JOSÉ ALBERTO VELÁZQUEZ

Supo desde el principio que no iba llegar a la carretera. Le dieron fuerte. Cada combinación posible de patadas y puñetazos en cada miserable milímetro de su cuerpo. Más que dolor, siente cansancio. Y la carretera está lejos. Debe arrastrarse, salir del marabuzal, deslizarse bajo la primera alambrada, arrastrarse, cruzar el potrero, los charcos, las matas de sensitiva, los malditos arbustos de aromas, los odiosos mogotes que la gente llama “sertanejos” formados por la humedad o por antiguas roturaciones del terreno, cruzar una segunda cerca, arrastrarse y arrastrarse durante horas, dejar su maltratado pellejo en el pedraplén y, finalmente, quedarse bocarriba en la carretera misma hasta que un carro lo recoja y lleve al hospital, o simplemente pase de largo, una imperceptible sacudida, unas luces rojas que se alejan y se apagan.

Mejor le hubieran dado con las mochas. Pero no. Peor que la histeria y el shock de los tajos en su carne habría sido la frialdad en la cara de los agresores (incluido un adolescente), la ira, la indiferencia. Serán unas ocho de la noche, el tiempo no camina, la relatividad del tiempo. En una fiesta ya estaría amaneciendo. Con Yanet, esa flaca linda, en una habitación de veinte dólares, ya serían las ocho de la mañana, el teléfono en la mesita de noche sonando para avisar, ella triste y desnuda, desnuda y perfecta, ni un gramo de grasa en su cuerpo duro, la cara de rasgos persas, los senos como agujas. Yanet casada con un médico que lleva siete años en África y del que no se va a separar (solo cuando muera, un lustro después, de lo que ahora resulta una leve resistencia en la base del seno izquierdo que él no ha sentido con su boca y que ella prefiere ignorar cuando se ducha).

Pasan juntos la noche del último viernes de cada mes. Como una patética peña literaria. Ella paga. Cerveza, carne, galletas. Hacen el amor y hablan. Él la hace reír y la masturba mientras la erección regresa. Le gusta su sexo ajustado, pero que se ofrece de manera que la vagina queda bien próxima, puede penetrarla con las piernas juntas, estrujarle, con las embestidas de su cintura, el clítoris, y ella le clava las uñas en las nalgas y llora.

A las cuatro de la madrugada los chistes dejan de funcionar. Los orgasmos son más lentos, más dolorosamente agudos.

—¿No lo vas a dejar?

—Tú sabes que no.

—Esto me está cansando.

—Tú sabrás qué hacer. ¿Nos vemos el mes que viene?

—Sí, por supuesto: sí.

Cuando Adrián y él llegaron al marabuzal vieron las matas en pie. Una hilera de quince o veinte a lo sumo. Quince o veinte mochazos, dejarlas donde mismo cayeran, volver a la trocha nueva. Sin embargo, él estaba seguro que esas matas tenían que tumbarla los otros, no él y su compañero, y no las iba a tumbar. Fue decir el jefe de brigada Eso lo resuelven ustedes pero que de hoy no pase y saber que habría problemas.

Una vez sí estuvo a punto de dejar al médico. Alguien le pasó el dato de que tenía un hijo, habitaba junto a una nativa, negra de seguro, se llevan de lo mejor, su… matrimonio es todo un evento en la zona. Yanet alquiló una casa a la que jamás llevó sus cosas y en la que nunca puso un pie. Dos viernes de esperanzas y proyectos, al final lo había pensado mejor, ¡ella también le estaba haciendo lo mismo!, etc.

Apenas sin conocerse, tal vez los nombres, no recuerda, se acostaron en una consulta cuya puerta tenía el torpe letrero CLÍNICA DEL DOLOR. Ella quiso explicarle que ahí ciertos pacientes son sometidos a ciertos tratamientos y él le pidió que no siguiera.

—Esto no puede repetirse, soy casada. Un buen hombre.

Cancioncilla que escuchó infinidad de veces, él visitando el hospitalito donde ella trabajaba como enfermera, Te dije que no, bueno, pero esta es la última.

Luego el doctor en África, no contrajo el ébola, ni siquiera malaria, el APARTAMENTO en Buenavista, un round sexual de adiós para siempre, no me busques más, buscarla, embellecida hasta lo alucinante por las ropas y los perfumes caros, sus grandes ojos húmedos por el deseo y la tristeza.

Rápido al correr, pesado al hablar. Directo, al grano, como los hombres. Él no iba a tumbar esas matas, la división estaba clarísima, y ellos tampoco lo iban a hacer ni cojones. Pudo haber pactado: ni pa ustedes ni pa mí, mitá y mitá. Solo que estaba de por medio una rancia percepción de sí mismo, descendiente de mambises, nacido un poco tarde para morir en Angola, nada de depilaciones, maquillajes, pantalones enseñando las nalgas, menàges a tròis con una mujer o con ninguna. Era su derecho pensar así, como el de los otros hacerlo de otro modo. Rápido al reaccionar, pesado al defenderse. Una derecha firme, afinada por millones de mochazos en millones de troncos pestilentes, veinticinco pesos por veinte metros cuadrados, cuarenta metros cuadrados al día, entre dos.

Él viene para Cuba significa él regresa definitivamente. Y más: viene en agosto, y no hay en este mundo manera de que nos volvamos a ver, lo siento. (Se ponían notas en la frente con nombres de personajes famosos o con las partes de su cuerpo que más le gustaban del otro, y mediante preguntas, gestos, carcajadas, iban llegando a la respuesta, al nuevo ciclo de caricias).

Después se dio cuenta que estaba en el suelo y que lo pateaban a voluntad. ¿Dónde estaba Adrián? ¿El rubio, Javier, no era cristiano? Botas de cuero, con plantillas de cinc, remendadas groseramente. Nudillos erizados que hacen crujir las mandíbulas y le saltan los dientes; el apenas soportable dolor de las costillas fracturadas, de las botas en los testículos.

Es para ti, cógelo. Un paquete azul con cincuenta billetes de a veinte dólares. No te ofendas. Son míos, quiero dártelos. Ella lo conoce bien. Por menos que eso la abofeteó en el pasado. Él no hubiera ido a Angola por un reloj digital o una grabadora. Trató de no pensar en el dinero, que el paquete azul no hubiese existido jamás, que el médico no hubiese existido jamás, que la resignación ante la bofetada inminente no hubiese existido jamás. Pero no hizo el más mínimo gesto y ella quedó esperando el golpe. No, le dijo, y en la mesita de noche el teléfono empezó a sonar y rápido al decidirse y pesado al hacerlo, comenzó a arrastrarse hacia la carretera antes que el tiempo, ese hijo de puta relativo, volara trayendo de vuelta al sol de agosto, infernal en la desolación de los marabuzales.

 

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José Alberto Velázquez (Las Tunas, Cuba, 1978) Egresado del Centro Onelio Jorge Cardoso (2002). Mereció, entre otros, los premios nacionales Celestino de cuentos (2011), Navarro Luna de poesía (2011), Dulce María Loynaz de poesía (20219) y Franz Kafka de novelas de gaveta (2019). Autor de los poemarios En busca del cielo perdido (Ed. Sanlope, 2006); Yo desierto (Ed. Holguín, 2006); La burbuja heroica (Ed. Orto, 2012) y Ghetto (Neo Club Ediciones, 2016) y los libros de cuentos Fracturas y extrañezas (Ed. La Luz, 2012) y Gestos brutales (Ed. Sanlope, 2015; Editorial Primigenios, 2021).

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