ELVIRA DE LAS CASAS

Ilustración de cubierta: Julio Arana

 El señor Cabañas es un hombre sin vicios, algo bastante insólito en esta época en que la gente habla de estadías en centros de rehabilitación como se hablaba hace medio siglo de viajes en barco, retiros espirituales o visitas a las cataratas del Niágara.

Desde los trece años, cuando se fumó un habano a escondidas de su padre, y estuvo tres días vomitando bilis, tomó la determinación de no volver a probar la nicotina. Y el solo recuerdo de su padre borracho, peleando con su madre por cualquier cosa sin importancia, fue un remedio eficaz que le curó su dipsomanía, aún antes de haber probado el alcohol.

“No hay mejor bebida para celebrar que el jugo de naranjas recién exprimidas”, solía decir.

“El jugo de naranja excita las papilas gustativas, haciendo que uno tenga que seguir bebiendo sin parar, hasta que la panza no puede inflarse más, avisándonos que ha llegado la hora de no seguir bebiendo”, explicaba cada vez que alguien le preguntaba por qué prefería los zumos azucarados a la cerveza espumante y amarga.

Solamente su esposa Clarita, que en gloria esté, conoció la única adicción del señor Cabañas, a la que no estaba dispuesto a renunciar: su paraguas. Un paraguas que fue negro en sus buenos tiempos, pero que ya estaba raído y bastante desteñido cuando ellos se casaron en 1960. Ni siquiera para las fotos de la boda el señor Cabañas se separó de su posesión más preciada. Lo más que logró Clarita fue que no se retratara con el paraguas colgando del brazo como acostumbraba a caminar por la calle, pero tuvo que resignarse a que el objeto de adoración de su flamante marido apareciera en cada una de las imágenes, recostado al butacón tapizado de terciopelo rojo donde estaban sentados, lo que hacía que luciera más viejo y estropeado de lo que estaba, debido al contraste de colores.

No pasó mucho tiempo antes de que Clarita supiera que su marido era el hazmerreír del vecindario, y que los niños de la cuadra lo esperaban cuando salía de su casa para ir a la oficina, gritándole los nombres más ofensivos. “¡Paraguas, suelta a ese hombre!”, era el grito preferido de los burlones, aludiendo no solo al viejo accesorio sino además a la corta estatura de su dueño.

El que más vociferaba ante la vista del paraguas era un chico que aparentaba tener más edad que el resto del grupo. Era bastante alto y, aunque delgado, tenía los músculos de los brazos muy desarrollados y parecía entrenar levantando pesas, lo cual sin dudas le confería cierta autoridad sobre los chiquillos que lo seguían a todas partes. Tenía una expresión tan hostil en el rostro que cada vez que lo veía de lejos, el señor Cabañas cruzaba para la acera de enfrente. Tanto temor le inspiraba que aprendió a distinguir su melena rizada y sus gestos de matón de café con leche a dos cuadras de distancia, lo que le permitía cambiar de rumbo a tiempo para evitar sus insultos.

“Hombre precavido, vale por dos”, le contestaba el señor Cabañas a su joven esposa, cada vez que ella trataba de convencerlo para que dejara el paraguas en casa, señalando la luz del sol que entraba por todas las ventanas.

“La mayoría de las veces el observatorio se equivoca”, porfiaba él ante los pronósticos del tiempo que escuchaban por la radio al levantarse en las mañanas. Después agarraba el paraguas y concluía: “Uno nunca sabe cuándo va a hacer falta”.

Muy pronto Clarita se dio por vencida, y no era raro el día en que ella misma le alcanzaba el paraguas en la puerta, para que no lo dejara olvidado y tuviera que regresar a recogerlo.

“Después de todo, es un buen hombre. Me adora y no tiene vicios”, se decía. “¿Qué más puedo pedir?”

Y terminó por resignarse a ver a su marido salir cada día con el paraguas colgando del brazo, ignorando sus tímidas sugerencias para que se comprara uno nuevo, pues ya no le cabía ni un zurcido más, de esos que ella le hacía con la paciencia de un artesano.

Los cuarenta años que compartieron el señor Cabañas y su esposa fueron de una felicidad total. O casi total, pues ya se sabe que la felicidad total es pasajera, tanto así que a veces no nos damos cuenta de que hemos sido felices hasta que un período de dicha termina para dar paso a otro de desolación.

Clarita, el único amor que había conocido en su vida, se despidió de este mundo en su lecho de enferma y exhaló su último suspiro en brazos del señor Cabañas. Desde entonces se sintió tan desdichado que por primera vez pasó por su mente la idea de desechar el paraguas y no volver a llevarlo consigo nunca más.

Aquella mañana caminaba distraído por el vecindario, algo que hacía con mucha frecuencia desde su jubilación. La ausencia de su mujer le afectaba tanto el estado de ánimo que ya los niños no lo perseguían como antes, para gritarle algún sobrenombre antiguo o acabado de inventar, tal vez sobrecogidos por el aura de tristeza que lo acompañaba desde que estrenó su viudez. El viejo paraguas se balanceaba al ritmo de su cuerpo cansado, aunque hacía un espléndido día de verano y no se veía ni una nube en el cielo.

De pronto, unos gritos atrajeron su atención, y al dirigir la vista hacia la persona que gritaba espantada, se percató de que había entrado en un barrio distante de su casa, el cual solía evitar porque tenía muy mala reputación. Las fachadas de los negocios estaban cubiertas de graffiti y en el borde de la acera conversaban algunos hombres de aspecto lamentable, mientras bebían de una lata de cerveza semioculta dentro de una bolsa de papel. El señor Cabañas sabía que estaba en terreno desconocido y temió por su seguridad, pero había alguien que necesitaba su ayuda y no se la podía negar. Con una agilidad inusitada en alguien de su edad, avanzó hacia la señora que gritaba, dando los pasos más largos que sus piernas le permitieron. La pobre mujer estaba aterrada, pero se aferraba con todas sus fuerzas a un bolso de mano que un jovencito trataba de arrancarle. Al señor Cabañas no le tomó mucho tiempo identificarlo. Se trataba de aquel muchacho que tanto disfrutaba gritándole ofensas de todo tipo cuando era niño. Aunque ya no llevaba la melena larga y ensortijada, y ahora tenía la cabeza rapada y tatuada por varios lugares, lo pudo identificar tan pronto como lo vio.

Sin pensarlo dos veces, el señor Cabañas le clavó la punta del paraguas debajo de las costillas, obligándolo a soltar el bolso y a doblarse aullando de dolor. Después lo golpeó varias veces en la cabeza, hasta que la sangre comenzó a brotar, manchando la tela del paraguas. Solo entonces se volvió a los curiosos que se habían acercado para ver cómo terminaba el incidente, y les pidió que llamaran a la policía.

Cuando los oficiales esposaron y se llevaron al maleante, el señor Cabañas limpió la punta del paraguas con un pañuelo y dirigió una mirada triunfante a los testigos, mientras repetía:

“Ya lo ven, uno nunca sabe cuándo va a hacer falta un paraguas”.

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Elvira de las Casas nació en 1955 en Cienfuegos, Cuba. En 1981 se graduó de Licenciatura en Lengua y Literatura Alemanas, en la Universidad de La Habana. Vive en el exilio desde el año 1991, cuando pasó a residir en la ciudad de Miami. Ha
Ha publicado tres novelas: Doce mensajes a Hércules (2012), La cruz de bronce (2015) y La mujer del cuadro (2017), con la editorial Silueta. Además, algunos relatos suyos han aparecido en la revista literaria Conexos y en la selección de escritoras de Miami, Crear en femenino (2017).

ELVIRA DE LAS CASAS

Elvira de las Casas nació en 1955 en Cienfuegos, Cuba. En 1981 se graduó de Licenciatura en Lengua y Literatura Alemanas, en la Universidad de La Habana. Vive en el exilio desde el año 1991, cuando pasó a residir en la ciudad de Miami. Ha Ha publicado tres novelas: Doce mensajes a Hércules (2012), La cruz de bronce (2015) y La mujer del cuadro (2017), con la editorial Silueta. Además, algunos relatos suyos han aparecido en la revista literaria Conexos y en la selección de escritoras de Miami, Crear
en femenino (2017).

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