El artista de las sogas

LENIA CASTRO GARCÍA 

Llevaba siete meses trabajando en una galería ubicada en SoHo. Y ahora que lo pienso, lo verdaderamente memorable de aquella zona era la facilidad para toparse con galerías de arte —suerte con la que no corrían los restaurantes—, y tratándose de Nueva York, ¡eso ya era mucho decir! No obstante, aquella no era la meca, ni de reojo, a la que un galerista neoyorquino aspirase. Me mudé a New Jersey después de terminar mis estudios de Historia del Arte, y como no era lo mío eso de quedarme dando clases para una universidad —y mucho menos circunscribirme al papel del crítico de arte—, me aferré a lo más difícil: no sólo llegar a disponer de mi propia galería, desde la cual apostara por artistas emergentes, sino hacerla un negocio rentable tanto para mí como para los artistas representados.

Obviamente, las posibilidades de que esto llegase a fructificar en Nueva York —y más aún de un primer intento— eran vistas como un suicidio, dado lo pantanoso y volátil del terreno. Todos, o casi todos, aspiran a triunfar en Nueva York. Y como dicta la canción popular: una vez que logras triunfar ahí, lo podrás hacer en cualquier otro lugar. O al menos eso es lo que bien se vende. Para el hombre es tan vital el mythos como el logos. Ambos —mythos y logos— se entretejen hasta difuminar sus límites, y de ahí que cada mito que aún sea funcional siempre cuente con algún fulcro de verdad.

Una tarde, cuando llegaba con el almuerzo de Alex, me encontré con que habían comenzado a desinstalar los cuadros de un artista de Maine llamado Doug Joseph, los cuales habían estado en exhibición durante dos semanas. Fui directo a ver a Alex; debía entregarle la comida y, de paso, saber por qué había decidido desmontar aquella muestra antes del mes, que era lo acordado. Ya sé que quizás no había vendido todo lo que habría imaginado, pero también se trataba de un artista novel, con una obra potentísima en cuanto a técnica y contenido. Tal vez una exposición colectiva habría sido, al menos, lo más prudente; aunque según Alex, las muestras colectivas eran cosas de galerías pueblerinas o de aquellas establecidas alrededor de la arteria de Gagosian.

La nuestra contaba con un área de 4800 pies cuadrados y quedaba en Crosby St. Había sido una tienda de ropa, y fueron sus inmensos ventanales de cristal los que terminaron por convencer a nuestro galerista de que era el espacio idóneo. El edificio había sido construido en 1900 y completamente renovado en 1998. La mejor oferta que le hizo el agente de bienes raíces implicaba un contrato de quince años, pero de igual forma era una suma bastante considerable.

En la oficina, Alex y un hombre entrado en sus treinta parecían discutir. Me mantuve a una distancia prudente que me permitiera escudriñar sin llamar la atención. Me ubiqué detrás de uno de los huacales donde se guardaban las obras de Joseph y fingí estar ocupada examinando la dirección del destinatario.

—¿Con quién habla Alex? —le pregunté a Clara, nuestra contadora.
—Ese es el artista de las sogas. Al menos así lo llamo yo. Muy atractivo, ¿verdad? —Me dio una palmadita en el hombro y asumo que se marchó a su casa. Clara era siempre la primera en llegar, pero también la primera en irse.

El artista le dio la espalda a Alex, y con la mirada fija en la puerta de salida, no mostró ni un ápice de curiosidad por saber quiénes habitaban aquel pedazo de mapa ni en qué andaban enfrascados. Tal indiferencia era síntoma de una persona orgullosa, pensé. Salía aquel y entraba Raymond Judd, uno de los coleccionistas a los que Alex mimaba como a una esposa.

—Ve tras ese y convéncelo de que debe hacer lo que le pedí. Si lo logras, te deberé una —me susurró Alex mientras esperaba la llegada de Raymond.

Ciertamente, tratar con artistas no es tarea fácil. A veces nuestras comisiones son merecidísimas más por eso que por lo azaroso de efectuar una venta. Logré convencerlo sin necesidad de mucha insistencia. Creo que él esperaba que se le implorara para “suavizar las sogas”. Me refrené de hacerle el chiste, pues le vi cara de pocos amigos. Terminé por darle las gracias y lo dejé ir. Ambos habíamos ganado: él obtuvo su dosis de consentimiento, y yo, crédito con mi jefe.

Esa tarde comencé a llamar a los subcontratistas encargados de transportar las nuevas obras e instalarlas. También envié las invitaciones. Era lo que se diría una exposición fast and furious. Terminé agotadísima; tuve que cerrar la computadora, pues las letras se entreveraban hasta terminar brincando los renglones. Sin bañarme, me fui a la cama y me quedé dormida antes de que pudiera bostezar.

La noche de la exposición se llenó antes de la hora que figuraba en las invitaciones. Allí estaban sus coleccionistas más leales, a quienes gustaba de llamar siempre por sus nombres, que —como sabemos— es la palabra preferida de cada persona. Uno podría intuir la jerarquía en aquel pedazo de cubo de cristal dependiendo de la pieza que sacaba a Alex de su posición o que interrumpía una histriónica y amena conversación. No le fallaba ni el nombre del coleccionista, ni los de los miembros más allegados de su familia. Era la mismísima autoridad del rapport.

Le escuché decir a alguien que Alex, siendo muy joven, había llegado a ser conocido en Nueva York por sus polémicos stand-ups, y que eso lo había llevado a conectar y crecer en el mundo del arte de forma tan poco usual. No conozco mucho de su vida personal. Su esposa, Sonia, visita la galería solo cuando hay inauguraciones. No creo que ninguno de los dos tenga cuentas en redes sociales, o al menos no las he descubierto. Alex es lo más cercano a un homo economicus carismático —sin pretender usar este término para denostarlo, sino todo lo contrario—: he aprendido muchísimo de él en lo que respecta a esa área, que a su vez constituye mi talón de Aquiles.

La inauguración es el día más importante para la vida de una galería, pues es el único momento en que la mayoría de las personas pisan su suelo. Podríamos decir que se vuelve algo así como un ser vivo. Durante el resto del mes, esas mismas paredes blancas sólo consiguen intimidar a los viandantes. Es irónico que el llamado arte contemporáneo, como institución, se venda como lo verdaderamente revolucionario, rebelde, y sin embargo sean así de inamovibles en cuanto al discurso de las obras que avalan y la forma en que estas son presentadas. En definitiva, dichas galerías terminan siendo un perfecto calco las unas de las otras.

Desde fuera, mientras fumaba un cigarrillo, me entretuve tratando de discernir quiénes eran aquellos que, dentro de un grupo, no paraban de buscar validación. Desde la distancia, todo parece un mero acto teatral, y uno consigue abstraerse por un momento, configurándose en la renombrada cuarta pared. Allí estaba, con los pies en el concreto helado, pensando en algo que había perdido de vista desde que la dinámica neoyorquina me recluyó en su vertiginoso espiral: mi futuro. Le daría a Alex el mes de aviso que habíamos acordado, para que tuviese tiempo de buscar a una nueva asistente. Eso, en Nueva York, no le costaría demasiado esfuerzo. Me mudaría a Santa Fe con mi hermana, mientras encontraba una renta que fuera funcionalmente flexible como apartamento y galería.

Volví a mirar hacia el interior de la galería, y allí estaba el artista, moviéndose entre las obras hechas de pedazos de soga como si él mismo estuviera sujeto a ellas. Pensándolo bien, aquel era el mejor lugar para reflexionar sobre esa exposición. Cuesta un esfuerzo sobrehumano tomar distancia: queremos que se nos conozca, y que se llore ante nuestras obras como se haría ante la contemplación de un milagro. El ser humano nunca se había esforzado tanto en emular a Dios… y negarlo a la vez. La arrogancia ha sido convertida en un valor, y unida esta al hiperindividualismo, nos han ido despojando poco a poco de lo que ofrecía cohesión como comunidad.

Aquellas piezas, aunque mediocres, me sugirieron otro artículo para mi blog —que por prudencia no debía escribir mientras siguiera trabajando para Alex. No creo que nada de lo que pudiera escribir le afectase, pero, de todas formas, no me sentiría bien haciéndolo. En ese artículo reflexionaría sobre otro mito: el del artista como individuo libre de tomar cualquier decisión. Al igual que los intelectuales, se les ha terminado por dotar de una aureola que los hace especialmente confiables. Pero ya sabemos que voluntad no es libertad. No hay nada menos libre que la voluntad, y como bien postulara Spinoza, pensamos que somos libres porque somos conscientes de nuestros actos, pero ignorantes de sus causas.

Los artistas no son semidioses; están muchísimo más influenciados por las fuertes ideologías que los rodean que un mecánico hidroeléctrico. No hay nada neutral en un pensamiento. El pensamiento es siempre dialéctico: se piensa contra otro, o contra algo. Y cuando determinadas obras son exhibidas en galerías que han devenido instituciones, es muy difícil pensarlas como verdaderamente disidentes de un sistema político. En definitiva, terminan instaurándose como el arte que representa dicho sistema, o que ayuda a su eutaxia, tras ser prueba fehaciente de su tolerancia política.

—Alex te debe a ti que la exposición se haya hecho. Debería darte más crédito —me sorprendió el artista, al que no había visto abandonar la inauguración. Estaba tan ensimismada en mis reflexiones que había perdido de vista todas las obligaciones a las que debía retornar pronto.
—¿Y qué te hace creer que no me lo da?
—Bueno, has estado acá fuera por casi… —mira su reloj— veinte minutos y no te ha echado en falta.
—¿Y no podría ser, quizás, que todo ha sido planeado de tal forma que yo no sea lo bastante prescindible, al menos durante la inauguración?
—Podría ser… si no conociera a todos los coleccionistas importantes que han decidido llegar a la vez. Pudiste haberlo ayudado con ellos.
—¿Acaso no deberías volver tú y ayudarle? Después de todo, eres tú el artista, ¿o no?
—¡Touché! —Detalló la copa repleta de vino—. Me gusta el vino frío —dijo, y se la bebió de un trago.

Nos quedamos en silencio, como la noche.

—No me has dicho qué te parecen las obras.
—Están bien. Fue bueno que Alex convenciera a Desmond para que escribiera la reseña del show.
—Si te soy sincero —y que quede entre nosotros, ¡eh!— esa reseña es lo mejor de la exhibición, y la verdadera celebridad es Logan Desmond.

Me extrañó aquella dosis de sinceridad, y de humildad —valores bastante inusuales en el gremio del arte. Y no porque me gustara el trabajo de Logan, sino porque la falsa modestia es el traje con el que se reviste la arrogancia. Se sienten tocados por una especie de gracia divina, a la que sólo los expertos tendrían acceso. Es el milagro que sólo a ellos se les revela.

—¿Piensas quedarte aquí toda la noche? —me preguntó, con algo que parecía el esbozo de una sonrisa.
—Regresaré en cuanto me acabe este cigarrillo.

El artista me dio la espalda, y se volteó apenas hubo llegado a la mitad de la calle.

—Me gustaría mostrarte algo mañana, pero sin que se entere Alex. Estaré en mi estudio el día entero.

Asentí inmediatamente. El aire caliente que salía de mi boca se condensó hasta formar un velo grisáceo que desdibujó el panorama al que tenía acceso desde la lejanía, como si fuera una síntesis entre la estética difusa de Gerhard Richter y la temática monocroma de un Mark Tansey.

Debí haberle correspondido con la misma honestidad, contándole que me marcharía de Nueva York, por lo que querer mostrarme algo sería una pérdida total de su tiempo. Pero sabemos que la curiosidad y la honestidad no siempre van de la mano.

A la mañana siguiente llamé a la galería y le informé a Clara que no me sentía nada bien. He faltado poquísimas veces, así que nadie me lo cuestionaría. Tampoco era un día en el que se me necesitara mucho. Siempre hay una tregua tras cada inauguración; tregua que empleo para trabajar en mi primer libro o escribir en mi blog Mutatis Mutandis.

Tenía esbozado desde hacía unas semanas un nuevo artículo, al que titularía “Corrupciones de la institución arte contemporáneo”, en el que mostraría las relaciones de dependencia entre Estado y arte, ejemplificado con el hecho de que la CIA hubiese financiado el expresionismo abstracto, el cual terminó instituyéndose como reacción ante el realismo socialista que representaba a la URSS. Por otra parte, la Unión Soviética prohibió todos los remanentes del arte burgués, llegando a disolver el ecléctico Proletkult, pues no era prudente la independencia que esta especie de ministerio de cultura había amasado con respecto al Partido Comunista.

Releí dos veces el artículo y lo publiqué. Eran los mismos perfiles los que me leían y comentaban: @vivecthepoet90, @joseantonioquito0667, @itisgonnagetworse, @judemorales, @sorenkirk, @mariaaa87, @soulandegoarethesamething, @aquinasamson, @renaissancemanf8665, @n.y.c.mark, y otro muy especial: @delhiprince, que abarrotaba de corazones —más bien legiones romanas— la sección de comentarios. Había devenido para ambos una rutina. Por la información que había acumulado, era probable que se dedicara a la gastronomía en algún lugar de la India, aunque con la maraña virtual nunca se puede estar seguro de nada.

El trabajo de un galerista hoy es buscar a un crítico que sea capaz de construir, no ya una crítica positiva sobre determinada obra, sino una hagiografía. Es la obra de un santo tocado por el reino de una gracia, ahora secularizada. No por gusto el auge de la estética se da a finales del siglo XIX: se hacía necesaria una rama de la filosofía capaz de justificar la primacía de un artista sobre otro, aunque el contenido ideológico era el germen fundamental para financiarlo o condenarlo al ostracismo, como hicieran los comunistas con el arte que se conocería como “inconformista”.

En definitiva, no era aquella pecera de cuerdas tan diferente al Wall Street contra el cual muchos artistas pretenden arremeter. La institución arte contemporáneo —con sus arterias de galerías y universidades— debe garantizar un incremento en el valor de las piezas adquiridas por los coleccionistas, o al menos intentar que estas conserven su valor; al igual que, mutatis mutandis, haría el mercado de stocks.

El estudio de Esteban, el artista de las sogas, no me quedaba lejos. Le envié un mensaje para saber si la invitación seguía en pie. Preferí llegar caminando. El metro neoyorquino hace tiempo que pertenece a uno de los últimos círculos del Inferno dantesco.

Le llamé usando el intercomunicador. Subí en el elevador de cargas, de esos que aluden a la pasada vida industrial de edificios convertidos ahora en residencias.

Esteban me recibió mientras se frotaba las manos con una loción sin fragancia. Pude ver vestigios de sangre en un paño que llevaba sobre el hombro. Al parecer, había estado desatando los nudos de las sogas que yacían en barriles petroleros.

—¿No usas guantes? —le pregunté en un tono tan bajo que le servía de pretexto para no responder si así lo creía conveniente.

Este había ido a la cocina. O al menos eso pensé. Husmeé el lugar y encontré una serie de cuadros figurativos, de una técnica pictórica impecable, cuya temática parecía ser la mitología escocesa. Me arrellané en el sofá que se hallaba frente a ellos y los observé. Había un caballete hecho de pedazos de bastidores que exhibía una pintura en proceso. Por un momento, el reguero de sogas que cubría el suelo no me pareció tan insoportable. Me quedé absorta en ellos sin percatarme de que Esteban ya había regresado de la cocina —aunque quizás era del cuarto junto a la cocina—, pues se había cambiado de camisa.

—¿Le has enseñado estas a Alex? —le pregunté.
—Sí, pero no le interesan. Tampoco es prudente, según él, que las muestre.

No supe cómo tomar aquella dosis de confianza.
—Como ves, las sogas me consumen la vida… —me sonrió, y se quedó en silencio mirándome, mientras yo, a su vez, no le quitaba los ojos de encima a la pintura en la que este andaba trabajando.
—Me parece bien que sigas pintando.

Hablamos sobre todo lo acontecido en nuestras vidas antes de la llegada a Nueva York. A diferencia de cómo lo había juzgado, su humildad hacía palpable cualquier vestigio de arrogancia que aún existiera en mí. No sentía la tensión sexual que recordaba de instancias similares vividas durante mi etapa universitaria.

—¿Acaso tienes pensado trabajar para Alex toda la vida?

Esa pregunta me resultó impertinente, por lo inesperada y atrevida. Pero era como, si al mismo tiempo, hubiese sido capaz de leer mis pensamientos la noche anterior. Muchas veces nos molesta, no el tipo de pregunta, sino que nos obligue a encarar nuestras incoherencias. Quise preguntarle lo mismo, pero me pareció que era justo lo que él esperaba. Volví sobre las pinturas, que disfrutaba como mi primer hallazgo.

Alex llamó insistentemente a Esteban, pero este no respondió. Me sentí una intrusa. No fue hasta aquel momento que intuí el porqué de la invitación. Era como si él intentara validar, de alguna manera, la existencia de aquellos cuadros que eran —y serían— un secreto para sus coleccionistas. Una obra de arte, como cualquier otro lenguaje, necesita comunicar, y dicha comunicación no ocurre sin un receptor. Yo era ese receptor desafortunado que, en cuanto pusiera un pie fuera de aquel estudio, jamás volvería a disfrutar de aquellas piezas, cuyo destino no era tan diferente al de los pergaminos custodiados por la Biblioteca de Alejandría.

La noche parecía tener prisa, y la nieve se hizo insistente. Se hacía necesario marcharme antes de que fuera imposible transitar las calles. Me despedí usando la nevada como pretexto. Las sogas parecían querer enredarme los pies, de igual manera que lo hacían con las patas de la mesa y de las sillas. Era aquel apartamento un manglar que tragaba luz. Sentí una tristeza repentina. Una tristeza ajena. Quise haber sacado los cuadros de aquella caverna, pero lo más inmediato y urgente era que saliese yo.


Lenia Castro García nació en Alquízar, Cuba, el 6 de septiembre de 1990. Aunque desde temprano se sintió inclinada por las artes, especialmente el teatro y la pintura, durante sus años de preuniversitario se orientó hacia las ciencias, en particular la química, pero eventualmente cambió el rumbo y matriculó en la universidad, la carrera de Licenciatura en Dirección de Cine, Televisión y Radio de la Facultad de Medios de Comunicación Audiovisual (FAMCA)  Instituto Superior de Arte de La Habana. Durante los años de estudios exploró diversas áreas de la creación audiovisual —desde el montaje hasta la dirección de documentales y cortometrajes—, pero fue el proceso de adaptación de obras literarias lo que despertó en ella un interés más profundo por la literatura. Ese acercamiento a los cuentos, que le sirvieron como base narrativa para sus guiones, terminó por marcar su mirada estética y narrativa. En enero de 2013 emigró a Estados Unidos, donde comenzó una nueva etapa personal y profesional. Entre distintos trabajos, continuó escribiendo y construyendo su biblioteca personal. Con el tiempo, fundó una empresa dedicada a la realización de murales artísticos, actividad que actualmente combina con su pasión por la escritura. Su obra literaria conserva una impronta cinematográfica: cada historia está pensada en imágenes, como si cada frase fuera un encuadre.

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