Fragmento de “No me hablen de Cuba”

GRETHEL DELGADO

1

Nadie me recibe y nadie me va a despedir. Hace tiempo dejé de creer en Ítaca. Demasiado tarde. Levanta la cara y no llores. Ya estás en Cuba.

¿Quién te habrá mandado a regresar? ¿No te cansaste derepetir que no volverías ni en sueños, aunque Gardel te diera nostalgia y tus amigos dijeran que era necesario reencontrarse con la patria? La patria... ¿Qué sentido tiene la patria si mis raíces están muertas, cortadas de tajo desde que me fui? ¿Qué es la patria? ¿Dónde está si no es con uno mismo?

Me quedaba un tío en Reina y Galiano, y murió hace unas semanas. Pero no vine solo para ver la tarja en el cementerio, o el espacio de fosa común donde lo habrán lanzado, después de revender por enésima vez nuestro panteón familiar. Vine a La Habana a reencontrarme con una amiga.

Si las despedidas son horribles, los reencuentros pueden ser peores. El aterrizaje fue aparatoso. Nos sacudimos como si estuviésemos en la coctelera de un barman que agita interminablemente el trago. Cayeron algunas maletas y bolsos, y más de una señora estirada, de esas que no veían la isla desde los años sesenta, fue blanco de los equipajes. También era tarde para ellas si de maldecir el día en que nacieron se trataba. Desde cabina el piloto pidió disculpas. Todos rieron. Los imitaba como una tonta, aunque siempre había rechazado la idea de hacer cosas en masa, desde reír hasta gritar consignas sin entender el por qué, o sin querer.

A la salida las personas esperaban a sus familiares, amontonadas en el rincón que les permitía ver a través del cristal. Lloraban antes de verlos salir de aquel enredo de metales. Lloraban desde el día anterior, cuando organizaban un recibimiento, al preguntarse si al familiar le gustaría esto o lo otro, como «allá hay de todo». Lloraban al hacer la cama que quizás le vio nacer, en el cuartico que seguía igualito. Lloraban desde la semana anterior, al ultimar los detalles para la fiesta: la comida en casa, las fotos, las historias. Lloraban hacía dos, cinco, diez años, porque no veían a esa persona más que en fotos.

Y yo, ¿qué hacía dentro de todo eso? ¿Por qué tenía que regresar a mi país de esa manera, atravesar registros vulgares en la aduana, sentir esa emoción que se podía palpar de tan densa, insoportable?

Di mis primeros pasos como un reo que está a punto de ver la calle, con mi pasaporte pegado al corazón. No sé por qué miré hacia atrás, en una estúpida reacción que siempre había visto en las películas, como si al mirar atrás algo o alguien pudiera revertirlo todo. Miré hacia atrás, quise convertirme en piedra, hacerme de una coraza para lo que vendría después. Detrás estaban los uniformados. Ni siquiera me miraban, ocupados en olfatear a los “gusanos” y detectar si se repetían muchas veces una camisa o un par de zapatos. Muy despacio, giré la cabeza hasta encontrarme con un enorme teatro que abría el telón para mí. Al fondo, cientos de actores.

No quería mirar a nadie. Adivinaba los pañuelos y los rostros hinchados, las primas y los nuevos amigos, los tíos y los nietos por conocer, que buscaban un rostro entre la gente. Fue suficiente escucharlos. Nunca he sido tan patriota, pero empecé a llorar. Lloraba a cántaros, con la barbilla temblorosa y pucheros y espasmos. Quise darme con una tranca en la cabeza por haber regresado a esta isla. ¿Quién me había mandado? Yo misma, la peor de mis consejeras, la que siempre se hunde sola. Caminaba con la vista en el suelo, barriendo mis propias desgracias, el tedio, o la costumbre, no sé, de saberme una Avellaneda peregrina.

Este lugar no era mío, ni el otro, ni yo, aunque tuviera juicio suficiente para disponer de mí misma. Tenía las manos vacías, me avergonzaba llegar a mi país de ese modo y franquear las crudas paredes sentimentales que me dejaban al fin pisar suelo cubano.

Los taxistas se anunciaban como en un mercado. Una señora muerta en llanto me confundió con su hija y quise morir ahí mismo. Necesitaba una ducha. Y un trago. Levanté mi mano y entré por inercia al primer taxi que se me puso delante.

–Al malecón.

–El malecón es muy largo, muchacha.

Cierto, el malecón es grande, pero La Habana merece

toda esa línea azul.

–Donde quieras dejarme. No, yo te digo.

Y salimos de aquel aeropuerto terrible. No era yo la que iba de largo, a cincuenta kilómetros por hora. Las calles,

la gente, los sitios me pasaban por delante, fugaces. A medida que entraba en la ciudad, las formas se hacían más violentas, podía ver más personas, edificios, charcos, luz y basura.

Paseo y Malecón, un sitio céntrico donde se unen el mar y la ciudad. Le di unos dólares de más antes de que empezara a explicarme algo de las casas de cambio de moneda. Enfilé hacia el muro y me senté frente al mar. Ya habría tiempo para la ciudad. Primero tenía que hablarle a Yemayá, a la cubana, no a la de Miami. Cualquiera diría que es el mismo mar, una sola deidad. Nada de eso. Tenía que ver a esta, la de verdad, la que se jodió conmigo. La Yemayá con la que siempre hablaba en las tardes, la que olía a sal y me susurraba patakines. A la Yemayá que aguantaba todos los insultos cuando había un apagón. A esa mulata bella que me hacía sentir mejor aunque no tuviera donde caerme muerta. A la Yemayá que me vio despedirme de Enrique. La que me puso la mano en el hombro para que no me pesaran las cosas que dejaba fuera de mi maleta; para que no me pesaran la tierra, los absurdos mágicos, las piezas de dominó polvorientas debajo del sofá, el tercer café de borra que ya era suspiro, mamá leyendo para mí, el beso al llegar de la escuela, la foto de fin de curso junto a Martí, Lenin, Marx y Engels. Yemayá merecía mi primer saludo.

Quería unir la imagen que me había llevado con esta otra que, después de sólo seis años, era totalmente distinta. Me vino a la mente la escena donde Sergio observa la ciudad: «Aquí todo sigue igual. Así de pronto parece una escenografía, una ciudad de cartón. Sin embargo, todo parece hoy tan distinto.¿He cambiado yo o ha cambiado la ciudad?»

No tengo respuestas. Hoy no quiero encontrar respuestas. Ni desempolvar a los muertos. Me levanté y seguí las curvas del malecón hasta encontrarme con la bahía y ese Castillo del Morro tan llevado y traído que sigue en el mismo lugar. El sol era cada vez más naranja, se despedía.

Vi a la señora de las flores. Estaba en el mismo banco, como un espectro. Me acerqué a ella para decirle que, una vez, hace siete años, hablamos sobre los vestidos de novia que vendían en la tienda La Época. Tenía más flores de plástico en la cabeza que un búcaro. Agarró mi mano y soltó unas palabras que no olvido: «¿A qué viniste?»

Entonces me topé de golpe con la noche. Cubría lentamente las azoteas, los árboles y las personas que iban como dormidas entre las aceras y el tráfico. Apenas me adentré en el corazón de La Habana, fui asaeteada por el ruido, la gente que gritaba de un balcón a otro como si fueran las cuatro de la tarde y los televisores estaban tan cerca de las ventanas que podía caminar cuadras y cuadras sin perder el hilo de la telenovela.

Debía llegar a casa de mi tío, que estaría cerrada por la oficina de Vivienda. Quería ver el sitio donde vivió. Él siempre iba a visitarnos cargado de limones que sacaba de su sombrero de yarey, como si fuera un mago. Nunca perdió ese aire de campo, la ingenuidad en los ojos mientras me regañaba entre risas: «eso es picardía, niña». Su casa era un misterio. Si alguien lo llamaba para verlo siempre buscaba un pretexto para evitar las visitas.

Me perdía, todas las calles eran iguales. Como si fuera a salvarme de algo, llevaba el papel con la dirección apretado en la mano. Cansada de ventanas, calle, humo, paredes, algo me detuvo, punzante, me dejó en medio de la acera. Miré hacia atrás y allí estaba, como aquel veintiuno de noviembre, el galán de noche. Despedía un olor tan empalagoso que tuve una arcada primero y después pude sentir su aroma. No era tan fuerte como en esa noche, cuando Enrique me acompañaba a casa. Le solté la mano, tiritando, y me subí a un muro, molesta por algo que ya no recuerdo; me dejó su abrigo verde, el que no se quitaba por nada del mundo, y me sentí, como pocas veces, querida. Se fue muerto de frío y nunca regresó.

Tenía varias fotos de Enrique junto a las de mi madre, alguna de María y otras de cuando era niña. Siempre las llevo conmigo, aunque se pongan amarillas con tanto manoseo.

Qué raro se ve todo en las fotos. Las que nos hicimos esa tarde, antes de la tormenta, y de la otra tormenta, son tan apacibles que da miedo mirarlas. Siento que me asomo a una boca negra, que estoy muerta. Y la foto del malecón: la misma línea gris de siempre, el agua tan quieta, como si no rompieran las olas, como si no se rompiera nada en Cuba.

¿Por qué he regresado, qué misterio tiene esta isla? Hay tantas calles muertas, gente que no dijo lo que pensaba, libros quemados, cabezas metidas en el agua, casas desmanteladas, generaciones manchadas, locos, perdidos y exiliados... Al mirar hacia atrás, se me llenan las manos de nombres importantes. Los llevo en mi sangre con ese orgullo que nos ataca en plan nostalgia en medio de la gente, en un café neoyorquino, cuando decimos algo como «Martí está en Central Park en lugar de uno de ustedes». Se siente bien saber que tuvimos cubanos tan hondos y visionarios como Félix Varela para darse cuenta de que la moral estaba abocada a una suerte de retruécanos insalvables, a una muerte de la realidad y un mareo atemporal donde muchas veces, si nos paramos frente a un espejo, vemos a un Hatuey o un Guamá en taparrabos. ¿Hacia dónde vamos? ¿A dónde voy? ¿Qué estoy haciendo en Cuba?

Extraño a mi amiga. Hace dos años no responde a mis llamadas. Su abuela debió haber lanzado por una ventana aquel teléfono de disco de los años sesenta. Quizás ella misma se lo tiró a la abuela. ¿Habrán vendido el caserón? ¿Las sacaron de allí? Quizás María se fue del país. No dejaría a su abuela.¿Estarían muertas? Tenía que llamarla de una vez. Me asustaba regresar a ese lugar y ver a su abuela. Nunca olvidaré que me lanzó un trozo de tarta en el cumpleaños del hermano de María. Así, de gratis. María no era culpable; al contrario, tenía que asumir con esa carga.

¿Quién te ha visto y quién te ve, Gertrudis? La que dijo que nunca iba a regresar, la que escupió para arriba. Y aquí tienes.

Tenía que hacerlo. De lo contrario, solo perdería el tiempo en las calles y con una botella como compañía. Timbre. Nadie respondía. Sostuve el auricular, adormecida con el tono de marcado. Iba a colgar, pero sentí una voz lejana, temblorosa, irreconocible de no ser por el singular y demodé saludo que María heredó de su abuela, y que decía de la misma manera: «Diga». Con qué elegancia lo dijo siempre. Me alegró sentir su voz.

María estaba aterrada, como si alguien la amenazara a punta de cuchillo; respondía con pocas palabras, justo lo necesario. Cuando le dije que iría a llevarle un pequeño cuaderno de regalo, hizo silencio y colgó.

No podía creer que María, la única que pudo considerarse y considerarme una amiga, me dejara con la palabra en la boca, con la mano en el auricular y el corazón en la mano. La emoción de que respondiera al teléfono después de tanto tiempo sin escucharla, la alegría de poder encontrarla y recordar juntas los años en la universidad, de actualizarnos sobre nuestras vidas, todo terminó con el golpe mortal del teléfono.

Sola otra vez. Seguí sin mucho cuidado por las calles. Demoré el paso, miraba las farolas sin luz, las paredes agrietadas, los balcones a punto de un derrumbe. Algo me faltaba. La ciudad, a pesar de su música, no me decía nada. ¿Qué querías, Gertrudis, una revelación, un golpe de conciencia, ser iluminada?

Un viejo pasó por delante con su carro de basura. Llevaba una linterna que amarilleaba el contén. Me apuntó con la luz por unos segundos. Quise decirle algo, al menos un saludo, un comentario. Me esquivó como si le hubiera recordado a alguien, y lo vi alejarse.

Otra vez sola. Recordé las últimas palabras de María, su tajante «mejor no vengas». La odié, y me odié por mi estupidez. Ella siempre ha dicho frases tan terribles y cerradas como esa. Un día antes de irme quedamos en un parque para despedirnos. Le dejé mis libros, mi goldfish con la comida para dos meses y toda la ropa que no llevaría conmigo. Lo recuerdo como si fuera hoy. El parque estaba tan desierto que hablamos en susurros para no espantar a las palomas. Ella pasaría por mi casa. Pero no fue. Tan absoluta como ella misma, hasta en eso me dejó plantada.

Tengo la impresión de que voy a salir llorando de aquí, que me van a dar algo y a la vez me lo van a arrancar. ¿Qué estoy haciendo? Aquí estoy sola, lejos de la niña que más amo en el mundo.

A pesar de todo me quedaba la noche. Busqué en mi bolso y abrí una de las cartas que María me escribió en los primeros años, antes del silencio. Comencé a leer, como si fuera tan fácil revivir el pasado.

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Grethel Delgado Álvarez (La Habana, 1987). Licenciada en Dramaturgia por el Instituto Superior de Arte, Cuba. Ex-residente de la Fundación Antonio Gala, España. MS en Periodismo, Florida International University. Ha publicado los libros 1987 (teatro, 2012), Mariposas (teatro, 2011), Mi familia ideal (teatro, 2009) y Necesidad de los cultos (poesía, 2009). Finalista del VII Premio Internacional Aura Estrada (2021); XVII Premio de Teatro de la Universidad de La Laguna (2014); Premio Calendario (teatro, 2012); Premio Pinos Nuevos (teatro, 2011); y Premio David (teatro, 2009). Vive en Miami con dos gatos, dos tortugas y su esposo.

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