Un duelo a muerte entre la poesía y la realidad (a propósito de Reinaldo Arenas y su “Arturo, la estrella más brillante”)

LOURDES TOMÁS FERNANDEZ DE CASTRO

Reinaldo Arenas

Si me preguntaran cuál es el narrador más sobresaliente de la literatura cubana, movida por la inercia cultural o por un reflejo académicamente condicionado, respondería que ese narrador es Alejo Carpentier, y acaso no erraría. Si, en cambio, me preguntaran cuál es el autor cubano que me ha resultado más afín, y por afín, influyente, diría sin vacilar que ese autor es Reinaldo Arenas, y sé de fijo que no erraría.

Por su militancia anticastrista, Arenas, en vida, mereció los elogios de muchos emigrados cubanos que apenas, si en absoluto, se habían asomado a su producción literaria. A mí, sin embargo, su postura política no me inspiró más que indiferencia. Sin duda, Arenas constituye una luminaria en las letras cubanas; pero no puedo menos de admitir que también lo es el autor de Los pasos perdidos, cuya adhesión al régimen comunista de Cuba se mantuvo firme hasta el fin de sus días.

La nobleza en la creación poética, que es lo que me atañe y persigo, no guarda relación con causas ni partidos políticos. Si a mí, en particular, Arenas alcanzó a iluminarme de un modo significativo, fecundo, ello se debió a que, por cuestión temática y temperamental, yo resultaba singularmente receptiva a la luz que vierte su obra. A lo largo de su narrativa, Arenas exploró amplia e incisivamente el tema de la compatibilidad entre la libertad y la condición social del ser humano.

Su insistente indagación respecto de las posibilidades de ser a un tiempo libre y social me resultó invaluable, no porque yo crea o haya creído alguna vez en la posibilidad de ser libre, sino precisamente por lo contrario, porque soy determinista. Cabe, no obstante, pensar que a un libertario no lo ilustre menos que a mí la inquisición implícita en la narrativa areniana respecto del tema de la libertad.

En lo que corresponde al aspecto temperamental, cabe decir que Arenas bien pudiera parecer chocante a tanto contemporáneo idólatra del optimismo, que no se cansa de perseguir la felicidad. No hace falta ser un lector de gran calibre, para descubrir, bajo una superficie de comicidad y choteo, el abismal pesimismo que rezuman las páginas del autor en cuestión. A Arenas el mundo en derredor podía parecerle noble sólo con los ojos cerrados; pero una vez que los abría, la realidad se le tornaba dolorosa, insufrible, y no porque ésta estuviera a la lacerante altura de lo trágico, sino por su grotesca bajeza. Al cabo, la tragedia es por lo menos estéticamente redimible; lo grotesco no permite siquiera esa consoladora redención.

¿Qué nos hace ver el mundo con optimismo o con pesimismo?

Ignoro si el factor causal sea genético o si sea adquirido, pero yo no sólo no soy optimista, sino que apenas alcanzo a entender cómo pueda conciliarse el optimismo con los atributos de la existencia consciente y la memoria continua, que distinguen y determinan la condición humana. A causa de un pesimismo que apenas permite degustar la esperanza, me identifiqué temperamentalmente con Arenas (con su visión decepcionada de la realidad necesariamente social de nuestra especie), y asumí la tarea de adentrarme en su literatura con seriedad y constancia. Como era de esperar, la profundización en el orbe poético de un autor afín redundó en la exploración y el análisis de mi propio modo de experimentar la realidad. Cuando un lector y un escritor coinciden, la obra de éste abre en la sombra interior de aquél sendas de luz hacia el autoencuentro creador. La consumación del hecho poético, que no es sino la revelación resultante de una lectura literaria, precisa de la coincidencia ideológica y emotiva entre un escritor y su lector. El alma individual no se hace, se descubre, y la frecuentación de la literatura artística posibilita la develación anímica. Mi aproximación a la narrativa areniana facilitó, y no poco, el hallazgo del ser intelectual y sensible que me conforma.

A juzgar por su desbordante estilo, cabe pensar que Arenas desconociese el temor de la página en blanco o la ansiedad previa al esfuerzo que importa escribir. Al leerlo se tiene la impresión de que las palabras fluían de su mente a los folios como raudo torrente que no alcanzaba a detener la reflexión sobre cuestiones formales o genéricas. La palabra cincelada, bruñida por la férrea voluntad cultora del estilismo, el translúcido rigor de la ortodoxia en el lenguaje suponen logros más arduos, y acaso también más preciosos, pero no más arrolladores, no más deslumbrantes que la caudalosa poesía que responde al dictado de una irrefrenable inspiración.

No sé cuán conocido sea aún Reinaldo Arenas, o cuánto se lea su obra en nuestros días. La literatura, que no es moda ni novedad, sino antes bien pasado y tradición, atraviesa por un momento agónico. De tener en cuenta el descrédito actual del arte y la disciplina literarias, cabe sospechar que la mayoría de los cubanos pertenecientes a la generación del milenio ni siquiera hayan escuchado el nombre del autor, y que muchos cubanos nacidos antes de los ochenta lo hayan olvidado. Arenas nació en Cuba, cerca de la ciudad de Holguín, en 1943, y en 1990, en Nueva York, se libró por su propia mano de una grave dolencia y de esa última prisión, el tiempo, de la que sólo escapamos con la muerte. En su copiosa novelística descuella El mundo alucinante, probablemente su obra maestra, y la más representativa de su estilo, que tiene por seña de identidad la imaginería alucinatoria. Su autobiografía, titulada Antes que anochezca, fue llevada a la pantalla.

Un amigo de Reinaldo Arenas me diría de la película que a ésta no se le había escapado nada, excepto Reinaldo Arenas, el odiador que había sido. Yo traté al autor de un modo muy superficial, pero su obra, con la que sí intimé, transparenta, en efecto, a un poeta que no rehuyó ni encubrió los rigores del odio. Hombre marcado por el resentimiento, Arenas podía (cosa difícil) escribir bien, con el rencor no ya latente, sino a flor de voz. Como ningún otro escritor que yo haya leído, consiguió demostrar que el odio tiene razones y fulgores que conmueven. Al fin y al cabo un romántico, no le importaban ser ni parecer un demonio; pero el demonio encontraba en él un arduo enemigo: su poderosa inteligencia. Aunque no pudiera olvidar y perdonar, comprendía demasiado bien de qué se trata ser humano y qué implica nuestra irremediable integración al pacto social. Sintió la vida como estafa y la poesía (la imaginería alucinatoria) como su sólo refugio en un mundo hostil. Buscó siempre, en todas partes, la libertad, pero es probable que desde siempre presintiera que no buscaba sino una alucinación, una más. Era homosexual y no lo disimulaba y hasta se diría que hacía gala de ello; pero el rechazo, las afrentas y los maltratos que recibió por su orientación sexual debieron de causarle no poca amargura. De la humillante marginación que padeció por no acomodarse a las exigencias sociales y políticas; de la rebeldía y el esfuerzo por defender su identidad personal y creadora; de la quijotesca batalla entre la imaginería alucinatoria y la realidad, y de la vida sentida como estafa da ejemplo y testimonio su doloroso Arturo, la estrella más brillante, una novela breve de prominente nobleza poética: una joya invaluable de la literatura cubana.

Escrita en bloque, sin distinción de párrafos, Arturo, la estrella más brillante constituye una especie de continuación de La Vieja Rosa, también una novela breve, que descuella por su tendencia clasicista en la innovadora y aun transgresora producción del autor. Aunque Arturo se publicó en 1984, la acción de este relato se remonta a la década del sesenta, probablemente el período más represivo de la historia posrevolucionaria cubana. Por esa época se instituyeron la Unidades Militares de Ayuda a la Producción (conocidas por la sigla UMAP), a cuyos campamentos, situados en zonas rurales, eran llevados por la fuerza individuos con determinadas creencias religiosas o con una orientación sexual juzgada inaceptable. Una vez allí, los internos eran obligados a realizar extenuantes labores agrícolas. Arturo, el hijo menor de la Vieja Rosa y héroe de esta novela, es un joven de refinada sensibilidad, un poeta, que, por ser homosexual, es detenido en una redada, tras la cual se lo recluye en uno de los campos de trabajo forzado de la UMAP. Allí no sólo padecerá las humillaciones que le infieren los guardias militares; su actitud reservada y distante le habrá de ganar además la animadversión y los continuos atropellos y burlas de los reclusos que conoce a su llegada al campamento. Estos agresores son también homosexuales, pero del tipo transgenérico; se refieren a sí mismos con nombres y pronombres femeninos, gesticulan exageradamente e imitan a las vedettes. Arturo no difiere menos de los militares que de los histriónicos reclusos del campamento (víctimas transformadas en verdugos). Comprende, no obstante, que su discreción y su alejamiento seguirán provocando la vengativa antipatía de estos presos que no toleran su resistencia a integrarse en el círculo que han creado dentro del barracón; si quiere sobrevivir, tendrá que adaptarse a su entorno, o fingir adaptarse, adoptando un comportamiento que se atenga a las exigencias grupales. De esta suerte, Arturo se da a remedar en todo la conducta transgenérica de sus ofensores; su asimilación resulta tan sobresaliente, que le gana el título de “Reina de las Locas Cautivas”; entre los complacidos internos, que ya dejan de agredirlo.

Pero la adopción de una conducta que permita la supervivencia en un medio hostil tiene su precio. A fin de librarse de los insultos y acometidas grupales, Arturo arriesga su identidad personal y creadora: el individuo original que es y que se desdibuja, se desvanece, en el proceso de asimilación al colectivo. Como no está dispuesto a sacrificar a la supervivencia su razón misma de existir, decide, cueste lo que cueste, recuperar al poeta que mora en él. Por suerte, los demás reclusos, convencidos a estas alturas de su afeminamiento, lo juzgan uno más en su círculo, y apenas si reparan en él. La indiferencia de sus antiguos agresores le proporciona la oportunidad de entregarse a la creación. Comienza entonces, secretamente, a escribir. Sin embargo, las largas faenas agrícolas consumen sus días; la realidad toda conspira contra la obra poética que ha emprendido, la obstaculiza, la retrasa, la detiene. Arturo le roba horas al sueño, al baño, al descanso; deja incluso de comer para escribir. Aun así, el tiempo no le alcanza. Por miedo a perder su ser de poeta y la obra que justifica su existencia, intenta una fuga de la unidad militar en que fuera confinado; espera así poder frenar el empuje exterminador de la realidad. Es, sin embargo, sorprendido mientras trata de escapar, y como no se detiene al llamado de sus perseguidores, éstos disparan sobre él. La poesía no cumple aquí un propósito libertario. La sociedad, sus instituciones, sus aprensiones, su convencionalismo (representados por los militares que persiguen a Arturo, entre los cuales el joven, en su postrer delirio, vislumbra a su madre muerta, símbolo del prejuicio social) vencen toda oposición, y el protagonista alcanza la liberación sólo con la muerte. La realidad social, alcaide de la facultad creadora y poder aniquilador de la originalidad, prevalece en Arturo, para que el ser humano, “un esclavo”, se pruebe una vez más “víctima de una estafa” , la vida (v. Reinaldo Arenas, Arturo, la estrella más brillante, Barcelona: Montesinos, 1984, p. 12).

Y sin embargo, Arturo muere, imponiéndole a la realidad sus creaciones. Cuando las balas lo derriban, el joven -nos dice el autor- “alcanzaba la línea monumental de los elefantes regios” (Arturo, p. 91); alcanzaba, esto es, las figuraciones de su fantasía que, desbordadas de su fragua, se concretaban, se incrustaban en el mundo sensible, en virtud de una fe inquebrantable en la magia de la imaginación. Aunque la poesía pierda al cabo el mortal duelo, la realidad, bien pensado, no lo gana; el héroe areniano no se rinde, no vuelve riendas para sumarse al adversario, sino que defiende hasta el último aliento la facultad creadora que lo hace original, un individuo, frente a la indistinción colectiva. Arturo muere poeta.

¿Pero importa acaso que Arturo muera sumido en su creación, en su imaginería alucinatoria, importa que muera poeta? ¿Es eso siquiera un consuelo, un respiro? La importancia y el sentido que pueda alcanzar el modo en que muere el protagonista areniano depende de lo que valore quien acometa una lectura de la novela. Hay modos y modos de leer. Para cierto tipo de lector, el interés de Arturo estriba en su carácter complementario de la Historia cubana de los años sesenta; la obra, dicho de otro modo, ofrece para el sujeto afecto a temas históricos, una recreación de la intrahistoria del primer decenio posrevolucionario, valiosa, por cuanto ilustrativa. El final de la obra representa una descripción verosímil, convincente, de un intento de fuga, uno de tantos en aquellos campamentos de la UMAP; el prófugo, en este caso, es sorprendido mientras trata de escapar del asentamiento, y es abatido por las balas de sus perseguidores. Que el protagonista muera puede, para el sujeto afecto a temas históricos, representar un hecho singular e intenso, no exento de cierto teatral pintoresquismo, independientemente de su carácter luctuoso; que muera poeta carece, empero, de todo significado para este lector, que apenas, si en absoluto, repara en el detalle. Para quien lee con miras a realizar una denuncia política, que maten a Arturo al final de la obra sirve el propósito de resaltar las crueldades del régimen comunista cubano, y de acentuar su condena; pero que Arturo muera poeta tampoco logra ningún sentido para este tipo de lector.

Tanto el sujeto afecto a cuestiones históricas como el partidista político leen extrañados del texto; leen, quiero decir, como si observaran la baja tierra desde una escarpada cima. La obra es incapaz de revelarles nada sobre sí mismos, ni sobre su situación particular; en ese sentido se trata de letra muerta. Cabe, no obstante postular un tercer tipo de lector, que no se contenta con la lectura del extrañamiento; si el texto está en una cumbre, ese lector escala, si en un valle profundo, desciende. Aspira a que las letras se le prueben vivas, le revelen algo de sí mismo, de su sus circunstancias particulares; se busca en las letras, y cuando se trata, no de mera ficción, sino de una obra verdaderamente poética, de una con aliento clásico, las letras en que se busca ese lector se le vuelven capa de azogue. Me refiereo al autoencuentro y al cultivo de la humanidad individual por parte de quien acomete una lectura literaria. En la angustia de perder su ser original que experimenta Arturo, ese lector, el literario, reconoce su propia angustia. Si el protagonista areniano carecía de tiempo para realizarse como creador, ese lector es capaz de reconocer que las onerosas imposiciones de una supervivencia cada vez más extensa y exigente como lo es la suya, lo colocan en una situación similar a la de la estrella más brillante, y aun peor, de tener en cuenta cuán sutil resulta la coacción en su caso. El bombardeo mediático en nuestra sociedad, que no permite que elijamos los temas que nos interesan realmente, sino que nos los fabrica y entrega con las respectivas opiniones a asumir, no colabora poco con la aniquilación de nuestra individualidad. Hay algo peor que vivir la vida como estafa: vivir la vida vacío uno de sí mismo, autoestafarse sin siquiera tener conciencia de ello. Para el lector que sí se da cuenta; para ese lector que emprende una lectura literaria y puede ver la novela antes como parábola en el tiempo que como mero testimonio de una época y un lugar dados, que Arturo muera poeta entraña algo más que un consuelo o un respiro: entraña un símbolo que rebasa la Historia. El humano original en nosotros puede cultivarse y sobrevivir, pese a la coacción social. Importa defender el alma individual de un alma colectiva que aspira a sofocarla.


Lourdes Tomás Fernández de Castro (La Habana, Cuba). Ensayista y narradora. Reside entre Miami y Buenos Aires. Ha publicado el libro de cuentos Las dos caras de D (Sibil, 1985); Fray Servando Alucinado (University of Miami, 1994), Premio Letras de Oro (ensayo); Espacio sin fronteras (Premio Casa de las Américas, 1998 (ensayo) y la novela El domador (Vinciguerra, 2007)

Previous
Previous

Fragmento de "Buscando a Inés en la calle 8"

Next
Next

El hombre abandonado en los relatos de José Hugo