Fragmento de “Diario para Uchiram”

JULIA MIRANDA

Prefacio

Mi memoria se remonta a aquel día 1o de septiembre del año 1969, caminando sobre la tierra húmeda por el rocío, a través de un trillo lleno de paz, prácticamente oculto por la vegetación. Me dirigía a las oficinas de “Fuerza y Trabajo” donde había sido citada por Isidro Masa Gil, el jefe regional. Iba a recibir una nueva ubicación para el trabajo obligatorio por el que debíamos pasar forzosamente todos los que estábamos en el proceso de irnos del país. Fidel quería enseñarnos las dificultades y sufrimientos de los campesinos antes de que, como él solía decir, “nos fuéramos, traicionando a la revolución”.

Recuerdo mi fastidio y mi altanería: habíamos pasado tanto que el miedo sobraba. Pero cuando estuve frente al jefe regional, el corazón me dio un vuelco porque sabía que tenía el poder de hacerme daño.

Entonces sucedió lo inesperado: se escuchó la voz de un hombre gritando mi nombre. Era Sane, el turco del pueblo, que jadeante anunciaba la llegada de nuestro “telegrama de salida”. Entonces el déspota, sin inmutarse, dijo:

–Usted ya no es asunto mío –y se fue.

Diario para Uchiram es el diario que desde el año 1962 había comenzado a escribir, en el que dejaba constancia de muchas vivencias y por el que tanto me había arriesgado; pero en momentos como estos las posibilidades de salvarlo, de que sobreviviera, eran realmente limitadas. Contaba con tan poco tiempo... y por su contenido político nadie asumiría la responsabilidad de quedarse con él. Apresuradamente lo saqué de su escondite dispuesta a quemarlo. Pero sin el valor suficiente para hacerlo, miré a Zepole que se acercaba y le dije: “No puedo...” Entonces él me tomó de la mano y me dijo en voz baja: “Vamos, que encontraremos un lugar para él”.

Aquel lugar lo recuerdo: lleno de libros valiosos, lleno de historia, construido hace más de cien años. Una de las casas más antiguas del pueblo. Había sido el primer Club Social, la primera oficina política. El día 2 de septiembre colocamos el manuscrito entre sus paredes, para luego taparlo: en ese momento me pareció que asistíamos al entierro de una vida, al entierro de una historia, y que nunca más volvería a recuperarlo.

Al mediodía del 3 de septiembre partimos rumbo a Varadero, donde debíamos tomar el avión, uno de los aviones que componían los llamados “Vuelos de la Libertad”.

Nada más desgarrador que una despedida. Nada tan capaz de dejarte con un sentimiento de vacío en el corazón. En ese momento no teníamos idea de lo larga que se volvería esta separación, que para algunos sería para siempre.

Recuerdo cómo iba contemplando aquellos parajes: el valle bañado de sol, las palmas airosas y perfectas encontrándose con el cielo, los cañaverales extendiéndose hasta donde no alcanzaba la vista, y la hierba que crecía silvestre con ese especial verdor... Era la naturaleza que pasivamente nos había acompañado, pero que nunca más formaría parte de nuestra existencia.

Hoy, en el silencio de mi habitación, pienso, tratando de reconstruir esa parte de nuestras vidas que quedó perdida en el tiempo treinta y cinco años atrás.

Evoco la soleada mañana de aquel 4 de septiembre en el aeropuerto de la playa de Varadero. Caminábamos al encuentro del avión que nos llevaría a la libertad. La emoción se podía palpar en aquella línea que formábamos un gran grupo de personas. El objetivo por el cual habíamos luchado tantos años estaba allí, se hacía realidad por fin.

Sin embargo, dolía la partida. A veces hay cosas para las que uno nunca está preparado, y esta es una de ellas. Tomados de la mano miramos cómo se perdía la bahía: era lo último que veríamos de nuestra patria.

Escuchamos la voz de una mujer que decía: «En nombre del pueblo de los Estados Unidos de América, les damos la bienvenida a bordo de este avión. Este viaje es la realización de las palabras pronunciadas por el presidente Lyndon B. Johnson al pie de la Estatua de la Libertad, el de octubre de 1965. En esta ocasión dirigió la siguiente declaración al pueblo de Cuba: “Aquellos que busquen refugio, aquí lo hallarán. Se mantendrá la dedicación de los Estados Unidos de América a su tradición como asilo de los pueblos oprimidos”».

Tres días después, exactamente el 6 de septiembre de 1969, la ciudad de Nueva York nos recibía acogiéndonos en sus entrañas de acero y cemento.

La soñaba como la había visto en las viejas películas en blanco y negro que quedaron en nuestros cines y que a veces solían proyectar. Adivinaba su intensidad a través del numeroso público que caminaba deprisa por sus calles, siempre con un propósito expresado en sus rostros. Teníamos delante nuevos retos, nuevos desafíos... Después de todo es el ciclo interminable de la vida donde la única realidad es el cambio. Éramos libres para hacer con nuestras vidas lo que quisiéramos, y de ahora en adelante dependería únicamente de nosotros apreciar lo que este país nos brindaba... ¡Era la libertad, a ver qué hacíamos con ella!

Tras el inexorable paso del tiempo, casi once años después nos trasladamos a Miami. Dejábamos de nuevo atrás una vida que con esfuerzo y dedicación ya habíamos logrado construir, y una historia de éxitos y de fracasos, de imborrables momentos de felicidad, aunque también de tristezas, de satisfacciones y decepciones, pero lo más importante era lo mucho que habíamos crecido en la dureza de la gran ciudad, porque había sido arduo abrirse paso en esa inmensidad fría, no solamente por su clima, sino por su idiosincrasia indiferente y anónima, donde te sientes uno más echado a la vida tumultuosa, defendiéndote en ella como puedes. ¡Nos íbamos llevando con nosotros un enorme caudal de aprendizaje!

En la ciudad de Nueva York quedarían, pues, las memorias, a veces dramáticas, de nuestros primeros años de exilio, y yo guardaría, en el archivo de mi corazón, un cálido sentimiento de amor, y en una gaveta, tres hojas secas del último otoño...

Llegamos a Miami el 31 de diciembre de 1979. Fue un reencuentro emocionante con nuestros hermanos, con nuestra identidad. Me daba cuenta de que la lejanía que nos separaba de la Patria aquí no se sentía tanto, y de que surgían cosas bellas de esta unión.

Volvía a sentir sobre mi piel el sol fuerte, casi inclemente, tan parecido a aquel otro que había perdido; a encontrarme con los árboles que me traían a la mente otros árboles, y a sentir olores a flores que tenía dormidos en mi ser. ¡Hasta en un amanecer fui despertada por el canto de un gallo!

Alguna vez vino a mi mente el “diario” dejado escondido entre las paredes; estaba convencida de que había sido destruido, devorado por los millones de insectos que solían habitar dentro de aquellas paredes centenarias, o bien que se había pulverizado por la acción del paso del tiempo. Lo daba por perdido, y esta certeza me provocaba tristeza.

Pero cuál sería mi sorpresa cuando, 25 años después, supe que aquel diario seguía existiendo, que no había sido destruido, y que comenzarían a enviármelo de manera clandestina.

Para adquirir el libro:

https://www.amazon.com/-/es/JULIA-MIRANDA/dp/8479624280


Julia Miranda nace en Cuba, en la provincia de Camagüey. Viene al exilio en el año 1969 y reside en Nueva York, hasta que once años después se traslada a Miami. Incursiona en el medio de las Artes Plásticas. “Diario para Uchiram” es su segundo libro, publicado por la Editorial Verbum.

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