El pianista y la noche

ANTONIO ÁLVAREZ GIL

Cuando las notas finales de la Malagueña desaparecieron entre el murmurio del público que llenaba el recinto, el pianista se dispuso a utilizar la pausa que le correspondía según su contrato de trabajo en el bar. Con las manos descansando todavía sobre el teclado, desvió un instante la vista hacia la gente que bebía tragos y departía en torno a las pequeñas mesas del local. El músico sabía que aquellos hombres y mujeres que lo oían sin escucharlo jamás le pedirían otra pieza, así que cerró la tapa del instrumento, se levantó de la banqueta y saludó con una leve inclinación de cabeza. Nadie respondió al saludo ni hizo por aplaudir o agradecerle la actuación. Normal, se dijo entonces, y sin más demora se dirigió a la barra para tomar algo y descansar un rato. El pianista era alto, de piel cetrina y melena corta y gris; y a pesar de los años que cargaba a la espalda, se veía vigoroso y nervudo. Tenía las manos grandes y los dedos largos y fuertes, buenos para golpear durante horas el teclado de aquel piano que le servía de sustento y que, entre otras cosas, lo hacía sentirse vinculado al mundo que había perdido hacía ya varias décadas, tras su irrevocable decisión de dejar para siempre la Isla y rehacer su vida en otras tierras.

En este punto, el músico volvió a mirar a la concurrencia y sonrió para sí mismo. Vestía un traje oscuro y una corbata azul que destacaba sobre el blanco impoluto de la camisa. Andaba ligeramente inclinado adelante, desplazándose a través del gentío como si fuera un buque de guerra que se paseaba entre un grupo de pequeñas embarcaciones de recreo. Una tranquila dignidad se desprendía de toda su persona. Aquella noche, mientras caminaba por el pasillo que dividía en dos la sala, sintió una vez más la indiferencia de las miradas que caían sobre él. Sabía que eran miradas vacías, que la mayoría de los presentes lo veían como el vejete elegante y raro que tocaba en el bar, un señor un tanto fuera de época que pasaba horas sacándole notas al piano; notas de blues, pero también de una música de más al sur, compuesta seguramente por hombres y mujeres de aspecto similar a quien la interpretaba. Él y su instrumento eran una estampa exótica, una postal, sobre todo para los suecos. No había nada que hacer: para aquella gente de aquel país gélido y blanco del norte de Europa, todo lo que no fuera rock and roll era raro y exótico. Y la suya era una música pegajosa pero ajena, al menos entre el común de los escandinavos, que la clasificaban en su conjunto, si acaso lo hacían, como «latinoamericana». Sí, música de «aquella zona» del mundo, capaz de entrar en una sola casilla, toda la misma. Y volvió a sonreír. ¿Qué sabrían ellos de música cubana ni de nada?

Como ocurría siempre en aquel sitio, había mucha gente junto a la barra, bebiendo tragos y hablando en voz alta. El artista se abrió paso hasta uno de los extremos del mostrador, se acomodó en una banqueta y, levantando la mano en señal de saludo, llamó al cantinero, que se llamaba Peter y era la única persona en el bar —aparte de Felipe, el peruano que trabajaba n el guardarropa de la entrada— con quien solía cruzarse unas palabras cada noche. El mozo se acercó sonriente y le preguntó qué iba a beber. Con un pie apoyado en el piso y el otro descansando en el travesaño del asiento, el pianista le respondió que tomaría lo de siempre. Peter trajo una botella pequeña de agua mineral con gas y un vaso con hielo y se los colocó delante.

—El jefe quiere verte —dejó caer el chico, mientras llenaba el vaso—. Dice que está en su despacho.

El músico agradeció con un gesto y bebió un sorbo de agua. No tenía ganas de hablar con el jefe ni con nadie.

—Que espere allí, en su despacho —dijo socarrón. Sin embargo, al ver la mirada extrañada del barman, preguntó—: ¿No sabes de qué se trata?

—Tal vez piensa subirte el sueldo.

—No jodas, Peter. Estoy hablando en serio.

—¿Por qué no podría querer subirte el sueldo? —siguió bromeando el muchacho, que a su vez también pareció reaccionar y agregó, en un tono más serio—: No, de verdad, no sé.

—Está bien —dijo el músico, señalando con la barbilla el vaso que tenía ante sí—. Iré cuando termine con esto.

El chico se encogió de hombros y se fue a atender su trabajo. El pianista permaneció en tensión, observando la geometría perfecta de los cubos de hielo que flotaban en el líquido, el movimiento ascendente de las burbujas de gas dentro del vaso... Cuando hubo terminado con el agua, se puso en pie y, con toda la mala gana del mundo, se dirigió a la salida. No imaginaba qué querría tratar con él el jefe, que era en realidad el dueño del bar; pero, fuera lo que fuera, no le hacía ninguna gracia. A aquellas horas aún tempranas de la noche, lo único que el viejo pianista cubano deseaba era seguir dándole a las teclas y disfrutando del instrumento en su rinconcito del salón. No obstante ello y en vista de que el que paga manda, el músico se dijo que debía dominar su humor. En aquel país donde vivía desde hacía algo más de treinta años, el humor —sobre todo el malo— era algo que había que saber mantener bajo control.

Al llegar ante la oficina del patrón, el pianista comprobó que, aun sin tener motivos reales para ello, se sentía bastante preocupado. Había dejado que sus peores demonios salieran en tropel a destruirle el ánimo. Entonces se detuvo frente a la entrada y respiró profundo varias veces. Luego, ya más tranquilo, se arregló el nudo de la corbata y golpeó un par de veces en la madera de la puerta. Enseguida oyó una voz que lo mandaba a pasar. Al verlo entrar, el dueño del bar se levantó de su puesto tras la mesa y salió a recibirlo en medio del despacho. Allí le tendió la mano con un gesto amable y le preguntó qué tal marchaba todo. El músico respondió que no podía quejarse, y se sentó en una de las sillas que había frente a la mesa. Su jefe ocupó la otra. No sabía el porqué, pero el artista cubano tuvo el presentimiento de que entre aquellas cuatro paredes estaba por ocurrir algo desagradable, sobre todo para él. Y guardando silencio, esperó a que el otro hablara.

—Te he mandado a llamar —dijo el hombre, que no parecía dispuesto a entrar en formalidades innecesarias—, porque quiero hablar contigo acerca de tu trabajo.

—Muy bien, Marcus. Tú dirás..

—¿Qué tiempo llevas tocando en el bar?

—Cerca de cinco años, creo. Empecé bastante antes de tu llegada.

Marcus guardó silencio y el pianista recordó la primera vez que hablaron, en medio de un descanso en su actuación. El nuevo dueño aún no había entrado en posesión del bar y había venido a tomarse unas copas, según dijo entonces, y a escuchar un poco de la música que se tocaba allí. Como solía hacer en cada pausa, él estaba disfrutando de su agua carbonatada cuando el individuo se le acercó y, presentándose como un amante de la buena música, entabló una charla sobre temas e intérpretes de blues y de jazz. Enseguida le reveló que era muy probable que pronto se convertiría en el dueño y administrador de aquel lugar. El músico estrechó su mano, y antes de que el otro pronunciara su nombre, supo que entre aquel señor y él jamás florecería nada parecido a la amistad.

—Bueno —dijo el otro por fin—. El problema es que quiero cambiar esto. Quiero darle un vuelco al espectáculo.

El pianista levantó la vista y, con un gesto serio, fijó la mirada en los ojos de su interlocutor. Este se detuvo un instante, como esperando la reacción del músico cubano. Al ver que no recibía respuesta, retomó la palabra y siguió esbozando planes. Con un entusiasmo que trataba de resultar contagioso, afirmó que era hora de actualizar la oferta musical del bar, de renovar y modernizar las noches del Majestic. Los tiempos de los blues —esa triste melodía de negros americanos— habían quedado atrás, aunque no tanto como las viejas canciones sudamericanas que él —uno de los mejores teclados que escuchara jamás— introducía cada vez en mayor número en el programa nocturno de aquel elegante sitio de la ciudad. El bar-restaurante Majestic, de Estocolmo, tenía que atraer a los jóvenes amantes de los ritmos modernos. Desgraciadamente, ya él —el dueño— había tenido que oír observaciones de varios clientes sobre el particular: la juventud quería oír la música de su tiempo. Desde hacía varios días estaba pensando en él, en el gran maestro cubano que durante años había amenizado las noches del Majestic… Pero ¿qué podía hacer? ¿Podrían llegar, ellos dos juntos, a algún acuerdo sobre el tema?

Aquí el jefe se detuvo y le preguntó al pianista qué pensaba sobre el asunto. ¿Tenía alguna idea sobre cómo abordarlo? El músico bajó la vista un instante, tratando de encontrar una respuesta ponderada y precisa. Aquel era su empleo; allí tocaba cada noche las melodías que amaba, los arreglos propios de canciones y piezas que formaban parte de su vida, de la cultura y la historia de su pueblo. Cierto que tocaba también muchos temas de blues y de jazz, tanto americano como latino; pero eso tampoco era lo que le estaba pidiendo el dueño del bar. De manera que…

—No, Marcus —dijo por fin—. Entiendo perfectamente lo que me estás queriendo decir y pienso que, si en realidad quieres cambiar la música que se oye en este lugar, es lógico que empieces por cambiarme a mí. Estás en tu derecho y no tienes que justificarte. Dime cuál será mi último día en el Majestic.

El dueño lo miró con una evidente expresión de alivio en los ojos.

—¿De verdad piensas que no puedes dirigir los cambios que quiero hacer aquí? Yo había pensado en ti. Te podría mantener en el cargo como una especie de asesor artístico. Dirigirías el proyecto. Sé que fuiste director de espectáculos en un cabaret de La Habana, ¿no?

—Eran otros tiempos, otro país y otros gustos musicales —precisó el pianista, negando con un movimiento firme de la cabeza—. Aquello ya pasó. Ahora soy un hombre mayor que está muy lejos de eso que quieren los jóvenes suecos. Tendrás que buscar otro músico para esto.

—¿Pero qué vas a hacer si te quedas sin empleo?

—Ya veré. Por lo pronto, seguir tocando el piano en mi casa.

—Un talento como tú —dijo el jefe con una voz que quería sonar sincera—, un músico que ha trabajado en tantos lugares importantes…

—Deja eso, colega —replicó el pianista, sonriendo tristemente—. No te ofendas por mi franqueza; pero no hace falta que me elogies. Yo sé quién soy.

—No son elogios. Conozco tu historia y sé que has sido uno de los grandes en la música latina.

—Gracias; pero ¿sabes lo que pasa, Marcus? Que en esta vida todo se acaba, incluso las carreras importantes. Se acaban y se olvidan, como es el caso. A mi edad eso es algo que se acepta sin demasiados traumas.

—No hables así —pidió el patrón y señaló a las manos del pianista, que ahora descansaban sobre sus rodillas—. Esos dedos todavía pueden golpear mucha tecla. Es más, creo que puedo recomendarte en un lugar de Estocolmo…

—No —lo interrumpió el músico—, no hace falta…

—De verdad. Insisto.

—Marcus —dijo el pianista con voz firme—, tengo que pensar en todo esto. No te voy a negar que es cierto: me siento tan fuerte como hace diez o quince años. En eso no hay problemas; pero primero debo aclararme a mí mismo qué es lo que quiero hacer. Debo aclarármelo yo. ¿Entiendes?

—Claro que entiendo —contestó el dueño del establecimiento y se detuvo un instante, antes de agregar—: Por cierto, quisiera pedirte algo, un último favor.

El pianista se puso en guardia.

—Tú dirás…

—Necesito un tiempo para organizar lo que pienso hacer en este lugar. Como comprenderás, aquí la música no debe faltar. No podía creerlo. A pesar de las ganas que tenía de mandarlo directamente a la mierda, hizo un esfuerzo para contener sus impulsos y dijo:

—Si entiendo bien, me estás pidiendo que te garantice el espectáculo hasta que llegue mi relevo. ¿No?

El dueño del bar se levantó de su silla y el músico hizo otro tanto, de manera que los dos hombres quedaron frente a frente. El sueco se acercó al cubano y lo abrazó, palmeándolo calurosamente en la espalda.

—Quiero que sepas que esta siempre será tu casa —dijo con aparente emoción—. El día que desees volver, no tienes más que llamarme.

El músico sintió una mezcla de ira y estupor. Y estuvo a punto de decirle a su jefe que dejara ya de fingir, que para echar a un hombre viejo de su empleo no hacía falta tanto teatro. Sin embargo, en lugar de eso, palmeó él también la espalda del otro, se separó suavemente de su abrazo y expresó, sin levantar apenas la voz:

—Marcus, me estás echando del trabajo y hablas como si fuera yo el que se quiere ir y te estuviera haciendo sufrir a ti. Y piensas que soy tan ingenuo que me lo voy a creer, que voy a quedarme aquí, tocando tranquilamente el piano hasta que venga la gente que va a ocupar mi puesto. —Sorprendido, el jefe se separó de él y lo observó de frente. El pianista sostuvo su mirada y, siempre en tono sosegado y hasta dulce, agregó—: Pues no; eso no va a ocurrir. Quédate tú con tu bar, tu piano y tu espectáculo y resuelve las cosas como puedas. Y no te preocupes por mí. Yo sé arreglármelas solo.

El pianista sintió el odio en la mirada de Marcus, un odio filoso y puntiagudo como la hoja de un cuchillo. Sin embargo, tras unos minutos de vacilación, el jefe pareció retomar el control sobre su ánimo y en un tono que al músico le pareció francamente sibilino, expresó:

—¿Me estás diciendo que vas a dejarme el bar sin música? ¿Serías capaz de eso, después de todo lo que he hecho por ti?

―¿Y qué has hecho tú por mí? —preguntó a la vez el cubano y, con una sonrisa irónica, respondió enseguida—: Decirme unas cuantas palabras bonitas sobre mi carrera y llevarme hasta un punto en que yo mismo he tenido que reconocer que tengo que dejar mi trabajo. ¿Algo más?

—Pues sí. Te he dado autonomía para escoger el repertorio, barra libre en el bar y horario más o menos flexible en tu actuación. Además, has cobrado siempre, mes a mes, incluso cuando has estado enfermo y no has podido venir a trabajar; y, sobre todo, he soportado esa música antigua y cansona durante todos estos años.

—Bueno, ya no tendrás que soportarla más. Me voy ahora mismo, cuando salga de aquí.

El hombre pareció sufrir una sacudida y, subiendo el tono, le espetó al pianista:

—No puedes hacerlo. Tienes un contrato que cumplir. ¿No recuerdas que son tres mesesdesde el anuncio de abandono?

—Ni lo recuerdo ni me importa un bledo. Esto se acabó, colega.

—Tendré que denunciarte por incumplimiento de contrato. Habrá juicio y te condenarán a indemnizarnos. Aunque eres extranjero, seguramente sabes que la justicia de este país funciona muy bien.

—Marcus, no me gustan los asuntos con los tribunales…

—¿Ves? —sonrió el jefe—. Yo sabía que llegaríamos a un acuerdo…

—Déjame terminar —dijo el pianista—. Te decía que no me gustan los asuntos con los tribunales; pero tampoco les tengo miedo. De hecho, nunca he tenido nada que ver con ellos, aunque si vamos a un juicio tendré que contarles que empleas a un inmigrante sin papeles en el guardarropa del bar, y que manejas dinero negro con él. No es que me importe; pero, como buen sueco, tú sabes seguramente que el fisco de este país es bastante duro con los negocios de ese tipo. ¿O no?

El dueño abrió la boca como si fuera a soltarle un insulto. El pianista le sostuvo impasible la mirada. En el silencio que siguió, los dos hombres estuvieron un rato inmóviles, el cubano a la espera de la reacción del otro. Por fin, el sueco dejó ver una mueca de desprecio, indicó la salida con un gesto brusco de la mano y, volviendo la espalda, se dirigió a su mesa de trabajo. El pianista también mostró la espalda y, sin despedirse ni pronunciar palabra, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.

Al verlo llegar al guardarropa, Felipe levantó la vista y le preguntó extrañado:

—¿Vas a dar una vuelta?

Él asintió en silencio y el peruano fue hasta la percha donde colgaba el abrigo del pianista, lo descolgó y se lo tendió con una sonrisa.

—Gracias, hermano —repuso el artista cubano, sonriendo también.

—Abrígate bien, que hoy hace bastante frío allá afuera —dijo el otro.

Fuera, realmente, hacía frío. Pero la noche era hermosa; había nevado esa tarde y las luces de los establecimientos de Stureplan brillaban alegremente, como ocurría siempre durante los días que precedían a la Navidad. Mientras se arreglaba la bufanda, el músico miró su reloj de pulsera. Eran las diez y diez de la noche y, según sus hábitos de vida, aún quedaba movida por delante. Entonces se dijo que desde la muerte de su esposa no había pisado otro bar que aquel donde trabajaba, ni bebido otra cosa que agua mineral. Y sintió un deseo enorme de sentarse como cualquier ser humano en algún sitio y beberse un traguito de ron. Uno o más de uno. Era lo menos que podía hacer en honor a sí mismo. Sí, se dijo mientras observaba el cielo lechoso del invierno de Estocolmo, daría una vuelta por la zona y entraría al primer bar que se encontrara en el camino. Entraría y pediría un roncito, como solía hacer en aquellos buenos y lejanos tiempos en su patria. Si acaso se le iba la mano y se mareaba, pues cogería un taxi hasta su casa. ¿Y después? ¡Qué carajo!, después ya se vería.


Antonio Álvarez Gil nació en Melena del Sur, Cuba, en febrero de 1947, y en la actualidad reside en Alicante, España. Entre sus libros de cuentos figuran Una muchacha en el andén, Unos y otros, Del tiempo y las cosas, Fin del capítulo ruso y Nunca es tarde. Tiene, además, publicadas las novelas Las largas horas de la noche, Naufragios, Delirio nórdico, Concierto para una violinista muerta, Después de Cuba, Perdido en Buenos Aires, Callejones de Arbat y Annika desnuda. Por su obra de narrativa ha recibido El Premio David, en Cuba, y los Premios Ciudad de Badajoz, Ateneo Ciudad de Valladolid, Generación del 27, Kutxa Ciudad de Irún y “Vargas Llosa” de novela, en España, todos ellos de participación internacional. Su novela Las señoras de Miramar y otras cubanas de buen ver fue la finalista en la última edición del Premio Fernando Lara de Novela, que organizan la Fundación Lara, de Sevilla y la Editorial Planeta, de Barcelona.

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