El vuelo y la caída del dron

ARMANDO DE ARMAS

ARMANDO DE ARMAS

La primera vez apareció en lo alto de la noche silenciosa, salido de la nada, o eso me pareció. Alumbraba de verde esmeraldino la panza abultada y compacta de una formación de nubes. El efecto de la luz al interior del nimbo era de un verde algodonado con vetas, manchas, coágulos de un verde oscuro, verde olivo más bien, que otorgaba al conjunto la impronta de otro mundo; de misterio. De pronto pensé que se trataba de una nave extraterrestre y me sentí inexplicablemente feliz; hasta pedí que me raptara y llevara al planeta de donde provendría el prodigio. Estuvo estacionado un rato para luego empezar a descender justo en la dirección donde me encontraba sentado -en una silla de hierro forjado recostada a una palma real en el patio de mi casa-, con un zumbido como de mil abejorros que se adentrase en mi cabeza con el fin de descerebrarme, desaforarme, desesperarme, y entonces se detuvo un instante a unos metros encima de la palma, bañándome en un halo verde que vino a reflejarse, rebrillar en mi vaso de Whiskey, para después planear brevemente un extraño barco iluminado sobre la piscina; lo vi doble, en el aire y en el fondo de la piscina.

Entonces me percaté de que no era una nave extraterrestre sino un muy terrestre dron.

Tomó altura y brilló hacia el este unos veinte minutos; y desapareció despacio tras una nube negra.

Me quedé presa de una sensación de indefensión extrema, en la convicción de que podían monitorearme, espiarme, fotografiarme, fulminarme, fusilarme sin más con impunidad desde el aire, estando yo en la aparente apacibilidad de mi patio; ese refugio para meditar aislado del mundo, diminuta selva tropical en medio de la urdimbre de la urbe. Una repentina ráfaga de viento remolineó en el patio y levantó hacia el cielo una espiral de hojarasca. Me apretaba el pecho, en mi pecho se metió un perro con rabia; un viejo dios agraviado, agazapado, agarrotado en mi pecho.

Respiré profundo; bajé el resto del Whiskey. Premié al perro…

Para relajarme recordé la hilarante anécdota que me contara mi hijo encerrado en la cárcel federal de Miami. Preso allí con él estaban -aparte del ex presidente panameño Ricardo Alberto Martinelli y el paramilitar colombiano Diego Murillo Bejarano, alias Don Berna- dos infelices y frustrados narcos venezolanos.

Resulta que los venezolanos fueron contactados por agentes de unos capos presos en EE.UU que, en su espuria colaboración con la Fiscalía con objeto de quitarse años de condena, necesitaban entregar a las autoridades norteamericanas hasta la pinche madre que los parió si preciso fuese. Los incautos bolivarianos mordieron el anzuelo al ver la oportunidad de obtener una alta suma de dinero de manera fácil, llevando unos kilos de cocaína en un camión desde Caracas a la costa en las cercanías de Maracaibo; donde presuntamente una lancha rápida recogería el cargamento. Allí en la costa, bajo la oscura noche, aparecen de pronto dos luminarias en el cielo que descienden con rapidez sobre los bobos bolivarianos, quienes bañados en dos reflectores de luz láctea, letal, enceguecedora, se abrazan en un éxtasis místico con tintes de New Age y se palmean las robustas espaldas y se gritan mutuamente: ¡Pana, estamos bendecidos, pana, hemos coronado, son los extraterrestres, pana! Mientras del demoniaco dron les toman las mejores fotografías de sus putas vidas y un comando especial de la DEA los rodea apuntándoles a la cabeza con armas automáticas; ordenándoles que se tiren bocabajo en la arena resplandeciente.

A la otra noche no apareció el dron y pensé que todo había sido una simple casualidad, que quizá estaba algo paranoico, aunque de inmediato pensé también en una frase que los americanos no mansos, ni mensos, suelen disparar sin piedad ante la acusación de paranoicos: ¡el hecho de que estemos paranoicos no implica que no estén allá afuera esperándonos! Pero a la noche siguiente sí apareció, vino desde el oeste y pasó, con su inmundo sonido, casi a ras de la cerca de tablas verdes del patio y por entre una hilera de palmeras en un reflejo fugaz sobre las aguas de la piscina. Una pelota inflable de un amarillo chillón que flotaba estática sobre las aguas, reminiscencia de cuando en la casa había niños, danzó sobre una ola repentina, dio tres volteretas, y quedó mirándome de frente con su enorme ojo blanco de payaso siniestro, simiesco y polifémico. De pronto tuve la impresión de que el ojo se burlaba con descaro de mí, que había alguien dentro de la pelota, la cabeza de alguien, un ojo detrás del ojo, ojo orweliano, y enfurecido le tiré una piedra redonda y pulida del tamaño de una bola de arcabuz o cañón de pequeño calibre que dio detrás, con enorme estrépito, en la cerca de madera; pero la pelota ni la raspé.

No obstante, el ojo se asustó en algo y me pareció que ya no se burlaba; pero siguió mirándome fijo e imperturbable.

Para mí sosiego siguieron dos noches sin que el artilugio apareciese en los cielos de mi patio mas, alegría en casa del pobre, a la tercera hizo irrupción de una manera que no podría definir sino de desafiante. Me encontraba de pie, apoyándome en mi mano izquierda contra la palma mientras, tras soplarle tres sorbos del vino de mi copa, pedía al dios guerrero que mora en la misma que me otorgara entereza para enfrentar la batalla de la vida, prosperidad y sabiduría para solucionar la situación de mis enrevesadas relaciones sentimentales (andaba por entonces en los trámites de mi cuarto divorcio), y disfrutaba por demás al ver al vino asperjado a la fálica planta en su descenso hacia el tronco, configurando en su superficie abigarradas simbologías entre las que emergía el severo rostro del dios de la guerra tocado con una corona de seis puntas. En esas estaba cuando vislumbré un potente chorro de luz reflejado en la regia palma y, a continuación, aquel sonido como de mil abejorros adentrándose en mi cabeza. Me viré sobándome los genitales por sobre la fina tela del short, justo como priápicamente baila el dios de la palma, con la copa en la mano en ademán defensivo y las pupilas sobrepasadas, sobrecogidas en el fulgor de unos sesenta flashes seguidos.

Pero antes de lanzar el disparo de la copa ya el dron había tomado altura y desaparecía hacia el sur.

Después estuve calmo, ya había tomado una determinación. Cuando ya sé qué es lo que voy a hacer mis temores cesan, lo peor para mí es no saber qué respuesta dar ante una situación dada, una vez que tengo la respuesta he ganado noventa por ciento de la batalla; lo demás es cuestión de osadía y suerte. Montado en ese posicionamiento psicológico bajé la botella del añejo a la sombra nocturna del dios. La próxima aparición del dron en el cielo de mi patio me agarraría con mi arma predilecta en la mano.

Tenía un verdadero arsenal pero adoraba, sabiendo que cada arma contiene un alma, mi escopeta Remington 870 Wingmaster, recortada y con capacidad para cuatro cartuchos en la recamara, más uno en el directo; personalizada con culata plegable y empuñadura de pistola añadida para disparar desde la cintura. El guardamano era de nogal y, como es usual en este tipo de arma, servía para rastrillar y montar el proyectil en el directo. La cargaba siempre de modo que intercalaba un cartucho dotado con slug (un grueso proyectil de acero o plomo capaz de atravesar tres puertas de auto puestas una a continuación de la otra) y uno con nueve perdigones, un disparo de profunda penetración y otro de enorme expansión, de suerte que en caso de necesidad, Dios nos libre y coja confesados, su accionar sería no sólo infalible sino desbastador en la anatomía de numerosos y esforzados enemigos; con cada disparo un saco de muertos según me decía un viejo soldado que usó ese modelo de escopeta en la Guerra de Vietnam.

A la noche siguiente, sentado en posición de Buda en mi silla contra la palma, bebo un exquisito brandy francés acompañado de mi amada escopeta, ora cruzada en las piernas ora recostada a la palma, cargada con los cinco cartuchos del calibre doce intercalados como he dicho antes, y la culata de hierro plegada ahora sobre el cañón de acero pavonado con una hilera de cartuchos de repuesto incrustados encima, en unos agujeros conformados en un aditamento especial, de manera que en conjunto el arma semeja una ametralladora futurista; de guerra de las galaxias o algo así.

Contemplaba absorto mi aristocrática gata negra pasar por el jardín en torno a la piscina, sigilosa y estilizada en el andar, como si fuese un tigre en una selva preñada de añagazas y mortales enemigos al acecho, pero no, ella estaba en mi apacible floresta.

De pronto la gata saltó al tronco de una de las palmas a mi derecha, y trepó en un santiamén hasta el cogollo, hubo un forcejeo, un siseo, un ruido de garras que se agarran y la felina, feroz, se lanza al vacío para caer parada en tierra con un chipojo que coletea en sus fauces; dando la batalla por la vida. Lo agarra y lo suelta, lo deja correr maltrecho un espacio prudencial, siempre al alcance de sus filosas garras, y entonces lo atrapa de nuevo y tira ensangrentado contra las piedras, juega oronda con el lagarto que es de la misma longitud de su rabo, demuestra el dominio sobre el saurio, sobre su territorio que es mi patio. Deja un rastro de sangre en las piedras y en las losas en torno a la piscina donde, finalmente, decapita a la presa y se come su cabeza; siento el triturar de los huesos. Toma a la sazón el cuerpo decapitado entre los dientes, viene y lo deposita un trofeo a mis pies. La gata ronronea, retoza entre mis piernas, pienso acariciarle la cabeza para demostrarle que me encuentro feliz por la pieza que me ha obsequiado, al tiempo que pienso que su regalo sólo significa que mañana tendré que limpiar la sangre de las piedras y las losas con la manguera, que debo votar lejos el saurio sacrificado porque apestará a mil caballos muertos, en fin, un regalo que sólo me dejaría pérdidas, pero era injusto, en verdad había una importante recompensa, la recompensa de saber que alguien, al menos mi gata, era capaz de agradecer.

Mientras me inclinaba con intención de pasar la mano por su cabeza, y adivinaba el placer de su pelambre frotando duro contra la palma de mi mano, apareció de por el nordeste, a la altura aproximada de la mata de mango en una esquina del patio, una luz verde que surcaba el espacio a toda velocidad. Tomé la escopeta recostada a la palma; sacralizada por el dios en la palma. El frío del arma me reconfortó, fortaleció, un frío que pronto sería fulgor, fragor, fuego. Permanecí sentado, pausado pero alerta, con la escopeta parecida a una descomunal pistola, oculta en el lateral de la pierna derecha; de modo que el artilugio aéreo no la detectara. Sentía venir ese zumbido como de un ejército de abejas abominando; adentrándose en mí. Estuvo un instante estacionario encima de la mata de mango, observando el panorama, observándome, sonreí como para una fotografía de ocasión, y entonces confiado, incauto, voló lento sobre la piscina y se puso sin más sobre mi cabeza a la altura de la palma, no lo pensé dos veces y sin levantarme de la silla tomé la 870 y disparé desde la altura de mi pecho, el fogonazo hendió la noche y el estallido estremeció el espacio en un sonido seco, compacto y extendido, la gata escapó exhalada, espantada. El impacto catapultó al dron dos metros por encima de las pencas de la palma en un aspergear de aspas y piezas de metal.

El esperpento empezó a caer escorándose hacia la izquierda sobre la piscina, rastrillé rápido y volví a disparar, y si el primer disparo fue de un cartucho con slug ahora correspondió el turno a uno cargado con nueve bolas de perdigones. El potente chorro de plomo, precedido de un lengüetazo de fuego, dio de pleno en el artefacto y lo lanzó en medio de la piscina, allí, con la única aspa que le restaba, empezó a dar vueltas entre las aguas, formando un remolino de espuma y chispas en un sonido sordo y entrecortado; en un frustrado intento por retomar el vuelo. Como siempre sucedía el olor de la pólvora y el sonar de los tiros me extasiaba, embriagaba, drogaba, disparaba a otra dimensión; la dimensión de los dioses del furor y la guerra. En ese estado de frenesí sacro volví a rastrillar y disparé en una afilada llamarada el cartucho de slug que correspondía.

Con el impacto del trozo de plomo la máquina aérea centelleó un instante y cesó todo movimiento. Le había partido en dos el motor. La piscina parecía contener los restos de un naufragio.

Permanecí parado al borde del agua, las piernas abiertas y la 870 humeante aún en la mano, me sentía eufórico e invulnerable, pero se me pasó enseguida al pensar que tendría que botar el chipojo, limpiar la sangre, y recoger los casquillos y los restos del dron esparcidos dentro de la piscina, y por todo el patio.

Me disponía así a acometer la infausta faena cuando vi aparecer hacia el este una formación de luces rojas y verdes. Accioné el guardamano para expulsar el último casquillo disparado y recargar la escopeta. En lo alto de la cerca, al borde de la noche y por entre el humo de la pólvora, la gata vigilaba mis movimientos al acecho.

En Miami, a 13 días del mes de octubre y 2018 años de Nuestro Señor Jesucristo.

Para adquirir el libro:

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Armando de Armas (Santa Clara, Cuba, 1958). Ha publicado las novelas La tabla, Madrid (2008) y Miami (2020), Caballeros en el tiempo, Madrid (2013), Escapados del paraíso, Madrid (2017) y El guardián en la batalla, Miami (2017), Premio de Narrativa Reinaldo Arenas de ese año. También los libros de relatos Mala jugada, Miami (1996) y Nueva York (2012), Carga de la caballería, Miami (2006) y Luces en el cielo, Miami (2022). Cuentos suyos han sido incluidos en antologías de España, Italia, Francia, República Checa y Alemania. Sus libros de ensayo son Mitos del antiexilio, Miami (2007 y 2020), publicado en inglés, Miami (2007) y en italiano, Milán (2008), Los naipes en el espejo, Nueva York (2011), Miami (2016) y en inglés, Miami (2020), y Realismo metafísico: Un texto mistérico acerca de la creación literaria, Barcelona (2020), Premio Ensayo Ego de Kaska 2020. En 2022 la publicación InfoLibros lo reconoce entre los 15 escritores cubanos de más interés de todos los tiempos y entre los cinco del presente. De Armas fue incluido en el libro de entrevistas y valoraciones sobre vida y obra de pensadores, escritores y artistas -tanto de Occidente como del Oriente-,titulado Scrittori, artisti, Spirali, Milán (2009), del académico y escritor italiano Armando Verdiglione. Ha escrito para la revista Lettre International de Berlín y en 2018 fue reconocido por el Centro UNESCO de Cultura de Puerto Rico por su excelencia “en una incansable labor cultural manifestada en cada una de sus obras literarias e históricas”.

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