Fragmento de “Un mariachi viejo”

FÉLIX LUIS VIERA

El abrazo. Egon Schiele

Como ella no lograría desenvolverse en el cuarto de azotea, fuimos a un hotel. El Atlante, que debe estar aún en la calle Ciencias, esquina con Martí, en la colonia Escandón. Dije “fuimos a un hotel” porque solo visitamos ese.

El Atlante no está cercano ni de su casa ni de su hospital ni del periódico, pero ella me lo propuso: de casualidad lo había hallado en Internet y le pareció bonito, me dijo. ¿Cuántas fotos del Atlante habría en la página que encontró de casualidad?, ¿fotos de cuántos ángulos del hotel?, ¿las había del interior de las habitaciones?, ¿ cómo sería posible que le hubiese gustado tanto como para darle a la travesía en microbuses, taxis, metros para llegarle?... Más bien sería por conectar con el sitio de la nostalgia. Nostalgia de un sitio y un ex.

La noche inaugural se había puesto desodorante en la vagina. Le pedí que se lavara: si le quitas su olor, matas su espíritu, le dije. [Seguramente sus hombres anteriores lo habían aceptado o aun se lo habían pedido —gente artificial]. Desde esa noche y hasta no pocas después se lamentó porque no le “salía” el sexo oral. [Algo tan natural, que ya viene como de agencia, de nacimiento]. Lloró un poco. La conminé a que se especializara en recibirlo, ya luego aprendería a aplicarlo —¿Cómo sería posible que no se hubiese adiestrado sobre la marcha con alguno o algunos de mis antecesores?

Íbamos más los viernes y los sábados; al día siguiente ella no trabajaba. —A menos que estuviese de guardia. El padre le preguntó si sus salidas serían para pasar la noche conmigo. Ella le respondió que sí. La reconvine: Debiste mentirle, esto puede complicarte o quién sabe si al señor le venga un infarto. [Si bien yo sabía que ella nunca —¿o casi nunca?— le mentiría a sus padres]. [Y que a las personas como el padre, rara vez les llega un infarto].

Si yo debía estar en el periódico tarde-noche, noche, madrugada, ella de cualquier manera salía de su casa a la hora de costumbre y me esperaba ya en la habitación. Era posible reservar con anticipación. Resultaba bonito el diseño del Atlante por fuera, bonita su paz adentro. ¿Cuáles serían las habitaciones que antes Cinthya había conocido?

Cruzando Martí, en la esquina paralela, había una tienda OXXO. Ahí nos abastecíamos para pasar la noche y aun en ocasiones para el desayuno. En aquellos primeros lances me enteré de sus ojeras postapareamiento. Y la relatividad de su peso corporal según el mío; o sea, esa rara sensación de que ella a veces me pesaba más, a veces menos.

Le pregunté por qué no gemía y me respondió no saber. Según mi experiencia y las tantas noticias y anécdotas, en esta ciudad es raro hallar una mujer que no gima durante la cópula. ¿O era yo el culpable: no la llevaba a gemir? ¿En realidad nunca había gemido antes de mi aparición?

La primera noche en que llegué cuando ella ya estaba y había comprado en OXXO, me pareció que tenía sabor a chocolate en la lengua. Me juró que no había comido “nada de nada esperándote, amor”.

Le había prohibido, además de las tortas cubanas, el pan de dulce y la repostería. Y también que leyera a un brasileño mezcla de tonto y pícaro que publica unos libros para mentes débiles. Todo esto acrece la grasa en el cuerpo y el cerebro. Los libros de ese tipo porque te lentifican, le argumenté.

Igual vedado que continuara juntándose con una doctora compañera que andaba con ese lema de “Mañana no existe, vive el día de hoy, es el único que existe” y “El pasado allá quedó”.

¿Cómo sería posible no pensar en mañana si el hoy es el mañana de ayer y por eso hoy estamos aquí? ¿Cómo decir que “el pasado allá quedó” si es el que nos hace el presente?

Aunque no totalmente desterradas, sí que evitara las palabras “enojado” y “agropecuario” y, si acaso llegaba a tener conocimiento de ella, que jamás dijera en mi presencia “Mayabeque”. Son palabras destructoras; el bombazo en medio de la sinfonía; el graznido en la voz del sinsonte. Le respondí.

A cada rato se lamentaba quedo porque no había mantenido su decisión de obviar el sexo hasta que “viviéramos juntos”.

En realidad quien no resistió fui yo. Ya se sabe. Me puse en celo in crescendo para ella desde aquella noche en al atrio de Lotería Nacional; aquel sabor avinagrado de su saliva.

Desde la primera vez en el Atlante apuntó como de chanfle a jugar a las casitas. No ejerciéndolo en el espacio, porque en una habitación de hotel no es posible. Sino en la conversación. La gravedad de ciertos temas con la pronunciación acaso solemne con que el marido y la esposa lo conversan. Incluido ese tono de sujeción con que la mujer consulta con el esposo. Obrando ella digo para provocar ese tono mediante el cual resulta evidente: él la gobierna.

Desde esa primera vez me agarró esa sensación de humedad llegando desde ella y que hace que tanto me guste (ella). Sus ojeras ese primer amanecer. Como nunca antes, el anclaje de su sonrisa ese primer amanecer.

Su voz resulta aún más hermosa amanecida. Es decir, todavía con retazos del sueño. Tal vez si alguien llega a amar su pareja —hombre o mujer—, sobre todo por alguna sensación como esa de la humedad de Cinthya, sus ojeras, su sonrisa, su voz... el mundo no se arreglaría del todo, pero sí mucho.

Desde mi orgasmo inicial con ella me tronó ese miedo que después se acentuaría hasta el tope cuando vivimos en la colonia Doctores. Los de ella resultaban muy profundos (decía “qué orgasmo tan intenso” —le pedí que expresara “qué rico me estoy viniendo” o algo parecido), y largos y continuos.

Después de vaciarse esa primera noche me dijo algo muy hermoso, que luego no repetiría ni le pedí que lo hiciese porque ya entonces sería forzado y retórico: “Me jalaste las entrañas”. Por lo dilatado y reiterativo de su orgasmo, reservaba el mío para cuando ella se hubiese rendido por completo. Desmadejada.

Busqué información por si acaso el miedo que sentía luego de mi clímax se debía al extenso umbral que le imponía. Busqué mucho y bien. Pero no hay nada publicado al respecto.

Su pubis copioso y levemente ensortijado —negrísimo— me sugirió que descansara mi cabeza en él justo cuando ella ha regresado del fragor de la calle o de cualquier otro trajinar. De modo que cuente con ese olor emblemático. Es decir, ella acostada de muslos abiertos y yo recogido hacia la pielera, bocarriba; mi cabeza descansando en su sexo. Luego de que ha llevado a cabo con cierta intensidad y constancia algún ejercicio físico —enfatizo— porque de lo contrario el olor, el aroma dicho no trasciende como debe ser para que el olfato, en la posición prevista, pueda captarlo en todo su esplendor. Así, en esa postura, la mujer, como por gravedad, con solo alargar las manos puede acariciarme, con la tanta terneza que suele prodigar la neutralidad, la frente o las mejillas o las orejas y lo demás adyacente.

Esta acción me la enseñó, allá, en Cuba, mi maestro en la materia, Govín Picolino. Cuando la realizaba con Cinthya por primera vez, allí, en el Atlante, no había bien terminado de acomodar mi cabeza en su pubis, cuando sonó mi celular. Era el negro.


Félix Luis Viera (El Condado, Santa Clara, Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, es autor de una copiosa obra en los tres géneros.

En su país natal recibió el Premio David de Poesía, en 1976, por Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia; el Nacional de Novela de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1987, por Con tu vestido blanco, que recibiera al año siguiente el Premio de la Crítica, distinción que ya había recibido, en 1983, por su libro de cuento En el nombre del hijo.

En 2019 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura Independiente “Gastón Baquero”, auspiciado por varias instituciones culturales cubanas en el exilio y el premio Pluma de Oro de Publicaciones Entre Líneas..

Su libro de cuentos Las llamas en el cielo retoma la narrativa fantástica en su país; sus novelas Con tu vestido blanco y El corazón del rey abordan la marginalidad; la primera en la época prerrevolucionaria, la segunda en los inicios de la instauración del comunismo en Cuba.

Su novela Un ciervo herido —con varias ediciones— tiene como tema central la vida en un campamento de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), campos de trabajo forzado que existieron en Cuba, de 1965 a 1968, adonde fueron enviados religiosos de diversas filiaciones, lumpen, homosexuales y otros.

En 2010 publicó el poemario La patria es una naranja, escrito durante su exilio en México —donde vivió durante 20 años, de 1995 a 2015— y que ha sido objeto de varias reediciones y de una crítica favorable.

Una antología de su poesía apareció en 2019 con el título Sin ton ni son.

Es ciudadano mexicano por naturalización. En la actualidad reside en Miami.  

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