Fragmentos de la novela "De amores y guerras". Cuba y España

UVA DE ARAGÓN

Sara Escobar Cisneros

No todas las noticias fueron malas ese año de 1871. El brigadier Julio Sanguily, que estaba con su hermano Manuel entre los que des­embarcaron por Nuevitas en el Galvanic, se había distinguido por su valentía. Pero la guerra no siempre iba bien para los mambises, y las tropas, incluso las que estaban al mando del Mayor General Ignacio Agramonte, comenzaban a desfallecer. Iban hambrientos, casi en harapos, sin municiones, perseguidos sin descanso por los soldados enemigos. Al parecer, algunos sugirieron rendirse y di­cen que cuando le preguntaron a Agramonte con qué iba a pelear, El Mayor contestó:

–¡Con la vergüenza!

Sanguily pasaba malos momentos, con una herida en un pie que no le permitía caminar y sin más ropa que la puesta, pues toda había sido quemada por las tropas españolas. Aunque Agramonte se había opuesto a su plan, Sanguily fue al bohío de una buena mujer siempre dispuesta a ayudar a los mambises para que le lavara su única vestimenta. Fue traicionado y hecho prisionero. En cuanto Agramonte tuvo noticias de la situación, salió con sus hombres en busca de la columna española, mucho más numerosa que la de los cubanos. Aun así, lograron rescatar a Sanguily y a los otros prisio­neros, incluso a la mujer que le estaba lavando la ropa. Agramonte se vanagloriaba de que sus hombres habían peleado como fieras. No podía dudarse. Las tropas a su mando se habían hecho famosas en la región por su arrojo. Cada detalle de esta última hazaña corría de boca en boca y devolvió el espíritu de lucha a los cubanos.

Mi madre siempre estaba ansiosa de tener noticias de sus amigos y parientes. De Ignacio Agramonte y Amalia Simoni su­pimos que cuando él se alzó, ella, como nosotros, se fue a una finca. En el campo les nació el primer hijo. A veces, cuando ter­minaba el combate, Agramonte corría a todo galope hasta Arro­yo Hondo a ver a su esposa e hijo. Estos momentos de alegría no duraron mucho pues cuando el pequeño tenía un año, Amalia, el niño, y las mujeres de la familia cayeron prisioneras. Circulaba por Camagüey la historia que cuando le pidieron a ella que le escribiera al esposo que se rindiera, replicó que primero tendrían que cortarle la mano. También decían que bajo las amplias fal­das llevaba oculta una bandera cubana.

No todas las noticias eran sobre el heroísmo de esta pare­ja. Pasaron momentos horribles. Supimos que cuando llevaron a Puerto Príncipe al grupo de prisioneras, la turba de soldados y Voluntarios al saber que era varón el primogénito de Agramonte, pedía a voces su muerte. Yo no podía ni imaginar cómo se sentiría la madre del pequeño, y pensaba cuánto le había cambiado la vida desde aquel caluroso día de agosto que la vimos entrar resplande­ciente a la iglesia, del brazo de su padre y con su traje de novia.

Nos enteramos que por fin la familia Simoni había podido irse de Cuba, y que Amalia se había marchado embarazada y había dado a luz una niña en el norte. Su padre nunca llegaría a conocerla. En mayo de 1873 Ignacio Agramonte murió de una bala en la sien combatiendo en Jimaguayú, muy cerca del mismo lugar donde hacía menos de dos años había podido rescatar a su querido brigadier Sanguily.

Waldo Álvarez Insúa

 

Los próximos meses fueron vergonzosos. Bien que muchas veces lo advertí. Los americanos no eran de fiar. Mucha sonrisa para los cubanos, mucho recibimiento por McKinley en la Casa Blanca, pero a la hora de pactar la paz lo hicieron en París, el 10 de diciembre, sin un solo cubano presente. Por cierto, Calixto García, con tantas batallas sobrevividas en la guerra, se fue a mo­rir de una pulmonía en la capital norteamericana.

Nosotros comenzamos a recogerlo todo. Lo había dicho has­ta el cansancio y era verdad. No podría vivir en una Cuba que no fuera española. Me moriría de tristeza. Embarcamos en el Nava­rre, el día 31 de diciembre, justo en vísperas de que España entre­gase el poder a los Estados Unidos.

La despedida fue dolorosa para todos, un verdadero desga­rrón. Para mis hijos España era la patria grande, pero Cuba la chica, donde habían nacido y pasado gran parte de su vida. En todos los viajes anteriores sabíamos que habría un regreso. Esta vez yo juré no volver, pero mis hijos, solo Dios sabría, qué harían en un futuro. Los pequeños eran los menos afectados. Alberto y Waldo no aceptaban que España hubiera perdido la guerra y repe­tían como en una letanía los eventos de los últimos meses, como si pudieran reescribir la historia a su manera. “Si Blanco no le hubiera dicho a Cervera que abandonara la bahía…”, decía uno. “Si ese Roosevelt y sus Rough Riders no hubieran llegado a San­tiago…”, y así. Margarita encontró un piano medio abandonado en un salón del barco. Ya no tocaba la Marcha Real pero tenía un repertorio adecuado y la música era su refugio. Sara tenía que haber sentido dejar a sus padres y hermana, como yo a Antonio, pero lo disimulaba y nos daba ánimos a todos. Lila era la que se veía más afligida. Para ella dejar a su abuela Dolores había sido penoso y yo quería comprenderla. Me le acerqué, le pasé un brazo por los hombros y le pregunté qué le sucedía. Clavó en mí su mirada gris acero y dudó, como si no supiera si debía confiarme sus penas, pero por fin confesó, con total sinceridad:

–Me apena mucho dejar abandonadas a Cuba y a mi abuela. No sé qué será de ellas.

La abracé conmovido. Quizás, en definitiva, ella era la mejor de nosotros, la que más pensaba en los que amaba en este momento amargo.

Días después de llegar a España, leí esta carta de mi hermano Antonio:

En este 1ro. de enero de 1899 con una salva de veintiún cañonazos, disparados por la artillería yanqui, saludaron a nuestra bandera en el momento que descendiera de la torre del Morro, izándose en su puesto la de la Unión, la cual sería saludada con otros tantos disparos por los cañones españoles. (…)

En Capitanía, la ancha escalera de mármol estaba ocupada por oficiales y soldados yanquis. Entré del brazo del doctor Espada en la suntuosa sala donde se hallaba Jiménez Castellanos. En su rostro, grave e impasible, notábase el esfuerzo por contener la angustia que en el ánimo más sereno tenía que producir aquel instante. Quería sonreír con cierta diplomacia y su sonrisa resultaba una mueca dolorosa. En cambio, el general John Brooke, nuevo gobernador militar de la Isla, mostrábase satisfecho, aunque tratase de disimularlo y no diese señales de impaciencia. Entre militares, aunque sean enemigos, ha de mantenerse la caballerosidad.

[…]

En el muelle se despidió Jiménez Castellanos de sus acompañantes y amigos. A Espada y a mí nos abrazó. Y seguido de su Estado Mayor, puso pie en la pasarela del vapor Rabat que debía conducirle hasta el puerto de Matanzas. Y así lo vimos alejarse. La bahía, tan española durante más de cuatro siglos, estaba entonces poblada de barcos, goletas, botes y vaporcitos que enarbolaban banderas yanquis y cubanas. No pude impedir que mis ojos mirasen el lugar donde emergen los restos retorcidos del Maine y, por último, se fijaran en la “nueva bandera” que ondeaba sobre el mástil del Morro. ¡Dichoso tú, que no has vivido horas tan atroces! Creo que te hubieses muerto.

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Uva de Aragón (La Habana, 1944), periodista, narradora, ensayista, profesora universitaria, promotora de la cultura, reside en Estados Unidos desde 1959. Ha cultivado todos los géneros literarios y publicado más de una docena de libros, algunos traducidos al inglés. Su obra incluye El reino de la infancia. Memoria de mi vida en Cuba (2021), Memoria del Silencio (2002, 2010, 2014), El caimán ante el espejo (1994); las colecciones de artículos Morir de exilio (2006) y Crónicas de la República (2009) así como los poemarios Los nombres del amor (1996) y Entresemáforos (Poemas escritos en ruta) (1980). Algunos de sus cuentos, poemas, ensayos y artículos aparecen en diversas antologías. Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua (ANLE).  Obtuvo un Ph.D. en Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de Miami. En 2010 inauguró su blog Habanera soy https://uvadearagon.wordpress.com/

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