Olvide el orgullo

LEANDRO EDUARDO CAMPA

Me había quedado una manilla del día anterior y opté por tratar de venderla en el Downtown de Miami, y así estar cerca de la «joyería de Alí Babá» para volver a comprar. Serían cerca de las once de la mañana cuan­do, luego de casi una hora de andar proponiendo la prenda, fui a la parada de ómnibus que van a Miami Beach; y, no hice más que llegar, y le propuse la joya a una rubia cuarentona con una gruesa cadena en el cue­llo de la que colgaba la Virgen de la Caridad.

—¿En cuánto me la das? –me preguntó con avidez.

—Treinta y cinco dólares –le dije, y se la di.

Empezó a examinar la pulsera (solamente compraba manillas de a dos dólares) y yo me separé unos pasos de ella para el que nos viera no me relacionara con la prenda, y a la vez, la compradora no pensara que que­ría arrebatarle la cadena que llevaba puesta. Cuando pare­cía que se iba a efectuar la transacción se apare­ció una mujer centroamericana, y sin más allá ni más acá, le dijo a mi clienta:

—Doña, no se deje robar. Eso es pura mierda.

La rubia, que ya iba a sacar el dinero de la cartera, me miró indignada y me devolvió la pulsera. Yo me volví frustrado hacia la intrusa y le dije que era una na­cata­mal (en verdad, no se me ocurrió otra ofensa) y con la misma seguí mi camino. Al cabo de unos minutos ol­vidé el incidente.

Una hora más tarde, en la parada de ómnibus del Go­vernment Center oigo a una mujer que dice a mi es­palda: «me dijiste nacatamal, ahora verá vos». Eso dijo, y salió corriendo hasta la parte trasera de la fuente que hay frente a la entrada del edificio, y donde al pa­recer había visto a un policía. Cuando ella regresó con el agente de la ley, ya yo había arrojado la manilla en un charco de agua que vi junto a la acera y, claro está, me moví del lugar. El policía resultó ser El Colorado, conocido en todo el Downtown por su multamanía. La entrometida, en un inglés que hubiera ofendido a Sa­muel Johnson trataba de explicarle al oficial, o mejor dicho, decirle, que yo era un ladrón.

—Sácate todo lo que tengas en los bolsillos –me or­denó el policía en cuanto estuvo ante mí.

Como el árbol que se deshoja vacié mis bolsillos so­bre el muro de la fuente (y, en el que, por cierto, algu­nos desamparados ya aseguraban sus puestos para pa­sar la noche): una piedra de imán para la buena suerte (ese mismo día la boté), un pañuelo, el paño para pulir las prendas, una libretica de apuntes, un lapicero, un preservativo color rojo, el cortaúñas, un peine, un ca­racolillo del tipo que usan los babalaos para consultar y un dolor en menudo. El Colorado tras examinar con acentuada curiosidad mi bazar de bolsillo, se volvió ha­cia la mujer y le dijo:

—No veo aquí ninguna manilla.

Esta, al verse perdida, acudió a una calumnia:

—Me quiso pegar –expresó, al tiempo que se toca­ba la cara con el puño.

—Ok, ok, señora –la interrumpió El Colorado, con más deseos de quitársela de encima que de arrestarme. En cuanto a mí, me dijo:

—Recoge tus cosas y lárgate. Si te vuelvo a ver por aquí te voy a arrestar.

La mujer que era nicaragüense, me miró con odio y se marchó. Alguna gente en la parada de ómnibus, que había estado mirándome como si yo tuviera un cuchillo ensangrentado en las manos, se mostraron decepcio­nados con el final de la escena. Yo recogí con parsi­monia mis predicamentos del muro de la fuente, crucé la calle y entré en la biblioteca. Leí unas dos horas el Fausto de Goethe y salí. Pero ya todo afuera era di­fe­rente; no estaba ni el edificio del Government Center, ni la fuente, ni el parquecito donde se espera la gua­gua. Quizás en el lapso que estuve en la biblioteca, transcu­rrieron cien o doscientos años. Ahora, Miami era una ciudad de intrincados rascacielos, de gente moviéndose veloz por las calles, de ensortijadas carre­teras aéreas. Asombrosamente, vi que mi manilla aún estaba en el charco de agua; la recogí.


Leandro Eduardo Campa (Eddy Campa) nació en La Habana en 1953, en un solar del barrio de Los Sitios. A los 15 años fue detenido, acusado de hippie sin serlo. Desde ese entonces estuvo fichado por la policía política del régimen cubano. Su relación con la literaria comienza en la cárcel: “Estando preso escribo un cuento, donde, en esencia, se narraba la llegada de un extraterrestre que me sacaba del lugar”. En los años setenta vuelve a ser encarcelado acusado de enviar sin autorización el manuscrito de su libro Calle Estrella y otros poemas a un concurso en Venezuela. En 1980 sale de Cuba durante el éxodo del Mariel. Reside un largo tiempo en Texas y un período en Nueva York, hasta que se establece en el corazón de La Pequeña Habana de Miami. Escribe su extraordinario poemario Little Havana Memorial Park y los relatos de Cuentos para estafar y otras historias, donde narra sus experiencias como vendedor ambulante de prendas de fantasía. Un día entre finales del 2001 o principios 2002, desaparece sin dejar rastro.

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