Un salto a la inconmensurabilidad del universo
JOSÉ HUGO FERNÁNDEZ
“El hondo corazón del Yeti” es un libro polinizador. Sus versos actúan como células procreativas que penetran en nosotros, súbitamente, por derecho de conquista, nos anegan, despertando añoranzas a veces recónditas, al tiempo que fecundan sensaciones destinadas a desarrollarse en nuestro interior como experiencias vitales. Leerlo es asistir al despliegue de una personalidad poética y de un estilo que demuestra haber alcanzado la plenitud convirtiendo lo común en fuente de belleza sublime, haciendo tangible lo etéreo, a una escala que desborda incluso la sensorialidad y el intelecto.
Si en rigor Lídice Megla había airado ya otros poemarios de elevada factura, sostenidos por una sabiduría existencial muy propia y por un elegante y agudo orbitar en torno a las complejidades del lumen humano y la fugacidad de todo lo vivo, parece obvio que con esta nueva obra planta pica en Flandes, asumiendo el apogeo (que no la culminación) de un genuino ejercicio que, más que evolucionar con el tiempo, lo hace a través del modo en que la poeta interioriza su misión en el mundo.
Tampoco aquí elude ella el tratamiento de la función renovadora de la naturaleza como eje de la existencia. Sin embargo, es apreciable un salto, bien sea hacia el vacío (que es la inconmensurabilidad del universo), o hacia el descubrimiento del misterio que se hace palabra en tanto juego de significaciones: Yeti se sumergió en el hondo corazón de la rosa./ La rosa, dentro de ella misma, fue agrandándose,/ cayendo en su propia hondura, pétalo a pétalo,/ hasta llenarse el corazón de sustancia Yeti./ Hasta estrellarse en suelo Yeti. Allí, él la levantó,/ y le mostró el camino para la tala de espinas,/ y por ese trabajo hacia adentro, ella las cortó y le hincaron la voz…
La cosmovisión de los poetas y los filósofos de la antigua cultura asiática -en cuyas corrientes parece haber bebido con deleite esta autora-, parte de la ausencia del sujeto y de la unidad establecida entre lo divino, la humanidad y la tierra. Son los objetos, según ellos, los que permiten acceder al infinito y le otorgan su propia tónica. Así, pues, la naturaleza deja de ser materia de examen generalizador para convertir cada una de sus manifestaciones en vehículos de la voz poética. No se trata de la clásica oruga clavada con alfileres para que su organismo sea fácilmente analizable, sino de un bullente aglomerado al margen del cual resulta inconclusa toda acción creadora.
En las páginas de este poemario vuelven a descollar, acentuados con fino énfasis, el encanto de las cosas tenues y la vital conexión entre el entorno natural y las emociones humanas. Sobre/ la paciencia/ de un país/ de musgo,/ me inclino,/ y en el canto/ de un pájaro/ transcurre/ indefinido/ el tiempo… Sólo que, para el caso, la poeta se ha lanzado a explorar de profundis la espiritualidad mediante la contemplación de los más vaporosos o (en apariencia) leves e inestables elementos naturales.
Discurre entre la memoria vegetal y la identidad del yo. Escarba en la capacidad de los pequeños organismos del paisaje como conductores de reflexión y emotividad: Los huevos de esturión/ como bergamotas naranjas/ en la estufa donde el agua hierve/ con el vértigo/ de todos los ríos/ tragados por los pinos,/ y ahora en el té/ con la resina de todas las nubes/ cimbreando en la taza:/ por el poder de mi saliva,/ todo lo que he probado vive… Y es así cómo la excelsitud inherente a su poesía deviene vivencia particularmente reveladora al internarse en los primores y la serenidad del bosque.
No gratuitamente tal comunión retribuye el valor de este nuevo libro de Ilíada Ediciones, en el que salta a la vista, desde el primero hasta el último verso, la búsqueda de la exactitud y de la limpieza expresiva.
Lídice Megla es aquí la misma poeta lúcida y fina de ocasiones anteriores, pero se muestra a la vez otra, renovada, calígrafa de las más insondables profundidades del espíritu, fulgor ensimismado ante las sombras que le hostigan, y no obstante las cuales la auténtica poesía continúa siendo su sostén para levantarse a vivir cada mañana con la expectativa de nuevos deslumbramientos.
José Hugo Fernández, Miami, 2025.
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado más de cuarenta libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg”, “Villa Encantada”, “El frágil esqueleto de la noche” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “Nitzsche en el cachumbambé”, “La que destapa los truenos”, “La literatura no es un cohete nuclear”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Fue periodista independiente en La Habana durante un cuarto de siglo. Reside actualmente en Miami.