para los seis viajeros; para mi ma­dre fue la primera vez que probaba esa bebida.

          El viaje fue transcurriendo como sueño. El ocio, la calma, la infinitud del tiempo, remarcaban la divi­nidad del mar: los pasajeros alegres o tristes ju­gaban a ser felices.

          El doctor invitó a mi madre a que viera su equi­paje. La visión de tantas maletas tenía un sig­nificado que se explicaba por sí mismo: dar a en­tender que era pudiente. No pasó mucho tiempo sin que el doc­tor, de origen alemán, se le decla­rara. Mi madre con­testó que lo lamentaba pero su meta era ir a Cuba. El orgullo de aquel hombre fue herido en el centro mismo de su vanidad porque contestó: "Nunca ima­giné que una muchacha de Polonia fuera a recha­zarme".

          Mas tal vez sea la frase de un oficial alemán del barco, la que resuma lo que muchos descubrían en esa bella joven, que con su vestido de marinera solía pasearse por la cubierta: "En 25 años que surco el mar no he encontrado una mujer como us­ted".

          El doctor y mamá se despidieron amigable­mente. Ella arribó a Cuba y él prosiguió su viaje a México. Pero el asedio continuó en alemán a través del género epistolar. En algún espacio escogido en la página, él siempre escribía en polaco: "Te amo".

          Si mi madre finalmente se mudó a México, ¿se encontraron en alguna ocasión? Sí. Muchos años más tarde en una fila para adquirir boletos en un cine, mi madre, ya viuda, lo reconoció. Él iba acompañado de una señora, probablemente su es­posa. Fue un en­cuentro estéril. Él, por estar al co­mienzo de la fila no la vio y ella no se acercó a sa­ludarlo.

          Aquella gran luchadora de joven, ahora, en su tercera edad, sabía escoger sus batallas.

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Nedda G. de Anhalt. Narradora, poeta, periodista, traductora y crítica literaria y cinematográfica. Nació en La Habana en 1934 y se naturalizó mexicana en 1967. Entre sus libros se pueden leer, en narrativa El correo del azar y A buena hora mangos verdes. En entrevistas Rojo y naranja sobre rojo, Dile que pienso en ella y Cubanos. Es autora de los ensayos Encuentros con Cabrera Infante y  ¿Por qué Dreyfus? Es una apasionada del cine, por lo que escribió Un deseo llamado cine.

 

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