Raza cósmica y mulatez: de José Vasconcelos a Fernando Ortiz

JUAN F. BENEMELIS

Desde hace varios años existe en las ciencias sociales una discusión profusa sobre las alteridades, discursos e imágenes del “otro”, en la práctica identitaria como fenómeno cultural supuestamente homogéneo.

Al considerar que entre los problemas más graves que confronta la identidad cubana, la afrocubana, enfrentada a su doble herencia (africana y española) oscila entre dos mundos raciales, que la hace un ser totalmente indefinido marcado por la obsesión de su físico. A ello se une la falta de aceptación del propio afro-cubano con respecto a su herencia africana, del mulato negado a concienciar su herencia negra y el euro-cubano con su prejuicio racial.

En los tres casos estamos ante el racismo interiorizado, lo que Frantz Fanón ha llamado “el conocimiento en tercera persona”, y que en el caso del negro encuentra dificultad en desarrollar su esquema físico, consciente de su cuerpo como negatividad.

Luego de la operación de limpieza étnica de 1912, presentada como salvación patriótica, se produce la fractura más importante en la formación nacional cubana. Los negros eran vistos como propensos al vicio y a la delincuencia, como argumentaban fisiologistas a lo José Montalvo; sólo la voz del filósofo Enrique José Varona, defendía la idea de que las diferencias entre blancos y negros no eran biológicas, sino culturales.

La sociedad habanera, las tiendas de alta costura, las prostitutas francesas, las profusas ediciones de revistas proyectaban una imagen de una “civilización blanca antillana”, bajo las andas de las vacas gordas de los años 1920. La prensa cubana era el instrumento de divulgación de las ideas raciales (1) : “El cruzamiento inevitable, y desde los días de la esclavitud practicado, tiende, como es natural, a la aminoración de elemento negro. Del primer cruce, surge el mulato; del blanco con la mulata el cuarterón: otra mezcla, y los rasgos africanos se pierden”.

Respecto al idílico “crisol de razas”, si alguna mezcla cultural se gestó durante la época colonial, fue la de un mestizaje infeliz, intencionalmente alejado de la diversidad y de las especificidades culturales de los africanos, así como de la de los indígenas.

Si la fusión del proceso biológico es de carácter cultural, a través de la mulatez, entonces la historia desemboca en un proceso inexorable de la transformación del negro y del mulato en blanco, portador de una nación uniforme. Así, todo lo que no sea blanco queda como todo lo que debe adelantar. Entonces, el mestizo implicaba la asimilación de los no europeos.

Se tiene que el mulato no es blanco y el blanco no es mulato; pero en contextos diferentes, un mulato puede ser un blanco. Bajo el mulato se hace desaparecer no sólo a los africanos y sus descendientes sino a la diversidad y a las culturas ocultándose las diferencias de estatus y jerarquías al no ser necesarias las relaciones inter-grupales.

El peligro nacional del crecimiento de la población negra aupó la “mulatización”, a fin de conformar una nación étnica identificada con la cultura hispana. El proceso de ennegrecimiento de la nación representaba una traición a la raza cósmica concebida por el pensador mexicano José Vasconcelos, cuyo logro dependía de una “rápida inmigración blanca y amarilla”. 

La fracción xenófoba anti-negra de la elite dominante nacional ponzoña el distanciamiento entre el hispano-cubano y el cubano de origen africano, e inventa una supuesta “igualdad” por encima de las contradicciones clasistas, llegando al colmo de presentar un sistema de plantación esclavista en Cuba “paternal y bondadosa” por parte del amo blanco. Así se inventaron las historias de un territorio idílico de unidad racial, en el cual los de una y otra raza estuvieron siempre juntos en la felicidad y en la desgracia”.

La problemática de la identidad cubana es un tópico que todavía se mantiene sin solución, pues los problemas raciales agobian el espíritu y la conciencia del afrocubano, y en el complejo de mulatez como un problema primordial. El mulato está obligado a compartir las mentiras y falsedades de la sociedad “euro-blanqueada”, en la cual el racismo es un problema colectivo, y quienes tienen mezcla de sangre africana y blanca no tienen esperanza de escalar al poder.

Es el mulato quien revierte con más fuerza el discurso mayoritario; es el mímico que se ha convertido en un verdadero calco del discurso hegemónico. Pero, como todo ente que imita, acepta sumisamente cualquier injusticia.

Para los intelectuales españoles, ibéricos y criollos, de finales del siglo xix, testigos del desplome colonial tras la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico, lo negro, mulato e indio venían a ser lo mismo, la intrusa y distante cosa americana. El poeta nicaragüense Rubén Darío, mulato, no se identificaba como tal ante la “aristocracia del pensamiento” cuyo postulado intelectual y estético era refractario a toda mulatez.

Por eso el bardo andaluz Salvador Rueda dice de Darío: “Mulato de oído sedoso, afelpado e imitativo como el de muchos negros de América”; a pesar de que su Andalucía había sido tierra de moros. Otros, según Gastón Baquero, lo llamaban “negro mulato” para irritarle; y en la pieza Luces de Bohemia, de Valle Inclán, se personifica a Darío como el personaje, Max Estrella, un ciego “negro”.

El blanco y el negro ocupan una posición concebida dentro de un sistema paternalista, pero el mulato no habita un lugar específico pues juega con las categorías raciales distanciándose del más negro para escapar al estigma, pese a que su espacio social-racial también se halla limitado.

El negro y el mulato cubano se atormentan de si son “negros” o “afro-cubanos”, o “afro-latinos” ante la imposibilidad de aceptar que su “negritud” y su “mulataje” no están en contradicción, sino que son partes constitutivas de su identidad cubana.

El significante “mulato”, de manera similar a lo que sucede con “mestizo”, se usa convencionalmente para connotar una falsa imagen de “democracia racial” en Latinoamérica, el Caribe hispano y entre los latinos de los Estados Unidos. En este contexto afro-latino, el concepto de mulato no representa un híbrido racial entre negro y blanco o un producto café del mestizaje, sino que se usa más bien para indicar cómo la diferencia afro-latina podría transgredir y trascender tales binarios étnico-raciales.

Es, precisamente el poeta nica el primero que acuña el término “mulatez”, pero no como enaltecimiento, sino como accesorio ante la “hispanidad”, como desprecio e incapacidad de entender la cultura. Este juicio parte de la óptica característica que a lo largo de la colonia, y aún durante el hecho republicano se ha tenido en América del mulato, que para estos efectos viene a encarnar una categoría menguada del espíritu, porque a su vez personifica una condición racial escarnecida.

La persona mulata quiere esconder su propia identidad para convertirse en algo que no es; niega sus raíces para imitar una falsedad que sólo conduce al desarraigo. Para el mulato, el legado negro de sus antepasados africanos es una pestilencia que lo deshonra ante su propia sociedad y pese a todos sus esfuerzos, no ha podido liberarse de las normas y estereotipos establecidos por los blancos. Para el blanco, la mezcla de razas produce humillación, en especial cuando toda su ideología gira en torno a la estética blanca.

Él se vale de su “máscara blanca” para lograr una posición un poco más aventajada, y rechaza verse mezclado con los emancipados que lucharon por la independencia del país. Tal hibrides va atrapando al mulato que adquiere, respecto a los suyos, la misma visión del sacerdote español durante la esclavitud: desprecio por su ancestro africano al punto de plantearse si esos extraños seres negros, con los cuales no quiere identificarse, son dignos del esfuerzo que conlleva la catequización o la revolución.

Para sentirse aceptado, el mulato se apropia del mismo discurso de los poderosos y hasta de su color, e identifica a los negros, como diferentes. El alegato de este mulato (subalterno, aunque no lo quiera) es tan denigrante como el de los que ostentan el poder hegemónico. 

Su miedo a transigir las reglas impuestas por los blancos, su rechazo inconsciente o ambos lo llevan a tratar de configurarse en ese Tercer espacio que le concede una situación enunciativa alternativa, que le permite salir de la bipolaridad tradicional entre blanco y negro.  Dicho espacio le da la posibilidad de auto-definirse y de auto-representarse dentro de esta bi-polaridad. La resistencia del mulato no es abierta, como la del negro, sino de ocultamiento.

Aparenta una sumisión y humildad sin límites, acatando tenazmente todas las reglas de los blancos para que nadie perciba su cambio “de color”. Es un exilio de enajenación, a pesar de no estar exiliado. La sublimación del color blanco, lo lleva a buscar que sus hijos sean alguien y puedan demostrárselo a los blancos, pero desde ese Tercer Espacio no puede destruir la alegoría maniquea instaurada y sustentada por el hegemonizador del poder.

De acuerdo con Homi Bhabha, el teórico hindú del post-colonialismo, un importante aspecto del discurso colonial es su dependencia en el concepto de fijación en la construcción ideológica de la “otredad”. Las contradicciones entre esos proyectos inclusivos de homogeneización cultural y las realidades de exclusión y discriminación experimentadas por los negros vienen a chocar para revelar la verdadera situación de integración racial.

En Cuba, como en el resto de Latinoamérica, la ideología de inclusividad racial se desarrolló por una necesidad política y no moral ni ética. Este proyecto fue, y ha sido alcanzado ya que el cambio ideológico en cuanto al mestizaje que experimentaron los pensadores latinoamericanos no fue aceptado por el sector blanco de la población en Latinoamérica y, especialmente, en Cuba.

Este carácter reflexivo, conflictual y procesal de la identidad, se expresa en el mulato, nacido del abuso o de la supremacía de un blanco sobre la negra. El mulato crece más cercano al mundo-servidumbre y la marginalidad de los negros. Está marcado desde sus inicios por una doble pertenencia, a dos mundos que aparecen como irreconciliables entre sí, en el que uno de los polos se nutre de la marginalidad y explotación del otro. El mulato atraviesa un proceso de indecisión para optar por lo negro, el mundo de su madre, o por lo blanco, el de su padre, generalmente ausente del hecho familiar; un híbrido social entre los dos géneros.

De optar por lo negro, por la madre, no elimina, en ningún caso, la sombra de lo blanco que habita en el (ella), y sólo en relación a lo cual lo negro es una apuesta y una opción. Así, pensar la identidad a partir de las interpretaciones que un sujeto construye de sí mismo, no supone en ningún caso desconocer las diversas condicionantes que establecen las biografías personales, sino, más bien, atender al modo singular como cada sujeto construye una historia de sí mismo abriendo una interrogación critica de sí mismo.

Los matrimonios mixtos entre blancos-negro-mulato prueban que las formas de convivencia entre el blanco y el negro nunca han sido endotrópicas. Acorde con el sociólogo Max Weber, una forma de medir la atracción y repulsión raciales se da precisamente en la proliferación de uniones sexuales entre razas diferentes.

Y es que la “identidad original” construida de elementos occidentales, la religión o ideología como preponderante, obedecen a la lógica del poder político, del Estado que hegemoniza una raza sobre la otra. Hay, por tanto, dos comportamientos sociales en cada raza y dos razas en el estado.

Influenciados por el racismo científico, la elite cubana intentó blanquear sus poblaciones por dos medios: la inmigración europea y la mulatez. Esto es visible, incluso, en la izquierda republicana; para el profesor cubano Juan Marinello, por ejemplo, lo negro participa de manera fundamental en la formación de lo cubano, pero no es su sustancia primera. Lo negro es un aporte a lo cubano, no su esencia. Para el ensayista Jorge Mañach, la raza es un factor disociador, si no se soluciona por medio del mestizaje y la educación, y lo hispánico el núcleo de lo cubano (2) .

El discurso utópico de mestizaje por parte de la elite cubana pretendía definir a la isla como una mestiza y al mestizaje como una conducta aceptable por todas las capas de la sociedad (3) . “No tenemos, pues, desde que se fundó nuestra República discriminaciones raciales y no había para qué redactar ese artículo”. “Cuba republicana no ha puesto jamás al cubano negro en inferioridad con el cubano blanco. Si hay diferencias son sociales y no ciudadanas. Así, cualquier reticencia o redundancia en prohibir la discriminación racial nos parece innecesaria (4) ”. “El negro y el blanco viven juntos desde la cuna, sin diferencia ni aún de posición social, pues a diario estamos viendo jugar en los parques a los niños blancos de los dueños de un hogar, y a los hijos de la cocinera (5)”.

Pero si lo utópico era inalcanzable para la sociedad cubana, lo distópico era una realidad que rechazaba todo matrimonio interracial, sobre todo a partir del hombre negro. Por eso, el personaje de la mulata en la novela cubana, devela una serie de anomalías sobre la identidad racial nacional, en específico el proyecto de blancura de piel de la elite y la escala dentro de la subalternidad, el de un sistema social basado en la gradación de la piel, donde mientras más clara sea la persona de color, más oportunidades de ascenso social tiene.

La elite pensante, los blancos y los mulatos alienados asimilaron modelos europeos para estructurar sus identidades. Fanón ilustra este síndrome (6) : “Antes de 1939, el antillano se veía feliz o al menos creía serlo. Votaba, iba a la escuela cuando podía, seguía las procesiones, amaba el ron y bailaba biguine. Los que tenían el privilegio de ir a Francia hablaban de París (…) Y los que no tenían el privilegio de conocer París se dejaban ilusionar (…) El africano era un negro y el antillano un europeo (…) En 1939 ningún antillano en las Antillas se declaraba negro o pretendía tener parentesco negro. Cuando lo hacía era siempre en sus relaciones con un blanco. Era el blanco, el “blanco malo” quien lo obligaba a reivindicar su color o, más verdaderamente, a defenderlo. Pero se puede afirmar que en las Antillas, en 1939, no brotaba ninguna reivindicación espontánea de la negritud”.

Un blanco es carpintero, anciano, indígena, caballero, o campesino, de acuerdo a su ocupación, origen, clase social o señas, pero el de origen africano, independientemente de cualquier otro atributo es denominado por el color, enmascarando su esencia humana, simbolizando las taras, los vicios y los defectos. El punto no es la identidad, pues al constituir un medio plural, existen identidades en diversos planos (familiar, personal, local, nacional, continental, la cultural).

Las innumerables identificaciones no pueden considerarse de manera aislada pues se nos escaparía nuestro complejo carácter multi-racial y pluri-cultural. El mestizaje biológico tiene su importancia histórica, pero no es lo que define nuestra identidad y menos nuestra existencia histórica; ella sólo afianza una cierta identidad racial para el negro o el mulato (no así para el blanco) quienes tratan de escapar del rechazo colectivo por su propia configuración racial, el negro que no quiere el espejo, el mulato que se disfraza de blanco.

Los caminos encontrados en la elaboración de la identidad transitaron por la constitución del negro como ese “otro” de los estudios antropológicos. Las elites intelectuales blancas —las primeras que estudiaron los temas negros— decidieron demostrar los vínculos del negro con África, como una forma de caracterizar estas poblaciones fuera de la identidad nacional, y aún se continúa desarrollando esta visión teórica del negro objeto antropológico, ausente de la nación. De ahí, la estrategia de las elites de borrar, apagar la memoria y la historia de la esclavitud.

Si bien desde el comienzo de la historia el etnocentrismo existía para asegurar un estatus subordinado, en los paisajes colonizados afro-asiáticos y americanos, los euro-cristianos institucionalizaron nuevas equivalencias conceptuales entre nuevas categorías raciales y condiciones sociales para discriminar contra poblaciones enteras identificadas primordialmente por el color de su piel y ciertos rasgos somáticos que funcionaban como indicadores de estatus jurídico. Esta relación con las estructuras del poder es lo que determina la persistencia del racismo.

La categoría esclava coincidió con diferencias fenotípicas entre al amo euro-blanco y los esclavos afro-negros. Así, la esclavitud del africano por cuatro siglos en el Nuevo Mundo determinó la percepción del afro-descendiente y del euro-descendiente. El europeo cobraría una figura artificial como “blanco” en el contexto colonial, y los términos “negro” o “africano” suplantaron la diferenciación social existente en

África acorde con el origen étnico: Mandinga, Yoruba, Ibo, Ewe, Serere, Sarakolé, Fante, Ashanti, etcétera. De ese período colonial heredamos y mantenemos las categorías postizas de indio, negro y blanco, concepciones raciales que se re-exportarían a Europa.

La literatura antropológica acerca de la raza y el racismo ha simplificado la percepción de la diversidad social, al no interrelacionarlos con los factores étnicos-raciales. Es imposible investigar el origen y descendencia de los africanos en el Nuevo Mundo sin enfrentar del racismo, la etnicidad, la supremacía y la jerarquización social, el colonialismo y la descolonización, así como el nacionalismo. De ahí que la investigación referente a poblaciones africanas y el impacto cultural de las diferencias raciales es relativamente poco desarrollada. Asimismo, la literatura ha abordado de forma independiente las temáticas sobre la inmigración, la raza, la etnia y las manifestaciones de racismo en el contexto de construcción de la nación.

Existen problemas metodológicos en toda la literatura antropológica referente a los africanos en el Nuevo Mundo, sobre todo de los investigadores cubanos y brasileños para delimitar su objeto de estudio; de ahí que se hallen incompletas o distorsionadas las respuestas de quiénes son los “negros” y cómo se les identifica. La falta de consenso sobre las definiciones complica la interpretación de los datos los cuales suelen definir simplemente por rasgos somáticos, por categoría legal-jurídica, o clase social, o grupo étnico, a veces local-regional o el grupo racial negro.

El problema se complica aún más ya que las categorías analíticas no son excluyentes y pueden operar en contextos diferentes. Así las distinciones jurídicas difieran con las diferencias locales, las afiliaciones culturales o étnica de los antropólogos, por lo general difieren de las que los afro-descendientes emplean internamente en sus comunidades.

Otra consideración en las categorías raciales es que son ahora más tajantes que los conceptos y el vocabulario propios de las comunidades, al estar polarizadas por cómo se realiza el ejercicio de poder contemporáneo y los códigos clasificatorios adoptados por gobiernos, agencias internacionales y medidas jurídicas. La clasificación actual de las categorías raciales, por la preeminencia de los enfoques subordinados a las teorías jerárquicas occidentales, dificulta la valoración y extensión de las culturas afro-descendientes y la reconstrucción de su historia oscurecida, impiden reconstruir las identidades, lugares de orígenes, religiones, etnias, género.

Después de la independencia de Cuba y hasta el día actual, se construyó y difundió una historia nacional con una supuesta identidad cultural, lingüística nacional que debe ser compartida por todos los ciudadanos para crear la cohesión y unidad de la patria, pero que representa claramente una expresión particular de las corrientes intelectuales que vincularon la biología y la cultura con el nacionalismo. Una visión de la historia cuya ideología ha negado la presencia de los diversos grupos sociales como tales.

Claro que el concepto de raza basado en la biología y en los rasgos somáticos tiene implicaciones peligrosas para definir el objeto de estudio, pues la identificación de un grupo social no puede reducirse a supuestos “hechos biológicos” (7) .

Es obvio que los referentes raza, etnicidad, clase social, género, edad, lengua, están íntimamente vinculados, pero ninguno aisladamente es suficiente para entender la realidad concreta. Es necesario entender cómo estos y otros elementos interactúan y se complementan para crear y justificar ideológicamente las exclusiones sociales y afianzar el poder estructural de un sector de la sociedad sobre otros.

Si nuestros investigadores prescinden de las categorías ortizianas que imponen una determinada estructura para explicar e incluir las tradiciones culturales y el protagonismo de los grupos locales en nuestra historia, estarán obligados a encontrar contenidos culturales y datos históricos empíricos para relatar la dinámica grupal que ha conformado nuestra sociedad. Ello obliga a diseñar un instrumental conceptual y analítico diferente, que no limite su utilidad para interpretar las diversas formas de identificación y de pertenencia social con una visión fresca.

Si la percepción de raza es una construcción antropológica, los códigos de clasificación de personas y grupos son fabricaciones culturales y productos históricos de cada cultura o región en particular, como ilustró el antropólogo Franz Boas en su reconstrucción del “determinismo racial” proveniente de la esclavitud (8) . Al variar acorde con el lugar y el tiempo, la idea de raza en muchas sociedades está ceñida por el idioma, la religión, lugar de origen o residencia, educación, la clase social, lazos matrimoniales. En las sociedades latinoamericanas y caribeñas la arbitrariedad de estas construcciones llega al punto que muchos individuos manipulan tales factores para redefinirse o cambiar de un grupo racial.

Tal dilema, de orden más estrictamente político, se refiere al peligro de la pérdida de autonomía en su producción simbólica cuando importantes líderes afros son incorporados a los cuadros estatales y pasan a defender políticas culturales del gobierno, y ya no de estado, muchas veces distintas de las expectativas y los intereses de las comunidades a que se destinan (9) .

El brasileño Raymundo Nina Rodríguez, médico de profesión, que ejerció como profesor de Medicina Legal en Bahía (Brasil) escribió sobre el negro y el mestizo brasileño, preso en las teorías científicas de su tiempo, defendió tesis hoy inadmisibles, como las desigualdades raciales, la degeneración del mestizaje y las consecuencias en el orden político y social de estos puntos de vista y social (10) . Tanto Nina Rodríguez como Ortiz, emprenderían otros trabajos, bajo esta concepción, en los llamados campos folclóricos y religiosos de las culturas afrodescendientes.

El resultado de estos primeros acercamientos académicos arrojaba que los aportes de los afro-descendientes a las ideas de independencia de los países de América Latina, no existieron y que los cimarronajes históricos, la reconstrucción de espacios liberados conocidos como Cumbe, Palenques o Quilombos, eran para “reproducir imperios africanos” y no para construir espacios libertarios en nuevos contextos (11) .

La creencia que las distinciones raciales tienen su origen en la herencia biología, en las “leyes de la sangre”, y que ello explica la ubicación socio-económica de la persona, lleva a confundir tales estereotipos locales como absolutos y universalmente reconocibles, y por tal, como ideología legitimadora de las estructuras del poder y dominio político en la sociedad donde viven. Las actitudes criminales del negro están relacionadas con su origen africano.

Para Fernando Ortiz la criminalidad del negro se encuentra en la inferioridad racial y étnica. El contexto jerárquico de la filosofía blanca occidental en la siguiente cita (12): “los negros han pasado del salvajismo a un estado progresivo de la barbarie merced a su contacto con los blancos”.

El fenotipo fue decisivo en el mercado de trabajo, en la segregación espacial y en la situación económico-social. En el social, exigió empleos antes vedados a los negros y en el político, la actuación de los negros y mulatos, desarrollada inicialmente dentro del Partido Liberal, buscó obtener espacio de representación en los órganos del poder. La argumentación de la ilegalidad de un partido político fundado sobre la base de criterios de raza, destruía también el argumento que dio sustentación a la nación blanca.

La contradicción del discurso que afirmaba la superioridad de la raza conquistadora y su “limpieza de sangre”, y el mestizaje con las mujeres de la colonia. Por ello, el mestizaje no es prueba de ausencia de prejuicios raciales, debido a la naturaleza asimétrica de las uniones entre varones conquistadores y colonizadores con mujeres conquistadas o esclavizadas. El supremacismo blanco no sólo fue portado por los colonizadores sino que fue interiorizado, y aceptado como “verdadero” por los grupos colonizados incapaces de cuestionarlo.

La perspectiva de la solución del “problema de los negros” mediante la desaparición de los negros ha sido una consideración que ha estado largamente interiorizado en la sociedad cubana. Luego de la matanza de 1912 se generalizó la idea de acomodar al negro sólo por el “conformismo social” y de regular, o “normalizar” la diversidad multi-cultural y multi-racial la sociedad civil.

En Cuba, después de la “Guerra Racista” el concepto de raza fue desplazado por el de etnia, identificado con el de nación. De ahí que los millares de negros caribeños que arribaron al trabajo en la industria azucarera, fueran considerados étnicamente diferentes y quedaron excluidos de la nación, no así los inmigrantes españoles. Todo ello estuvo dirigido contra las visiones transnacionales de la negritud y del garveyismo.

Como distintivo maestro de la nación”, el “mestizaje” representa una dificultad para lidiar con la herencia afro-descendiente, ocultando el verdadero peso de los afrodescendientes en el entorno nacional.

En un intento de blanqueamiento se recurrió al término “criollo” descendiente de europeo, sirviendo para encubrir una simetría y escapar al carácter de la diversidad étnica.

El mestizaje es una manifestación de racismo no sistemático al coexistir con la discriminación y la exclusión, al representar una política de absorción y negación de la negritud destruyendo culturalmente la afro-descendencia. La alteridad racial, basada en el carácter intrasponible de las diferencias y límites culturales que la codifican, la jerarquizan y la “patologizan”, implican una asociación entre autonomía cultural y viabilidad biológica.

Acaso la descripción más certera la ofrece el salvadoreño Luis Pérez-Simón en un brillante articulo Subalternidad y fragmentación (13) : “Si observamos los Cuadros de castas del siglo XVIII, es evidente que el cuerpo del mulato se había convertido en el principal sitio de tensiones y contradicciones coloniales.  Al mismo tiempo, contenía las divergencias y los solapos de la relación entre dueño y esclavo, entre cristiano y no-cristiano, y así daba coherencia y desestabilizaba los fundamentos del poder colonial.  Y aunque en el Caribe anglófono, francófono y holandés el desarrollo de la economía azucarera reforzaba el principio de la separación de las razas, en las colonias españolas el resultado fue un relajamiento de los límites y las divisiones raciales.  

Sin embargo, el cuerpo del sujeto del colonialismo y de la “colonialidad” caribeños es mulato.  El cuerpo del mulato –en el sentido espacial más completo –es el cuerpo político y el sitio donde convergen y se resisten el colonialismo y la modernidad.  El cuerpo mulato y del mulato constituyen de una cierta manera el movimiento de lo que José Lezama Lima llamó “el sujeto metafórico”.

Y continua Pérez-Simon 14 : “La transversalidad que Edouard Glissant atribuye al sujeto caribeño, y que Antonio Benítez Rojo conceptualiza como el significante errante permite al mulato un movimiento de colonización inversa hacia el ideal –no del blanco como en los Cuadros de castas coloniales-, sino de lo que siempre está más y perpetuamente en cambio en el Caribe. Si el mulato representa la potencialidad del sujeto no-“racializado” martiano, yo propongo una lectura más vectorial: la de un agente socio-histórico que contiene un contrapunto estético e ideológico de la nación estable e imaginada”

El sincretismo como paradigma de integración nacional, formulado en Casa Grande e Zenzala de Gilberto Freyre, guarda semejanza con la metáfora del ajiaco cubano de Fernando Ortiz. Pero, ambos, en el fondo se constituyeron en un arma poderosa para hacer desaparecer al negro de la escena. El sincretismo y la teoría de las relaciones armónicas no pudieron ocultar por mucho tiempo sus incongruencias, que conducían a la sustracción de las culturas y del protagonismo de los descendientes africanos. Pero lo que hizo reconsiderar en toda la América negra el concepto nación serían los temas diaspóricos pan-africanos y transnacionales del Caribe con el garveyismo y con la negritud de Césaire y Damas.

El drama continental José Vasconcelos lo ubica como un duelo entre las culturas sajona y latina y atribuye el colosal desarrollo norteamericano a que en la sangre no tienen los instintos contradictorios de la mezcla de razas disímiles. Para ello considera necesario que el español de la América se sienta tan español como los hijos de España, para que la cultura ibérica acabe de dar todos sus frutos 15 .

Vasconcelos toma como ejemplo la existencia de un “cordón umbilical” entre Estados Unidos e Inglaterra, y propone lo misma común misión étnica para el resto de América, su vinculación con España y Portugal. Así, la América al sur del río Bravo es toda una raza arquetipo europeo, de españoles por sangre o por cultura, y por eso se cuestiona si la mezcla puede producir decadencias, y aboga por la “raza” que había soñado con el imperio del mundo, supuestos descendientes de la gloria romana, pero que crearon nacioncitas despedazando el sueño de un gran poderío latino. Al ser meros continuadores de Europa en el continente, los valores del blanco llegaron al cenit.

José Vasconcelos

Asimismo, atribuye el amurallamiento étnico Estados Unidos frente a los asiáticos por el temor del desbordamiento físico propio de las especies superiores. Su racismo es tal que considera al chino un degradador de la condición humana al multiplicarse como los ratones, obedeciendo a bajos instintos zoológicos, contrarios a un concepto verdaderamente religioso de la vida 16 . El designio es constituir en el suelo de América la cuna de una raza quinta en la que se fundirán todos los pueblos, para reemplazar a las cuatro que aisladamente han venido forjando la Historia; pero es una quinta raza donde predominarán los caracteres del blanco. Los pueblos llamados latinos, por haber sido más fieles a su misión divina de América, son los llamados a consumarla (17) .

Vasconcelos se queja de que el elemento indígena no se ha fusionado aún en su totalidad con la sangre española, pero no le ve otra opción que no sea el camino de la civilización latina. Y concluye que el mal reside en que los rojos, los ilustres atlantes de los cuales viene el indio, se durmieron hacen millares de años para no despertar. Olvidando la crueldad del conquistador y colonizador español, le atribuye una abundancia de amor que le permitió crear una raza nueva, prodigando la estirpe blanca con el indio y con el negro. Plantea que el futuro pertenece a la latinidad puesto que la colonización española creó mestizaje, mientras que el inglés al cruzarse sólo con el blanco y exterminar al indígena sentenció su decadencia.

Pese a Vasconcelos, la colonización ibérica no creó la fusión de las culturas, sino que impuso la suya y exterminó la del colonizado.

En el fondo, Vasconcelos atribuye a los blancos los caracteres superiores de la cultura y de la naturaleza, por eso admite que la América latina debe lo que es al europeo blanco y por eso no puede renegar de él sino aceptar los ideales superiores del blanco.

Así, ofrece una descripción de la historia simplista que atribuye el triunfo del blanco con la conquista de la nieve y del frío; el uso del combustible como base de la civilización, que sirvió primeramente de protección en los largos inviernos; después se advirtió que tenía una fuerza capaz de ser utilizada no sólo en el abrigo, sino también en el trabajo; entonces nació el motor, y, de esta suerte, del fogón y de la estufa procede todo el maquinismo que está transformando al mundo (18) .

En la formación de la raza futura iberoamericana, no excluye a las “inferiores” y por tal razón considera va a ser un proceso repugnante de anárquico hibridismo. En la tesis de Vasconcelos el negro no cuenta, y es el indio el elemento del mestizaje (19) : “tenemos poquísimos negros y la mayor parte de ellos se han ido transformando ya en poblaciones mulatas”.

Pero la mulatez posteriormente se va prolongando diluyentemente hasta dar paso a la visión de un mestizaje preñado de ruptura con la ancestralidad africana que ha quedado como solución a una fórmula simplista para reducir la complejidad cultural de la llamada América hispana en la síntesis del mestizaje más próximo a la propuesta cultural euro-céntrica. A ello, es decir a esta visión del mestizaje, se le suma el luso-tropicalismo del intelectual y sociólogo brasileño Gilberto Freire, que intentó, con esta concepción ausentar la afro-brasileñidad, precisamente en el país, que después de África subsahariana, es donde habitan más afrodescendientes (20) .

El sincretismo como paradigma de integración nacional, formulado en Casa Grande e Zenzala de Gilberto Freyre, guarda semejanza con la metáfora del ajiaco cubano de Fernando Ortiz. Pero, ambos, en el fondo se constituyeron en un arma poderosa para hacer desaparecer al negro de la escena. El sincretismo y la teoría de las relaciones armónicas no pudieron ocultar por mucho tiempo sus incongruencias, que conducían a la sustracción de las culturas y del protagonismo de los descendientes africanos. Pero lo que hizo reconsiderar en toda la América negra el concepto nación serían los temas diaspóricos pan-africanos y transnacionales del Caribe con el garveyismo y con la negritud de Césaire y Damas.

Pese a lo exhaustivo de la documentación etnográfica y etnológica de Lydia Cabrera, y de la antropología mitológica de Fernando Ortíz, la legitimación cultural afrocubana no se halla en sus obras.

Lydia Cabrera contribuye con una etnología comprometida con el mito en la cual el objeto de estudio está lejos del racionalismo y el positivismo productos de la razón francesa.

La prensa acogió los Cuentos negros de Cuba, de Lydia Cabrera como un compendio que había sido elevado a la categoría de literatura, por la brillantez de la etnóloga: “Es una obra magna, porque la tradición, que es una de las fuentes históricas más apreciables, ha prestado valiosos recuerdos al investigador. Los pobres negros traídos a Cuba eran de clase muy humilde, ignorante y desdichada, y apenas tenían noción de su propia existencia (23) .

La antropología de Fernando Ortiz se inspira en las tradiciones de las culturas africanas en la Isla, asumiendo los prejuicios de su época, promoviendo como solución la asimilación de tales culturas para lograr el acceso al “progreso” europeo. Tanto Lydia como Ortiz coinciden en la articulación creativa de una antropología (con apariencias de arqueología) que logra un dispositivo poético de mito e historia, pero no los fundamentos de una comunidad religiosa, social y económica con derecho a la equidad. Es una investigación romántica de vocación de revelación y leyenda; una repetición del trabajo que los etnólogos europeos (Maurice Delafosse) realizaron con las culturas africanas.

En enero de 1905, publicaba en Cuba y América (24) : El estudio positivo del factor negro (...) en la demo-psicología cubana, debe partir de la observación de las supervivencias africanas, que asimiladas en diverso grado pueden descubrirse todavía, o han desaparecido ya bajo los últimos estratos de nuestra civilización. Y de estas supervivencias iniciar la observación ascendente de sus elementos determinantes, aislar los genuinamente africanos de otros de distinta raza, y remontar el estudio hasta precisar la localización ultramarina de aquellos y sus manifestaciones en el ambiente originario.

Las raíces históricas de la conquista y de la colonia se consolidan en un ideal de “progreso” y en su creencia en la superioridad de la raza blanca, sustentó y fomentó la xenofobia. Sería Fernando Ortiz quien establecería el paradigma desfigurado por el cual se describiría antropológicamente la identidad cubana y se consolidaría el oficialismo racista; en su prólogo a los Cuentos negros de Cuba de Lydia Cabrera escribió (25) : “Este libro es una importante contribución a la literatura folclórica cubana. Que es blanquinegra, a pesar de las actitudes negativas adoptadas a menudo por ignorancia.”.

Según Aymée Rivera Pérez esta era la tendencia que recorría la antropología latinoamericana, de rechazar las identidades independientes de afro-descendientes otorgándole el pedestal fundacional al mulato, y que halló en la “raza cósmica” del mexicano José Vasconcelos y en Fernando Ortiz a sus máximos exponentes.

Para Fernando Ortiz, Cuba era más española que España y como lombrosiano primero, espiritista y positivista después, propugnaba una cultura nacional basada en la hibridación; no hay que olvidar que de 1926 al 1947 fue presidente de la Institución Hispano-cubana de Cultura. Las formas culturales de la mulatez, propugnada por Ortiz, hallaron expresión en la poesía de Emilio Ballagas y de Zacarías Tallet, en la narrativa de Alejo Carpentier y en alguno de los miembros del Grupo Minorista.

Ortiz creía en la inevitabilidad del modelo anglosajón, por eso proponía la eliminación de las manifestaciones de la cultura africana que él mismo había estereotipado, llevando la identidad cultural nacional al término de “mulata”, pero con la intención de des-africanización 26 . En las ideas de Ortiz, la influencia decisiva que recibe del etnólogo racista brasileño Raymundo Nina Rodrigues, lo lleva a elucubrar una teoría racial de la nación en la cual las razas se hallan en planos culturales desiguales, y por tanto, la de los negros no podría adaptarse a los cánones ético-civiles europeos.

La “mala vida” que presenta constantemente como innato del negro la remite a su “primitividad psíquica”. Pero Ortiz no se detenía en la desigualdad racial cubana, sino en cómo lograr el “progreso” en Cuba, con el arrastre de una población africana que tendía al “retroceso” espiritual. Era, además, la creencia y práctica de Ortiz, proveniente del espiritismo del francés Allan Kardec (27) lo que le hizo abrazar tal teoría evolucionista del alma, ante el “obstáculo a la civilización que provenía, principalmente de la población de color [...] por ser la expresión más bárbara del sentimiento religioso desprovisto del elemento moral”. Ortiz era un convencido del determinismo biológico, como demuestra su tendencia de adscribir identidad racial a las formas culturales en base a su origen africano o español, a partir de un prisma antropológico que parte de la definición bio-racial de los grupos humanos. Ilustra el siguiente párrafo (28) : “El negro puede ser bello para el negro, como lo es un gato para otro, pero no es bello en el sentido absoluto; porque sus rasgos bastos y sus labios gruesos acusan la materialidad de los instintos; pueden muy bien expresar pasiones violentas; pero no podrían acomodarse a los matices delicados del sentimiento y a las modulaciones de un Espíritu distinguido.

Este autor era un fanático de la armonización de lo material y lo espiritual propugnado por Kardec, para el cual las diferencias raciales establecían una correlación entre la belleza corporal y la escala evolutiva de los espíritus. Así, la estética racial “ortiziana” situaba al negro en un lugar próximo al de los animales.

Así, propondría la liquidación institucional de la “brujería” aplicando leyes rigurosas con fuertes condenas penales, junto a estudios científicos, para lograr una campaña pública de inspección y registro de las casas de tales brujos (29). “La campaña contra la brujería debe tener dos objetivos, uno inmediato: la destrucción de los focos infectivos; mediato el otro: la desinfección del ambiente, para impedir que se mantenga y se reproduzca el mal”.

En su análisis del “brujo afro-cubano”, Ortiz recurriría a los paradigmas criminológicos en boga, echando manos a lo que el italiano Cesare Lombroso llamaba “delincuente nato” a partir de herencias congénitas que explicaban los atrasos morales y la delincuencia. El brujo nato surge no por atavismo, como un salto atrás ante el progreso de la especie que obliga a adaptarse a un nuevo medio social; este brujo nato de Ortiz ha sido transportado del África a Cuba, abandonando un medio social primitivo salvaje de los primeros escalones de la evolución de su psiquis.

Si seguimos el hilo del pensamiento “ortiziano”, lo que llega a Cuba, en la trata, entonces es un delincuente primitivo, el cual debería agradecerla a la esclavitud haber entrado en el mundo moderno. El brujo y sus adeptos son en Cuba inmorales y delincuentes porque no han progresado; son salvajes traídos a un país civilizado 30 .

No hay que olvidar que entre 1902 y 1905, Ortiz fue discípulo de los criminologistas italianos Césaire Lombroso y Enrico Ferri, y que luego cursó estudios de Derecho Penal con el profesor González Lanuza, uno de los representantes de la supremacía racial blanca y del positivismo criminológico. Sigue Ortiz: el entusiasmo que en mi despertaran las teorías lombrosianas y ferrianas sobre la criminalidad me llevase a investigar especialmente cómo pensaba acerca de los mismos problemas penales aquel interesante filósofo francés, que osaba presentarse como un druida redivivo (31) .

En una carta de 1924 al autor cubano José María Chacón y Calvo, vemos la fluctuación entre la fascinación y el rechazo, al agradecerle a este la publicación de la segunda edición de La filosofía penal que ayudaría a la elite euro-blanca a desarrollar una teoría supremacista de la elite en el poder.

Lejos de ser sólo el pionero en los estudios antropológicos del africano en Cuba, hay que considerar a Ortiz el más peligroso de los teóricos racistas de los que aparecieron en los inicios del siglo xx cubano, al estructurar los paradigmas que legitimarían el racismo y el derecho natural de los blancos a ostentar el poder hegemónico por encima del negro, el cual estaba obligado a aceptar la subalternidad.

La posibilidad del progreso del negro mediante la purificación espiritual en un medio moderno, resultó el paradigma atractivo de Ortiz, quien en obras como el Proyecto de Código Criminal Cubano, formulaba cómo llevar a cabo las campañas de “saneamiento racial” en la nación cubana. Mucho se ha escrito acerca de la “transformación” de Ortiz desde su inicial texto sobre los negros brujos; sin embargo, la esencia de sus creencias en la desigualdad y la inferioridad del negro jamás variaron.

Este connotado racista, en su discurso “La decadencia cubana”, veinte años después de haber publicado los negros brujos, echa manos de todas las fobias de aquella obra, para profetizar el desastre y el retorno de la barbarie a Cuba, y explicar cómo los diferentes males que comprometían y abrumaban la vida de la comunidad nacional, se debían a la presencia del negro.

En Ortiz es evidente su esfuerzo implícito por sentar los módulos fundacionales de la nación cubana; pero él no pasa de ser un cronista para el cual lo afro-cubano es sólo un objeto de estudio, por eso su contrapunteo “criolliza” al supremacista ibérico, le abre el camino a la mulatez, y destierra al negro a los meandros de la nacionalidad. Se intenta con ello una fórmula unificadora, a través de la desaparición de las etnias, mediante su mezcla. Una teoría alternativa a las racialistas decimonónicas (32) .

El rescate de lo “afro-cubano” se hace en un marco que enfatiza el proceso del mestizaje, es decir, la disolución de sus rasgos particulares (33) . En Ortiz se trata de las culturas autóctonas y su fusión con la del colonizador; pese a su transculturación, el blanqueamiento físico no se lograría con la mulatización.

De la primera afirmación, sirvan de ejemplo sus palabras en el Lyceum de la Habana, el 23 de julio de 1934: “En la gran tragedia histórica de todas las razas subyugadas (...) uno de los sufrimientos más crueles ha tenido que ser el de tener con frecuencia que negarse a sí mismos para poder pasar y sobrevivir, el de esconder el alma en lo más recóndito de una caverna de conducta hecha de forzadas hipocresías, de defensivos mimetismos, de dolorosísimas renunciaciones. En Cuba los negros tuvieron que abstenerse, aceptando, a la vez de grado y de fuerza, la posición distinta que el sojuzgamiento les señaló en la estratificación social que los explotaba. (...) Sin duda, uno de los obstáculos más resistentes, por la enorme presión social que ello ha significado, ha debido de ser la resistencia despreciativa del blanco, debida en parte a los ancestrales prejuicios étnicos, reforzados por privilegios económicos, y a las injustas infatuaciones de castas linajudas, tanto más presuntuosas cuanto más mentidas e improvisadas (34) .

El nervio flaco de todo su estudio consiste en su inconcebible desconocimiento de las dinámicas culturas y sociales del África, de sus civilizaciones; sobre todo por ser un momento de gran auge en los estudios africanistas en París y Londres, omisión que lo lleva a cometer desaciertos conceptuales y confusiones, al utilizar reelaboraciones de segunda mano y referentes tendenciosos como los de Leo Frobenius y Maurice Delafosse, notorios africanistas de la Belle Epoque.

Ortiz jamás fue al África, ni ello le interesó; muestra un ridículo conocimiento de la civilización bantú, de la islamización de los estados sudaneses, del papel de los Hausá en todo el oeste africano, de los imperios Kanem-Bornú, Ashanti y Yoruba, de la guerra santa del místico y filósofo de la tribu fulani Usmán dan Fodio, etcétera, elementos imprescindibles para entender no sólo las etapas de la trata o la afro-cubanía, sino incluso su debatida “trans-culturación”.

Para Ortiz (35) : “El vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque éste no consiste solamente en adquirir una cultura, que es lo que en rigor indica la voz anglo-americana aculturación, sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial des- , y además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse “neo-culturación”.

Mezcla lo yoruba con Borgu, a los Fante con los Ewe, confunde a los Ashanti de Kumasi con los de Brong-Ahafo; desubica geográficamente a los Sarakolé, tomando como referencial las noticias sobre las guerras de Almami Samori Touré; le atribuye elementos culturales de los Fong y de los Borgu a los Yoruba y de los Yoruba a los Fong.

¿Cómo es posible elaborar un término conceptual promovido a escuela de conocimiento sólo a partir del producto final, e ignorando cómo era el mismo en su originalidad?

¡Qué sorpresa para Ortiz el saber que el ingrediente que sufre la transculturación antillana, al menos el proveniente del África! ¡ya había sufrido, a su vez profundos procesos de transculturaciones! Lo Yoruba (cuál, pues hay dos troncos-naciones Yoruba), es una transculturación del valle del Nilo con la cultura Nok del delta del río Níger, fondo civilizacional que comenzaba a verse golpeado por el Islam

“transculturado” por los guerreros y comerciantes Hausá y el animismo de los guerreros de los Estados de Kebbi y de Borgu.

El producto final que Ortiz tiene en sus manos -los africanos esclavizados en Cuba-, es un caleidoscopio en extremo complejo que no responden al simplismo clasificatorio etnográfico de “Yoruba, Congo y Carabalí”.

Ortiz estaba errado al asumir que la literatura escrita no había desempeñado un papel en las tradiciones Afro-cubanas, como se demuestra en las Libretas de Santería, una forma verbal de la cultura afrocubana plena de mitos, fábulas, procedimientos rituales, en los sistemas de adivinación, etcétera. De aceptarse su noción, habría que descalificar todo el aporte de la Mitología Griega, de la mitología islandesa del Edda, de la finlandesa del Kalevala, de los Veda hindúes, del Chu-King chino y del Nihongi japonés ¿y qué haríamos entonces con el Cuauhtitlan y con el Codex Chimalpopoca?

Hernández Busto ha calificado la impronta de Ortiz de la siguiente manera: “La herencia de Ortiz, como la de Ramiro Guerra, ha terminado convertida en una sociología ingenua, salpicada de cifras con las que (aún hoy) se intenta ocultar el meollo de la cuestión racial en Cuba”. La culpa, claro está, no la tienen Ortiz ni Guerra, verdaderos maîtres à penser de su generación, sino las circunstancias en que son leídos: el imperativo de silencio, el oscuro secretito cubano al que la Revolución de 1959 regaló un pálido traje de fantasma tercermundista. Fanón, Leopold Sedar Senghor, René Depestre y muchos otros oficiaron en este ritual caribeño.

Pero, como ya sabían Ortiz y Guerra, en Cuba el tema de la raza no se reduce a una identidad caribeña o africana. Habría que revisar ese supuesto (como ha hecho, por ejemplo, Derek Walcott) más allá de la sobada metáfora del “ajiaco” y del uso de la calculadora socialista para el censo de archivo (36).

Ejemplo de cómo los afrocubanos reaccionaron con hostilidad hacia Ortiz lo brinda una carta, fechada en La Habana el 17 de febrero de 1935, firmada por “Un tabaquero emigrado revolucionario», y que se encuentra entre los papeles del sabio cubano, bajo el epígrafe Transculturación. En ella leemos: El ciudadano que tiene el honor de dirigirle esta misiva, es un viejo de los que por la Patria dieron su juventud por tener los mismos derechos que disfruta la raza afortunada; empero hemos llegado a la vejez valiendo menos que los extranjeros.

La mala fe de los que se apoderaron de nuestros sacrificios, como fuimos los negros los que dimos el mayor porcentaje en el campo de batalla y como el propósito que tenían era el de hacer lo que han hecho; pero como temían que nuestra actitud se lo impidiera aprisionaron a Cuba por medio de un vergonzoso tratado y un apéndice Constitucional que avergüenza la historia de nuestra libertad sojuzgada por manos blancas.

Los motivos, el por qué el que le escribe le dirige esta epístola, es para recordarle de un particular que ahora viene de molde, asunto que Ud. hubo de hacer en los primeros días de la República; después que hicieron todos los creyeron pertinente para podernos acorralar, dieron el espectáculo macabro de la Maya, que ascendieron a casi de 6000 muertos de los que le hicieron patria a los muy felices hermanos mayores. Vosotros se cogieron la Administración del Estado y les cedieron a los españoles las industrias y el comercio y los sacrificados negros que se murieran de hambre. Y sin agregar las injurias de los escritores como Ud. que escribió un libro titulado Etnología Criminal (37), diciendo que los negros eran raza criminal.

En palabras de Roger Bastide 38 : “Es necesario precisar las conquistas definitivas logradas en el periodo 1920-1950: Retroceso del etnocentrismo y los prejuicios anti-raciales que marcaban los primeros libros de Nina Rodríguez y Fernando Ortiz. Si quedó cierto etnocentrismo fue en la selección de los temas. Sólo se estudiaba el negro como elemento diferente con una cultura propia, una religión africana, etc., y no como elemento integrante de la sociedad global (...) desde el punto de vista científico se evidencia un avance progresivo desde la investigación puramente etnográfica a la investigación etno-histórica y a la investigación psico-etno-histórica […] avance progresivo de la pura descripción a la conceptualización: en el caso de Herskovits y de sus discípulos, aplicación de la teoría funcionalista”.

Nadie en Cuba ha cuestionado directamente la validez de las categorías ortizianas, en las cuales la cultura no figura como factor importante para explicar hechos sociales. Sus esquemas interpretativos, la estructura del argumento y sus referentes traen implícitos la ideología nacionalista como visión de la sociedad y la historia.

Algo ha sucedido en el mundo moderno cuyas construcciones ideológicas convierten las distinciones culturales, fenotípicas, de género y de edad, en principios rígidos y opresivos de jerarquización y subordinación. Pero reconocer las diferencias fenotípicas, culturales y de género no necesariamente implica una relación de superioridad-inferioridad. Sólo la inclusión que admite la diferencia implícita en la multi-racialidad permitirá la restitución de una cohesión social tejida con base a una mayor equidad y comunicación intercultural entre blancos, mulatos y negros.

Los intelectuales orgánicos veían y ven a Cuba con daltonismo racial, y han compartido los valores y visión del mundo de la elite criolla y los sectores “blanqueados”, para los cuales el futuro de la nación tiene que pasar por la desaparición del negro. Así, incluso, durante el siglo xx el “desarrollo nacional” era sinónimo de inmigración ibérica, y en el siglo xxi, el constante descenso porcentual del negro en los censos del país, no es debido al incremento demográfico de los blancos o de la “mulatez”, sino más bien por cambios en la percepción de las “clasificaciones” raciales.

En Cuba se afirma que la población negra es minoritaria y que la mulatez ha liquidado las bases sobre las cuales se asentaba la discriminación; y que las manifestaciones de racismo desaparecerán. Tal cosa no ha sucedido ni sucederá. Esta manera de analizar el problema lo convierten en un fenómeno inabordable a partir de categorías analíticas para contextos sociales multi-raciales.

El racismo cubano no sólo opera en la inter-subjetividad social, sino que se “objetiva” a aquel a quien se discrimina como algo ajeno y exterior a sí; un objeto sobre el cual se puede odiar y despreciar. Si bien el lenguaje racial peyorativo en uso para insultar al negro, por parte también de un sector que se considera “blanco”, pero que en su mayoría tiene sangre africana en las venas, supone negar parte de su identidad, de elementos constitutivos del propio yo; resultando en un racismo profundamente inextricable y difícil de abordar.



Referencias

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Juan Felipe Benemelis. Manzanillo, Cuba 1942- Miami, EEUU 2021. Historiador y filósofo. Se destacó por sus libros sobre historia, filosofía y física cuántica, con una producción que superó los 70 libros. Una de las voces más influyentes sobre la intervención en África del régimen castrista, y un estudioso sobre la realidad de Cuba.

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