ROLANDO MORELLI

Una vez cerrado el inevitable paréntesis de algo más de dos años, impuesto en las vidas de todos, por causa, o con la excusa de la pandemia, o naturalmente concluido éste, Paola y yo, habíamos alquilado un cottage cerca de Port Isaac, donde entonces se rodaban los capítulos correspondientes a la enésima temporada, de la exitosa serie “Doc. Martin”. Le iba muy bien en su carrera, la cual había tomado vuelo y se sustentaba con papeles importantes en la escena, apariciones en televisión, y, por último, en cintas con importantes directores. Nos habíamos encontrado en Londres, donde yo disponía de un amplio y cómodo apartamento, desde hacía un número de años. Ella desempeñaba algún papel como invitada, y se me ocurrió la idea de conjugar este hecho, con unas vacaciones en Cornwall, donde se rodaba o grababa el episodio. Se lo propuse, y le pareció una idea excelente. Por lo general, desde mi temprana jubilación, era yo a viajar a alguna parte de Europa, para encontrarme con ella. Entonces, de rataplán, ocurrió lo ya sabido. O nos enteramos de golpe, de lo que se nos venía encima. ¡Dos años de miedo, de encierro y prohibiciones, por causa, o, con la argucia de la Pandemia! En suma, hacía ya más de dos años a la fecha, que no nos veíamos, es decir, que no nos encontrábamos, porque eso de las teleconferencias, no podía considerarse verdaderamente “un encuentro”, aunque peor estábamos, claro, por aquella lejana época en que las comunicaciones entre nosotros llegaron a hacerse apenas posible, mediante un breve y precario intercambio telefónico, el tiempo que duró mi estancia fuera del Reino Unido. Naturalmente, el reencuentro esta vez, resultó tan emotivo como es de imaginarse, pese a que ambos somos poco dados a los excesos de esta índole.

Se había ofrecido a conducir el auto, sin dudas, temiendo que mis destrezas no bastaran para sortear los “round abouts” y las estrechas carreteras y caminos que podíamos encontrarnos en la región. Es innegable que se trata de una conductora de primera clase. Se encantó, nada más verlo, con el Fiat rojo que yo había alquilado para la ocasión. Nuestro cottage dista unas pocas millas de Port Isaac. Gracias a la experta conducción de mi compañera de aventuras, las recorrimos en poquísimo tiempo. Apenas llegados al pueblito, y dejado el auto en su estacionamiento, bajamos la colina que llevaba directamente a la primera calle que nos salía al paso, y entramos, sin un propósito determinado a una tiendecita de ésas, donde se vende toda clase de objetos, o parece que tal sucede. Mi madre se hubiera referido a ella, en recordación del viejo lenguaje de su juventud, como “una quincalla”. Un gentío procedente de todas partes desembocaba justamente en la tiendecita, y se detenía allí, husmeando los anaqueles, a veces sopesando la conveniencia de adquirir una u otra baratija o souvenir que atrajera su atención particularmente. En el interior de la dependencia perdí de vista a Paola por unos instantes. Juzgué que había salido nuevamente a la calle sin decirme nada, y me acerqué a la puerta para observar si era el caso. No alcancé a verla, pero al abrirse ésta, dejó pasar los ruidos y voces exteriores, que vinieron a sumarse a los producidos en el interior, y a imponerse con ventaja sobre estos.

Inducido por un acto reflejo, me di vuelta, lo mismo que si hubiera podido tratarse de mi nombre. Éste que escuchaba, además de una resonancia que debía serme harto familiar, tenía indudablemente un aire exótico muy suyo. Ambas cualidades reunidas en un solo haz, bastaron para captar de golpe mi atención. Entonces la vi. Alcancé a verla, apenas un instante, y a reconocerla. La reconocí, a pesar del tiempo transcurrido. Veinte años, habían pasado desde el último encuentro. Había tenido lugar éste, cuando coincidimos luego de casi seis años, sin vernos. Se trató, naturalmente, de un encuentro que hubiera sido inconcebible. Ocurrió en la Plaza San Marcos. Entonces aún vivían sus padres. Ambos han muerto ya, según noticias. ¿De qué modo no reconocer ahora, esa peculiar prestancia, muy femenina, asentada en una suerte de gravedad, cual si, una plomada invisible que bajara de la cabeza a los pies, la sostuviera en equilibrio, lo mismo al caminar que estando detenida, o más bien, como si ella misma sostuviera sobre su cabeza un recipiente de cristal delicadísimo, lleno de un agua preciosa, que fuera necesario conservar y trasladar a alguna parte? Vestía ahora, con la misma elegancia y sencillez de antes, ésta que sólo ella habría podido conciliar. El individuo que había llamado su nombre —un compañero, o su marido tal vez— le mostraba ahora alguna cosa, un objeto que ameritaba la atención, que él reclamaba. Vacilé un instante, respecto a la que debía ser mi conducta. ¿Se acordaría ella igualmente de mí? ¿Sería en verdad ella? ¿Y si se tratara, en realidad, de una hija suya que se le pareciera, como una gota de agua a otra, y llevara su nombre? Me acordé, de aquella declaración de mi madre, tan sentenciosa como reiterativa, tal y, según eran, muchas de las que la caracterizaban:

—Este mundo es un pañuelo, que mientras más lo despliegas, más pequeño resulta ser.

Como por entonces yo no había viajado nunca a ninguna parte, y no llegué a hacerlo hasta mucho tiempo después de entrado en la mayoría de edad, ya que hasta los desplazamientos locales eran obstaculizados por esa época, con arreglo a una legión de impedimentos de toda clase, no llegaba a comprender el alcance de una afirmación semejante. Ahora, de repente, creí alcanzar una comprensión cabal de su significado.

El mundo, en efecto, era un pañuelo, cualquiera de cuyas puntas podía tocarse desde el extremo opuesto. ¡Bueno, de algo así debía tratarse! A propósito de mi madre, creo que, durante algún tiempo, hubiera visto con buenos ojos que ella y yo acabáramos por casarnos algún día. Táneshka era, indudablemente, una criatura especial, refinada, perfecta. ¡Ideal para su hijo! Nos habíamos conocido en la escuela primaria. El padre de Táneshka, era el vástago de una prominente familia hindú, educado desde temprano en Europa y los Estados Unidos, como consecuencia de lo cual, se convirtió a las ideas marxistas, y se incorporó al Partido Comunista de su país, a muy temprana edad. Sus ideas lo condujeron indefectiblemente a la Unión Soviética y China, antes de la ruptura de esta alianza ideológica. En Rusia, o más propiamente, en Ucrania, conoció éste, a quien sería su esposa, Natalka, la madre de Táneshka. La deslumbrante belleza de esta mujer, sólo podría compararse con su inteligencia y cultura. Poseía varios grados universitarios, en disciplinas tan diversas como la Física Nuclear, y la Literatura española del Siglo de Oro. Era, asimismo, una consumada pianista, que había pasado por el Conservatorio. Su conversación era siempre interesante y bien informada, y poseía el don de hacerse escuchar, sin infligir a los otros sus propios silencios. Conjugar como ella lo hacía, su vastísimo y ameno saber, su belleza, y la desenvuelta sencillez de su persona, debieron ser los ingredientes que sedujeron a Balu. ¡Los mismos, sin ir más lejos, que nos seducían a todos por igual! Cada uno según fuera su nivel de competencia, o su edad. Yo era, apenas una criatura. Quienes la conocían se referían a ella, indefectiblemente, como “la rusa”, sin suscitar, aparentemente, ninguna reacción en contra. Yo había tenido el gusto de conocerla, muy pronto, gracias a esa sencillez y accesibilidad de su persona, cuando recién acertaban a ser instalados ella, su pequeña hija, y su marido, en uno de los edificios fabricados preferentemente para “los técnicos extranjeros del campo socialista”, grupo al que ellos pertenecían, indudablemente, de modo que Táneshka y yo, coincidimos por un tiempo en la misma escuela, y nos hicimos inseparables amigos. Esta amistad no se interrumpió luego, ni siquiera cuando mis padres fueron “sancionados” por alguna causa, y nuestra familia resultó prácticamente “sellada” dentro del apartamento que debía correspondernos. Aunque semejante “sanción” nos fuera suspendida más adelante, en consideración del trabajo que realizaban mis padres, microbiólogos ambos, y seguramente de algún arrepentimiento jurado por ellos, también fuimos trasladados a otro edificio, que al menos debía resultar más amplio y más cómodo, pero que asimismo nos distanciaba aún más de Táneshka y sus padres, a su vez trasladados a otro piso, en otra parte. A Natalka se debió que volviéramos a vernos. Fue ella quien procuró y obtuvo nuestra nueva dirección, y se apareció alguna vez en casa. Mamá y ella se abrazaron con verdadero afecto, y algo parecido ocurrió entre la niña y yo, aunque no mediaran precisamente abrazos ni besos. Todas estas cosas me pasan por la cabeza en un torbellino, mientras vacilo unos instantes si dirigirme a ésta a quien creo reconocer, o no hacerlo, por temor a llevarme un chasco.

Entre tanto, Paola y yo volvimos a reunirnos en el interior de la tiendecita, y sin consultarnos al respecto, salimos, caminamos a lo largo de la calle, y entramos al primer café que nos salió al paso, para tomar algo caliente, antes de internarnos por las callejuelas y callejones que cruzaban la población, a manera de lianas más gruesas y oscuras que las numerosas otras de origen vegetal, que, igualmente se extendían en todas direcciones. Un fuerte viento procedente del mar nos golpeaba en el rostro y en el torso, al andar, y aunque el día fuera soleado, a la sombra de un alero cualquiera, o al que proyectaba un muro de piedra, se hacía sentir una frialdad penetrante. El gentío que iba y venía en cualquier dirección, no permitía al comienzo, elegir con determinación, la zona favorecida por nuestra preferencia para andar. El sonido de las voces, redominantemente en inglés, y el romper de las olas contra los arrecifes y farallones, lo sumía todo en una especie de conjuro, sólo roto momentáneamente por el llamado de su nombre.

—Táneshka, darling… Táneshka…

Acerté a pedir un chocolate caliente, para llevar, y me asomé a una puerta lateral del establecimiento con el propósito de espiar la calle. Alcancé a ver su grácil figura alejándose, y sin poder contenerme, me lancé tras ella. Paola me siguió a poco, con algo de contrariedad y sorpresa en la expresión del rostro. Llevaba en una mano el café latte, pedido por ella, y en la otra, el chocolate que yo había pedido. Tal vez me diera cuenta de la insensatez de una persecución sin propósito ni determinación, como era aquella que me guiaba, cuando aflojé el paso, permitiendo a su vez a Paola darme alcance.

No escuché nada, de lo que, con absoluto derecho y razón, me reprochaba. Es decir, no conseguí dar acogida en mí a sus palabras. Atiné apenas a musitar una excusa, adivinando, antes que escucharlas, las cosas que tendría que decirme.

Se trataba de algo bastante complicado de explicar. Pero juraba decírselo todo de la A a la Z, cuando yo mismo consiguiera poner en orden mis ideas. ¡Había visto un fantasma!

—Ya mismo, te lo cuento todo. Es hora de almorzar. Busquemos donde hacerlo, antes de echarnos a vagar por el pueblo, y de recorrer la costa como quieres hacer —le propuse.

Aceptó, no sé, si porque le pareciera bien la idea de almorzar después de tanto manejar para llegar aquí, o porque la sedujera la idea de saber lo que había ocurrido, o ambas cosas.

Muchas de las mesas estaban reservadas, como consecuencia del flujo de visitantes, para asistir a la filmación de la popular serie televisiva, (en la que ella intervendría como invitada especial), según escuchamos, pero un camarero diligente y simpático nos halló acomodo en el segundo piso del Red Spunky Lion. Él mismo, parecía un poco la imagen personificada del felino, cuyo emblema colgaba a la entrada del establecimiento, y aparecía impresa (o más propiamente, bordada con delicado diseño) en la superficie de las servilletas, y en las puntas de los manteles. El servicio era de primera, y el menú lo mismo. Sin poder evitarlo, (supongo que se tratara de un viejo hábito), eché una ojeada de soslayo a los precios indicados, y calculé lo más rápidamente posible, la equivalencia entre los precios señalados en libras, sumada una generosa propina, y el monto en dólares y euros. Todo esto tuvo lugar en cuestión de segundos. Paola no había dejado de observarme, y no eran los precios del menú los que le interesaban.

Le referí, todo lo relacionado con Táneshka, que me era posible apretar en una relación, medianamente coherente, sin dejar fuera el complejo emocional que, según era natural, se relacionaba con ella. A medida que hablaba, imponiéndome una narrativa clara y desprovista en lo posible de emocionalidad, se iba produciendo una transformación profunda en la expresión de mi interlocutora. No lo noté, sin embargo, o no alcancé a comprender la naturaleza de la misma, hasta el momento en que me interrumpió un instante, para decir:

“You fool of a man! Go after her. I totally get it now. Go and find her! Talk to her! Go! What are you still waiting for?”

No conseguiría explicarle a mi compañera, con la misma serenidad o concisión precedente, el resto de la historia con Táneshka. De modo que aduje toda clase de razones que debían interpretarse como justamente eso, razonables. Sólo podía tratarse de una fantasmagoría, de una ilusión, ahora estaba convencido. ¡Un parecido, es sólo eso, después de todo! La edad no podía corresponder, en modo alguno, a la persona de Táneshka, que tendría aproximadamente la mía. Sabía exactamente que ella era dos años menor, pero me pareció más convincente el recurso de la aproximación de edades. No habría podido explicar por qué causa. Tal vez se tratara de un torpe recurso para negarme a mí mismo lo cercanos que habíamos sido alguna vez, o de un fútil intento de convencer a Paola de que, en efecto, así era. Porque de tratarse de todo lo contrario, ¿cómo podía explicarse que la dejara escapar después de tanto tiempo, una vez más?

Debía persuadir a Paola, persuadiéndome a mi vez, de que no tenía sentido ponerme a corretear detrás de un fantasma, al que debería buscar a través de la pequeña población, invadida de turistas, sin traza alguna de su paradero. Y si se tratara de una hija, o de una hermana desconocida por mí, cuáles excusas o disculpas serían luego necesarias.

¡Bueno, a la tercera iba la vencida! —me dije. Le dije esto mismo también a Paola. Ella no pareció comprender en absoluto. No sé si se trató de la expresión utilizada, o de la aplicación de ésta en el presente caso. La primera vez que la había perdido de vista —le expliqué, seguidamente— fueron aquellas semanas en las que, incomprensiblemente para mis años de entonces, dejamos de vernos, porque mis padres, y con ellos también yo, nos habíamos convertido en unos apestados, y casi sin transición nos trasladaron de vivienda. Yo no entendía nada de aquello, cuando mi madre me retenía al interior de nuestro apartamento, que a la postre resultó no ser nuestro, sino del estado, para protegerme del rechazo de los otros niños, quienes ahora no estarían autorizados por sus respectivos padres a juntarse conmigo para jugar. La reaparición de Táneshka en mi vida, esa vez, de la mano de su madre, cuando menos podía esperarlo, significó el cumplimiento de una promesa que nadie me habría podido hacer. Aunque ya no fuéramos a la misma escuela, ni dispusiéramos del tiempo de que antes disfrutábamos, como si no pudiera agotarse nunca, Natalka y mi madre se las arreglaban innumerables veces para hacer posible nuestros reencuentros regulares. Ya en la secundaria acertamos a caer en la misma escuela, en el momento en que comenzaban éstas a ser desplazadas al campo. Se trataba, según se nos decía, y se decía en alta voz, del “modelo del futuro”. Allí recibiríamos una educación integral, combinando la instrucción que recibiríamos con el trabajo que debíamos rendir. Aquello hasta nos parecía “romántico”. Era sin dudas “ideal”. No todos debían pensar así —según llegamos a saber más adelante—, pero hablo de lo que nos parecía a quienes éramos como Táneshka y yo. La casa, sin dudas, influía. Nuestros padres, o al menos así ocurría con los míos, ensalzaban el proyecto educativo con toda vehemencia. La radio, los periódicos, la televisión, y el cine, dotaban de un aire heroico el mero hecho de “participar” —pese a que no había otra opción—, en los planes de “la escuela en el campo”. Hasta un himno, dedicado a este empeño, debido a uno de los trovadores oficiales, fue puesto de moda. Apropiadamente, se llamaba “La nueva escuela”. Los primeros tiempos fueron verdaderamente maravilloso. No teníamos conciencia de qué modo se nos hacía trabajar a expensas de la instrucción que debíamos recibir. Siempre podía atribuirse a un problema de “desorganización” o, mejor aún, a la “falta de la debida organización” en los comienzos. Pero no era eso, cosa alguna que pudiera preocuparnos, o importarnos lo más mínimo. Táneshka y yo nos hicimos inseparables, y para la mitad del curso nos hicimos novios. No pensábamos decirles nada a nuestros respectivos padres, hasta que se nos ocurriera que así debíamos hacer. En realidad, no pensábamos en esto siquiera. Durante las ocasionales y esporádicas visitas que nos hicieron éstos, nos comportábamos como hubieran esperado ellos que hiciéramos, como buenos amigos y camaradas. Satisfacíamos esa expectativa, porque, muy pronto se marchaban, dejándonos a veces algunas cosas de comer, dulces y galletas, que compensaban la dieta bastante insípida y reiterativa que consumíamos, además de insuficiente.

Nuestro noviazgo, duró el tiempo que le estaba asignado. En ese intervalo fuimos inmensamente felices, ignorantes de todo lo que no tuviera que ver con nosotros y nuestros sentimientos recíprocos. De repente, sin embargo, un inesperado viaje a la India, adonde al parecer debían desplazarse con alguna urgencia los padres de Táneshka, le puso fin. Imaginábamos que se trataba, naturalmente, de una corta interrupción en el flujo de nuestras vidas, a la que podríamos enfrentarnos con optimismo, porque estaba llamada a no durar mucho tiempo. Táneshka me dejó sus cuadernos de trabajo, con la excusa de facilitarme el estudio de las numerosas materias escolares con vistas a los exámenes, muy próximos, en realidad con el propósito de que yo pudiera sentirla cerca de mí. En verdad, me habría sido imposible sentir de otro modo, sobre todo mientras duró el optimismo de volver a vernos, y persistió el delicado aroma de su perfume entre las páginas de los cuadernos. Una foto, en la que aparecíamos muy juntos, tomados de la mano, a punto de besarnos, vino a ocupar un sitio prominente junto a mi litera. Me la había dejado ella, en calidad de préstamo. Como las imágenes parecían borrarse de hora en hora, sumiéndose en la niebla sepia del entorno, llegué a sentir miedo de que al regreso de Táneshka, no pudiera explicarle con exactitud, lo ocurrido a la foto, para entonces convertida en un mero trozo de cartulina en blanco. La espera para la que creía estar preparado, se prolongó, más tiempo del que ella y yo habíamos anticipado. Al principio hubo alguna que otra carta. Se recibieron en la casa de mis padres, en la ciudad. Siguiendo algún género de intuición, que tal le aconsejaba, mi madre hizo expresamente el viaje hasta la escuela donde me encontraba, para poner en mis manos el sobre abultado, en el cual reconocí de inmediato la caligrafía de Táneshka. Ni siquiera me sentí demasiado culpable cuando mi madre se marchó, casi enseguida después de haber venido, porque yo no había deseado otra cosa que quedarme solo, es decir, sin su presencia, para entregarme a la lectura de la correspondencia.

—Además de la carta —dijo mi madre— te he traído una conserva de guayaba y un trozo de queso blanco. Estíralos lo más que puedas, para que te duren.

Con éstas o parecidas palabras, y un beso, se despidió de mí. Abelardo, el chofer, a su vez, lo hizo con un gesto de su mano libre, mientras con la otra abría la puerta del automóvil, para que mi madre desapareciera en su interior.

Luego de esta primera carta, se recibieron otras dos con el transcurso del tiempo. Mi madre no volvió a traérmelas al internado, porque éstas llegaron a su destino cuando yo acertaba a hallarme de paso (es decir, de pase) por la ciudad, en la casa en que vivían mis padres, con motivo de las vacaciones escolares. La última de las cartas no parecía guardar relación con nada. Era cual si, la voz de Táneshka se fuera alejando cada vez más, hasta hacerse inaudible, apenas un murmullo incomprensible. Después, naturalmente, se hizo el silencio. Un silencio absoluto, definitivo. No sé de qué modo, exactamente, desperté del sueño en que había estado sumido, ni cuando ocurrió la realización de que se había tratado de un sueño. Al despertar, lo hice del todo. No se trató de algo que me hubiera propuesto, pero roto el sortilegio de Táneshka, la realidad cobró —no sé si de pronto, o gradualmente— relieves propios, o más bien formas, bulto, una consistencia rocallosa, si bien chata, falta de color y de atractivo. Para que la nueva realidad fuese más real a mis ojos, mi padre desapareció de repente. Mi hermana Arabela fue a darme la noticia.

—¡Buena nos la hizo! Pero sobre todo a esta gente. En la uña se la ha dejado, aprovechando el viajecito a Rusia, que finalmente le dieron. El avión hacía escala en Canadá, donde pidió asilo. A mamá la han suspendido de su trabajo por sospechas. Ella nada sabía del asunto, me lo ha jurado, porque claro está, papá tuvo que planearlo todo con la mayor discreción, y en una absoluta reserva. Bien sabía él, que ni siquiera a mamá podía confiarle nada de nada. ¡Francamente, me alegro por él!

No pensé en este momento, según era más lógico concluir, que seguramente no volveríamos a verlo nunca más, que había de ocurrir como con Táneshka. Alguna que otra carta de su mano sería recibida de tarde en tarde, hasta que por fin se instalara entre nosotros el más absoluto silencio. El regocijo de mi hermana resultaba contagioso, y daba para disipar cualquier nube.

—¡Una jugada maestra!

La fuga del viejo, aunque evidentemente nos perjudicaba, lo cual no esperó a probarse en mil y un avatares y contingencias, consiguió al cabo, que también nosotros consiguiéramos abandonar el país tras innumerables gestiones diplomáticas y de “carácter humanitario”, en las que, sin dudas, mucho tuvo que ver la intervención o apelación del mismísimo rey de España, que era sobre todas las cosas un hombre decente. Nuestro destino, consecuentemente, fue este país. Nos instalamos en España por un tiempo, donde los conocimientos y la experiencia de mis padres fueron de gran utilidad. Por fin, a los reclamos de una hermana de mi madre, la tía Virtudes, nos acogimos al calor de la ley americana, y a ese territorio. Mi hermana se casó allí con un italiano, y desde entonces ha vivido entre Italia y los Estados Unidos, con su familia, cada vez más numerosa. Como bien sabes, yo conseguí que me aceptaran en Oxford, primeramente, y luego comencé a estudiar alguna cosa que nunca iba a terminar, en el M.I.T. Durante mis días de Oxford nos conocimos tú y yo si no recuerdo mal. ¡Estabas enamoradísima de mí! No vayas a negarlo ahora por despecho.

La risa de Paola, llena de momento el recinto, casi vacío, ocupado por algo menos de una docena de comensales, incluidos nosotros dos.

“You wish! Wouldn’t you?

Yo también sonrío. Paola y yo hemos sido amigos desde esa temprana época de estudiantes cuando nos conocimos. Como es obvio que aguarda la continuidad de mi relato, no la hago esperar más.

Luego de nuestra salida, recobramos de a pocos el curso de nuestras vidas, si es que tal cosa es posible, o simplemente, nos repusimos en una atmósfera favorable a fin de comenzar de cero. Por puro azar, (o porque el sino así lo marcaba), Táneshka y yo volveríamos a encontrarnos, veinte años después de separarnos del modo que ya conoces. ¿Pudo en verdad tratarse de un reencuentro? ¿Qué intención pudo haber sido la de los hados, favoreciendo o facilitando tal cosa? No hay que dar para nada crédito, a lo que diga el tango ése de que “veinte años no es nada”. ¿Cómo no habían de serlo? Hacía poco, había conseguido colocarme de guía de turismo en la Plaza San Marcos, donde repetía en cinco idiomas el mismo libreto día por día, cuando apareció ella entre un grupo de turistas. El descubrimiento fue simultáneo y recíproco, pero no ocurrió de golpe, sino que se trató de una revelación, y al cabo, cuando se dispersaba por su cuenta el grupo de marras, nos quedamos en silencio, sobrecogidos de asombro, desconcertados por la inevitable constatación, hasta que ambos conseguimos sobreponernos a nuestra mutua confusión para producir el reconocimiento.

Ni ella ni yo sabíamos bien qué hacernos con ese presunto regalo, que el sino nos ponía entre las manos, de repente. ¿De qué modo podíamos saberlo? Nos condujimos con reparos, cuando era evidente que hubiéramos querido dejarnos ir. El breve intercambio, (ella formaba parte de un grupo de amigos o compañeros, que ya regresaban donde el autobús en el cual viajaban) procedió con torpeza que eran asimismo tanteos de ciego.

—¿Eres realmente tú?

—¿Y tú? ¿Qué fue de aquel muchacho melenudo?

—¿Te das cuenta de que el pelo se lleva corto ahora?

—Sí, desde hace algún tiempo.

—¡Dios mío, cuánto tiempo ha pasado!

—Llegué a pensar que ya no nos veríamos más.

—Yo, no.

—Pues ya ves. Cuéntame de ti; de tu familia.

Al cabo, nos despedimos con precipitación: un intercambio de tarjetas en las que estaban nuestros respectivos números de teléfono. Entonces, naturalmente, no había llegado aún la telefonía móvil. Un beso, tal vez dos, en las mejillas y la promesa (el reclamo recíproco) de una llamada, muy pronto, que nos permitiera “reconectar”, rehacer la tela rota, el diseño en común que debió corresponder a nuestras vidas. ¡Una verdadera imposibilidad! Fue por eso mejor que, luego de vacilaciones sin nombre, (seguramente mutuas) cuando procedí a efectuar la llamada prometida, se me informara mediante una grabación expedita, que el número estaba equivocado. Intenté, no obstante, toda clase de combinatorias, sin éxito, y al cabo dejé estar el asunto, aunque sin renunciar aún, a la esperanza de que fuera ella quien diera conmigo. El número que puse en sus manos era el correcto, pero el timbre no sonó nunca. Es decir, ninguna de las veces que timbró el aparato, se trataba de su llamada. ¿Habría extraviado mi tarjeta, o simplemente perdido el interés por “reconcectarnos” después de tanto tiempo transcurrido?

Por entonces soñé con ella varias veces. Eran sueños que nos colocaban de pronto al borde de un abismo, que procurábamos evitar, o constituían un encuentro semejante al de la Plaza San Marcos en Venecia, pero en un entorno desconocido, amenazante. Me dije, que todo esto era más evidente que simbólico: una transposición onírica de la realidad. Creo que era cuanto necesitaba hacer, a fin de pasar hoja sobre el asunto. Los sueños no se repitieron, al menos de manera que yo pudiera reconocerlos. El resto de lo que pasó en mi vida, no te lo cuento, porque además de ordinario, lo conoces mejor que yo mismo.

—Una ruleta rusa…

—Tampoco hay que exagerar porque se tengan ciertas noticias de algún que otro hecho. Mi vida había sido siempre algo improvisada, una suerte de aventura, pero es que, ¿acaso no se trata de eso la vida, y no de otra cosa?

—¿Lo preguntas en serio?

—Realmente no. No quisiera enzarzarme en una cuestión semejante, que habría de conducirnos a una discusión de sesgo filosófico.

—Muy bien. ¡Ahí halles tu respuesta no buscada!

—¿Todas las respuestas?

Paola calló, decidiendo no seguirme el juego.

Entonces continué mi relato sin narrativa, o mi relación sin verdadero suceso.

—Y ahora, hoy, aquí, precisamente hoy, estoy seguro de haber vuelto a encontrármela. Bueno, no precisamente esto, sino lo más parecido del mundo a un segundo encuentro. A la tercera va la vencida, suele decirse, no sé por qué. ¿Quiere decir que habrá aún una tercera ocasión, cuando ambos seamos ya unos ancianitos decrépitos? ¿Qué clase de sino es ése, por amor de Dios? Como bien sabes nunca me he casado, ni pienso hacerlo. Sucederá alguna vez, si está de suceder, lo más probable es que no ocurra. No me imagino, a mis años, comenzando a criar hijos. Sobre todo, a compartir mi vida de manera permanente con alguien. Sabes bien que las mujeres son seres complicados, o complejos, según te parezca mejor.

—Podrías intentarlo con otro hombre. No suelen parir.

—Pero son territoriales como los perros. Mean cada diez pasos para marcar su territorio.

—¿Nunca tuviste…?

—¿Inclinación por los hombres? Nada que pueda considerarse anormal, quiero decir, que se situara fuera de la norma aceptada.

—Las normas varían. Ha variado mucho respecto a ese asunto.

—No. No siento el atractivo que insinúas.

Paola habría dicho seguramente a esto que “no se trataba de insinuaciones de su parte, que ella hablaba siempre por lo claro, etc.” pero no la dejé proseguir.

Durante ese encuentro en San Marcos, o más bien, con posterioridad a él, llegué a concebir la noción de que, tan pronto volviéramos a vernos, le pediría casarse conmigo. ¡Eso! ¿No estaba acaso escrito en las estrellas, que, a fin de no apartarnos nunca jamás, debíamos consumar, confundiéndolo en uno solo, nuestros respectivos destinos? ¿Podría imaginarse una propuesta…, qué digo propuesta, una idea más descabellada?

—¿Desatinada, querrás decir? Porque luego de no verse en tantísimo tiempo, pensar precisamente en…

El camarero que nos atendía se acercó a nosotros en ese momento para preguntarnos si deseábamos cualquier cosa. Paola le pidió que nos trajera la cuenta, más concretamente, que se la trajera a ella.

—Sí, por favor. Una sola cuenta.

Le di las gracias, mientras terminaba la segunda copa de vino Riesling con que había acompañado el delicioso pescado, o lo que de éste había consumido. No había podido acabarlo todo, pese a su inmejorable sabor y aspecto. Paola no me permitió siquiera dejar la propina, ese proceder “tan típicamente americano”, según me señalara alguna vez ella misma, sin ánimo de censura.

A pesar de hallarse ausente, la existencia misma de Táneshka lo llenaba todo.

—Tendríamos que ir por ella, ahora mismo, si es lo que deseas hacer —declaró finalmente mi compañera— para cerrar otro capítulo de ese libro misterioso, o para proporcionarle una coda natural, y una continuidad.

—Hasta el tercer encuentro, supongo, que será el definitivo, según se dice.

Luego de pagar, y despedirnos del atento y eficiente camarero, nos marchamos. A medida que echábamos a andar, la idea de “buscar” a Táneshka, o el fantasma de Táneshka, seguramente nos pasó a ambos por la cabeza, pero pronto nos hallamos enfrascados en cualquier conversación, como antaño, cuando ambos nos habíamos conocido en la universidad.

—¿Qué papel haces?

—Encarno a una americana, rica, naturalmente, que busca en Cornwall la cuna de sus antepasados, y durante su pesquisa, conoce a alguien más joven, con el cual… Ya me dirás si mi acento no es el propio de Philadelphia, hablado por las personas con clase. Cuando estudiaba en Bryn Mawr el bachillerato, me familiaricé con el habla del Main Land. He pasado días enteros frente al espejo, para estudiar mi articulación, y oído viejos discos. Además, durante mi reciente estadía en Liverpool le he pagado una fortuna, a un experto conocido, que se dedica a este género de cosas. Sabes bien que soy una verdadera perfeccionista.

Creo que llegamos a olvidarnos de Táneshka al fin y al cabo, es decir, a posponerla, relegándola a un tema más, que hubiéramos agotado. Sin embargo, durante nuestro recorrido a pie, junto a la costa, hubo instantes en que volví a acordarme de ella. Me la recordaba un objeto cualquiera, el descubrimiento de un velero a la distancia... Me la evocaba un olor traído por la brisa, junto a un promontorio de concepción romántica. Conseguía apartarla de mi mente, pero era una suerte de tarea pendiente.

Al regreso a nuestro “cottage”, o, mejor dicho, de camino a éste, me propuse con determinación olvidarla, olvidar todo cuanto tuviera que ver con ella, quitarme de la cabeza aquella oscura obsesión sin sentido alguno. Paola y yo hablamos de infinidad de cosas, proyectos (mayormente suyos), de nuestras respectivas familias, y, relaciones sentimentales, o la falta de ellas, al menos en mi caso. Ella, por su parte, había conocido a alguien, poco antes del comienzo de la pandemia, y este lazo, contra toda posibilidad se había mantenido, incluso fortalecido, en el curso de estos dos horribles años de aislamiento forzado, y de paranoia inducida por todos los medios.

—Naturalmente, me hablaste de él un par de veces.

—Ya lo conocerás en persona.

—Me alegraría. Espero que se trate de alguien que verdaderamente te merezca.

—Hablas como si fueras mi madre.

—Disculpa. Tienes razón.

Tres días después del anuncio, en efecto, Christ Middelton y yo, pudimos conocernos al fin.


Rolando Morelli. Escritor cubano (Horsens, Dinamarca, 1953). Creció en Camagüey, Cuba. Narrador, poeta, dramaturgo, ensayista, editor y profesor universitario jubilado. Es editor general de la serie Dossier / Cuadernos monográficos, de Ediciones La Gota de Agua, con sede en Filadelfia, Pennsylvania (Estados Unidos). Entre sus títulos más recientes se encuentran los libros de cuentos En tabletas de barro y por otros medios, Cuentos argentinos de Cuba para un editor español, y la trilogía de relatos sobre el “Mariel”, Y el mar, de fondo. La revista digital venezolana, “Letralia, tierra de letras”, lo ha incluido entre los narradores de varios países que colaboran en el libro conmemorativo por el veinticinco aniversario de la publicación. La novela Historias que nunca nos contaron, constituye el cierre de una serie de novelas históricas, que arranca con «Lo que dura el estío» y se sitúa en la Cuba de 1820, teniendo por trasfondo los avatares que atraviesa la Constitución liberal española proclamada inicialmente en el año 1812. Entre ésta y su más reciente título en la serie, se extiende, a manera de puentes, una producción que busca, mediante la relación o restitución de las pequeñas o grandes historias personales, y los hechos y fechas olvidados de propósito, contarnos OTRA historia, marginada, borrada o ignorada, ésa que es moldeada o deshecha por la Historia oficial u oficiosa. Otros libros de relatos, y una compilación de la poesía del autor, aguardan publicación.

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Fragmento de “Bandidos”

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Zoé Valdés: vida intensa y actual