Instrucciones para matar un enano

LUIS AGÜERO

En el exclusivo barrio del Vedado, La Habana, un amanecer de octubre

                                                    I

La Habana, otoño de 196

Efraín Trelles García, graduado en Filosofía y Letras por la Universidad de La Habana, crítico e investigador literario y además militante del Partido Comunista de Cuba, despertó a gritos a su esposa mexicana ese sábado de octubre de 1967 a las 3,28 am, exactamente. Durante la pesada jornada laboral del día anterior había recibido tres llamadas telefónicas anónimas en su despacho del Consejo Nacional de Cultura, todas con el mismo escueto y grotesco mensaje: ¡tu mujer te pega los tarros con un enano! Era una voz femenina que obviamente se apretaba la nariz para hablar, y por supuesto que él mejor que nadie sabía de quién se trataba.

A la caída de la tarde del viernes, una vez concluido el horario de trabajo, Efraín  decidió caminar un rato por La Habana Vieja sin rumbo fijo. No tenía el menor deseo de regresar tan temprano a su casa, pero tampoco le gustaba andar a la deriva y se detuvo a unas pocas cuadras, justo a la mitad de la calle Empedrado, en La Bodeguita del Medio. Consumió en la barra con nostálgico desgano un par de cervezas a temperatura ambiente y una ración de masitas de puerco fritas, no tanto porque deseara beber o comer, sino porque era lo que hacía todos los viernes para iniciar la primera noche del fin de semana cuando todavía era soltero, apenas 100 días a la fecha; el camarero que solía atenderlo lo reconoció en cuanto entró al local y le sacó conversación en busca de la buena propina que acostumbraba a dar, sólo que él no se sentía muy comunicativo en ese momento y en cuanto pudo se mudó a la mesa más alejada de la entrada y ordenó un mojito sin mucho hielo picado ni pizca de azúcar y con doble ración de ron--lo que en realidad quería era estar solo para ver si hallaba una solución más o menos decorosa al desastre en que se había convertido su recién iniciado matrimonio. Desechó enseguida pedir consejo a Silvano, su mejor y tal vez único amigo, quien se autodefinía “cínico tenue y cinéfilo extremado”, imaginando que le recomendaría en tono burlón que sacara algún provecho artístico, y quién sabe si también monetario, de tan penosa situación filmando una peliculita erótica, si fuera posible siguiendo el estilo free cinema que aún estaba de moda, donde quedara constancia gráfica de la  cópula, para añadir con desesperante suficiencia “la abominable cópula”, citando a Borges que citaba a Bioy que había citado a un incógnito heresiarca de Uqbar, quien a su vez había llegado al convencimiento de que el citado acto, al igual que los espejos, siempre tiene algo monstruoso porque multiplica el número de hombres, concluyendo el discursito con un gesto revulsivo al tiempo que añadía y mucho más grave en este peculiar caso “que podría multiplicar el número de hombres enanos”… ¡No! Por nada del mundo le iba a dar ese gusto al pedante de Silvano. Después de ese soliloquio quedó convencido de que a ningún otro amigo, conocido o familiar, menos que menos, podría solicitar ayuda para aliviar la angustia que lo embargaba. “Esto me lo tengo que jamar yo solito”, se dijo un tanto orgulloso de que alguien tan ilustrado como él supiera echar mano del lenguaje de la calle cuando era estrictamente necesario. Gracias a esa reflexión se sintió un poco más animado.

Sin embargo, en cuanto abandonó La Bodeguita del Medio lo asaltó un aviso de migraña, un débil aunque persistente latido en las sienes que lo persiguió e incluso se acrecentó mientras realizaba una suerte de bojeo por los alrededores con mínimas escalas en el muro del Malecón, un banco de la Plaza de Armas y el rincón más oscuro del portalón del Palacio del Segundo Cabo donde orinó a la pálida luz de la luna, hasta que decidió carenar en el bar terraza del restorán El Templete, nombre muy adecuado para la ocasión y donde sí permaneció el tiempo necesario para bajar un tercio de botella de ron Havana Club dorado servido a la roca, prender un tabaco Romeo y Julieta y negarse de plano a seguir cruzando miradas con una pletórica rubia oxigenada que parecía muy dispuesta a compartir su mesa y su pareja, una mulata de cabello desordenado y entrecejo fruncido al viejo estilo vaquero Tim Mc Coy –“Abre el culo, que pallá voy”, recordó en ese momento la indecente rima, o pega, como se le decía entonces, aprendida casi en su más tierna infancia. También en ese justo momento recordó que ya no era un niño y que no tendría otro remedio que regresar a su casa, al hogar, al dulce hogar, la fortaleza de la familia, según opinaban sus burgueses padres.                                                                                                                   

Ya bien avanzada la madrugada, medio ebrio por la mezcla de cerveza, ron a la roca y fraudulento mojito hemingweyano, y sintiendo en el estómago los fuertes efectos del puerco frito, partió en busca del auto que había dejado en el parqueo de su centro de trabajo, un insolente edificio de 14 pisos que se construyó a finales del gobierno de Fulgencio Batista con el propósito de que la azotea fuera usada como terminal de una nueva empresa de helicópteros de alquiler sólo para millonarios. “Ironías del destino”, pensó al llegar al lugar; él había sido uno de los organizadores de la manifestación de estudiantes universitarios que protestó por la construcción de aquel adefesio, levantado en pleno casco viejo de la ciudad para demostrar al mundo que en Cuba la tradición le importaba menos de tres pepinos a los energúmenos que detentaban el poder. Con esos turbulentos recuerdos dándole vueltas en su cabeza, que a veces sentía que se le iba a separar del resto del cuerpo a causa de la migraña en aumento, se montó en el Austin Healey deportivo color azul pastel y partió a velocidad máxima rumbo al apartamento de lujo donde residía, heredado de sus padres, en el otrora edifico de propiedad horizontal Minarete, frente por frente al mar, en la zona más exclusiva de la exclusiva barriada del Vedado. Aún entonces no había decidido qué haría con respecto a su esposa mexicana, y tampoco con la mitad del tabaco que seguía ardiendo parejo ente los dedos anular e índice de su mano izquierda.

Sigiloso y prolijo, Efraín Trelles García revisó todas y cada una de las piezas del apartamento antes de entrar al dormitorio; incluso se asomó a la habitación de las jimaguas, a pesar de que él mismo las había llevado el viernes por la mañana, como de costumbre, para que pasaran el fin de semana con Tía Su, más conocida por Saraís Amores, la Muñeca que Canta… “en Mi Sostenido”, añadía él cada vez que podía con el propósito,  en lo absoluto inútil, de irritar a su esposa que adoraba a su hermana más pequeña. En el momento en que por fin accedió a la alcoba matrimonial, la densa penumbra que pervadía el ambiente, un remoto tema de Mantovani que sonaba en el radio despertador y, muy en especial, la bajísima temperatura del aire acondicionado, le hicieron detenerse de súbito, paralizado por un escalofrío más de abatimiento que de temor. La cefalagia alcanzó su pico más tenaz en el preciso instante en que, todavía tardo aunque ya dispuesto a recuperarse, aspiró una profunda bocanada del legítimo habano y advirtió el leve resplandor de la brasa en el esbelto cuello de su mujer, Rosa Lidia Alcántara Jiménez, envuelta ahora como un tamal dentro del edredón de seda color magenta que habían adquirido tres meses atrás en Budapest durante la luna de miel; un mechón de cabello color castaño cobrizo se confundía entre las sombras con el rojo apagado de la sábana, donde reposaban, en ese orden, media docena de almohadones de colores varios, un cenicero de cristal de roca rebosado de cigarrillos con filtro a medio consumir, un platico ilustrado con motivos chinos en el que sobrevivía un biscuit mordisqueado y un ejemplar de Una temporada en el infierno con la fina cubierta de cromocotex salpicada de grasa. El dolor de cabeza desapareció como alado cuando Efraín accionó el conmutador de la luz y consultó el Rolex clásico que gustaba usar en la muñeca de su brazo derecho: faltaban dos minutos para las tres y media de la madrugada del sábado. De pronto supo que haría una vez más lo que no debía, y además lo supo con la convicción que implica  estar convencido de que las demás opciones han sido canceladas por el más feroz despropósito.

Pero todavía sigiloso y prolijo se acercó caminando en puntillas a la cama y sintió la plácida y solícita respiración de Rosalí la imperturbable bajo el edredón de seda magenta --quizá estaba soñando con... “¡Ah, puta mexicana de mierda!”. Y sin deshacerse del Romeo y Julieta, haló con fuerza la colcha, se encaramó en la cama de un aparatoso salto y rasgó hasta el ombligo la sutil tela del desabillé color salmón que era lo único que cubría el cuerpo de su esposa.

–¿Dónde está escondido ese cabrón pigmeo?– Alzó de golpe el tabaco, ahora chisporroteante, hasta la altura de los ojos todavía fritos de sueño de su mujer, nacida en 1941 en México DF, y criada y crecida hasta los 19 años en Cortés del Sur, Pinar del Río, Cuba–. ¡Si no me lo dices ahora mismo te quemo tus dos preciosas tetas!

Efraín apreció una vez más que, en efecto, eran dos tetas preciosas: grandes y duras y rosadas, con los pezones que semejaban dos corales perfectos, emergiendo de una areola que asumía la dramática palidez del velo, por donde apenas se transparentaba el caprichoso dibujo de la trama interna que les daba vida. Y eran, sobre todo, y aun acostada como estaba en ese momento, dos increíbles tetas “caídas para arriba, igualitas a las de mi mamá”, como solía calificarlas su propia y orgullosa dueña.

–¡Te juro que ahora mismo te las quemo –repitió con el habano en alto– si no me dices dónde lo tienes escondido!

Rosalí se mostró algo fastidiada por la amenaza y suspiró hondo antes de responderle a su marido:

–Búscalo tú mismo–. Entonces levantó una ceja al estilo canalla que había impuesto muchos años antes María Félix cuando encarnaba en la pantalla a sus célebres devoradoras de hombres–. No deberías haberme dejado tanto tiempo aquí solita. Sabes que el muy canalla enano se aprovecha de mi debilidad.

De un súbito y muy productivo manotazo, Efraín volcó al piso un par de almohadones, el cenicero de cristal de roca, la porcelana china y el tomito de Rimbaud.

–¿No sé por qué te empeñas en leer lo que no entiendes? –comentó todavía furioso al reparar en el libro.

Después se movió rápido hasta montarse a caballito sobre la mujer. En esa incómoda posición forcejeó con ella durante unos segundos, logró encajarse el puro en la boca y, tras otro leve escarceo final, consiguió inmovilizarla sujetándola con ambas manos por los hombros. Al cabo de tanto ajetreo pudo exclamar:

–¡Cojones!...– mordiendo el insulto por entre el humo del tabaco, cuya ceniza se estremecía a pocos centímetros de la atropellada esposa–. ¡Mira que te estoy hablando muy en serio! ¡Acaba de decirme dónde está escondido el enano!

–Me vas a quemar con ese apestoso cabo de mierda– protestó ella al voltear el rostro, aunque todavía sin separar sus oscuros ojos del hombre que tenía encima. Entonces le ordenó enfática:-- ¡Aparta de mí ese cáliz! 

Efraín reaccionó con un movimiento reflejo: se separó de ella flexionado el fungoso cuerpo hacia arriba y la ceniza del habano terminó polvoreando el rostro de Rosalí... Tuvo apenas el tiempo necesario para acusarse en silencio de ser la persona más torpe del universo.

–¡Brrr!– ella exageró la mueca que solía hacer cuando algo le disgustaba mucho–. Tú nunca entiendes un carajo de nada, ni siquiera cuando trato de ser culta. Me estaba refiriendo al tabaco y no a tu puyita intelectual– y le rozó la portañuela con las puntas de los dedos antes de quitarle el habano y lanzarlo lo más lejos posible de la cama. Una  sonrisa apareció en los bordes húmedos de sus pulposos labios, tan cargados de promesas eróticas como el más sensual bolero–. Ay, Efraín Bebé, ¿no te das cuenta de lo que estoy necesitando en este momento? Me hace muchísima falta obra de varón, como dices tú que dice ese poeta gordo del que hablas tanto y al que nadie le entiende lo que escribe. Métemela, chico…

Transitando con inaudita rapidez de la ira al deseo, el joven intelectual marxista le hizo caso a su esposa y se dejó caer otra vez sobre la pelvis de sus antojos. El resto no fue precisamente silencio, sino más bien una noche toda llena de murmullos, o con mayor exactitud el final de una madrugada pletórica de suspiros, frases entrecortadas, griticos ahogados, palabras soeces y cualquier otra clase de ruido o mugido que pudiera expresar el colmo del placer, una extraña sinfonía de vertiginosos sonidos en celebración de otra nueva victoria de la mayestática vagina de Rosa Lidia Alcántara Jiménez versus el modesto pene de Efraín Trelles García. Un rato después ambos se quedaron dormidos, quizá más ahítos que satisfechos. 

Para adquirir el libro: https://www.amazon.com/-/es/Luis/dp/1733751335


Luis Agüero nació en Consolación del Sur, Pinar del Río, en 1937. Autor de la celebrada novela La vida en dos (1967), mención Casa de las Américas. Ha publicado, entre otros, Duelo a primera sangre (cuento, 1986, Premio Concurso Unión de Escritores y Artistas de Cuba) y La vuelta del difunto caballero (noveletas policiales, 1987). Su relato La muerte enteramente desnuda de Enriqueta la de Alcántara recibió el segundo premio en el concurso Juan Rulfo (1990) de Radio Francia Internacional.

Previous
Previous

Loa al espesor del tiempo y otros poemas

Next
Next

Fragmento de “Cartas a Pedro”