Fragmento de "Una brizna de polen sobre el abismo"

JOSÉ HUGO FERNÁNDEZ

LO SUBLIME

La inspiración llegó a Odalys Interián mediante la Biblia, sumo arquetipo de la literatura universal, cuyos autores se consideraron copistas que vertían en blanco y negro los dictados de Dios, alumbrados por su poder divino. Claro que la inspiración no es suficiente por sí sola para engendrar lo sublime. Tal vez por ello algunos pasajes de la Biblia, vistos por separado, no nos parecen del todo sublimes, si nos atenemos al concepto de fórmula artística superior con indescifrable aliento. Pero hay una música interna que va cohesionando al libro como conjunto, una suerte de convocatoria a la introspección y al embeleso, algo que podríamos situar en un estrado que sobrepasa la efectividad de las palabras. Y en esa virtud asienta indudablemente la categoría de obra sublime, lo cual explica y justifica el inaudito poder de convocatoria que contienen las Sagradas Escrituras. 

La inspiración entonces no es generadora sino facilitadora del hallazgo sublime, o así lo creo yo. Todo lo que inspira no desemboca inequívocamente en sublimidad, entre otras razones porque la inspiración actúa asistida por la inteligencia, la imaginación y la experiencia, más otras herramientas del poeta. La inspiración conecta lo inconsciente con lo consciente, es su pilar, mientras que lo sublime es el resultado del rayo de Longino, que nos fulmina desde la inconsciencia (o desde algún esotérico plano que no soy capaz de ubicar) sin la participación de asistencia alguna. Por eso no considero que a un poema le baste con ser bello para ser sublime. Hechuras al fin de la imaginación, la cultura o el talento, las metáforas, alegorías, imágenes, sinécdoques y otros giros semánticos no son suficientes como dispositivos para alcanzar lo sublime, por más efectivas que resulten. Tampoco, por razones análogas, la tristeza, la depresión, el amor, la desesperanza, la dicha… constituyen generadores de sublimidad. Pueden ser detonantes o acondicionadores.

Emerson acertó sin dudas al puntualizar que las palabras también son acciones, así como toda acción es traducible al lenguaje escrito, pero es que lo sublime puede prescindir tanto de las palabras como de las acciones. Las palabras por lo general no consiguen exponer a plenitud este fenómeno, nunca lo abarcan, y es algo que debemos celebrar. La acción, aplicada como mecanismo para convocar o para favorecer lo sublime, ha demostrado rendimientos dudosos. Si en su búsqueda tenaz de la inspiración los poetas surrealistas lograron muchos más excelentes poemas que instantes de real sublimidad, pudo ser tal vez por su propósito de motivar la creación con la ayuda de calculados procederes, todos dependientes de alguna acción, más y menos prácticos para su fin, pero todos ajenos por igual al origen y las esencias de lo sublime. Queriendo desatar los impulsos reprimidos del subconsciente, la estética surrealista, deudora de Freud y -aún peor- de Marx, se dio a activar acciones como la escritura automática, el engarce fortuito de palabras y muy en especial la explotación de los sueños, los que, según ellos, permiten registrar espontáneamente los estados de ánimo y los impulsos profundos. En mucho les ayudaría, puesto que conquistaron gran fama como movimiento poético e hicieron historia. Pero, personalmente, por más que busco, no logro localizar sino escasos destellos de sublimidad dentro de su arsenal de imágenes insólitas, delirios y ensartes de alusiones prefabricadas. Paul Eluard, admirable poeta, uno de mis preferidos entre los de aquel movimiento, defendió tales prácticas alegando que el ser humano necesita ser excitado para que exprese sus más hondas urgencias, sobre todo cuando el entorno lo aplasta hasta el punto en que esa expresión llega a convertirse en un imperativo para resarcir su equilibrio. No me consta que lo sublime tenga mucho que ver con lo equilibrado. Ni aun para quienes sostienen que la verdad es equilibrio, olvidando que el desequilibrio no tiene que ser opuesto a la verdad, como tampoco todo aquello que se opone a la verdad tiene que ser necesariamente mentira. Incluso hay verdades que se descalifican unas a otras sin que por ello dejen de ser equilibradas verdades.

Me viene a la mente, muy a propósito del tema, la certitud con que una frase de Paul Valery desmonta otra no menos verás de Picasso, quien había proclamado que la inspiración se alcanza trabajando. Pero, según el poeta, en materia de inspiración, lo que no cuesta trabajo es lo que suele contener el máximo valor, no en balde el artista se atribuye con frecuencia la gloria por aquello de lo que es menos responsable, lo que le cayó del cielo, digamos que tan gratuitamente como le caía al celebrado irlandés William Butler Yeats, quien, según cuentan, utilizaba a su esposa, que era espiritista, para contactar con los arcanos de la inspiración: He tendido mis sueños a tus pies,/pisa suavemente, pues caminas sobre mis sueños. Pintoresca manera de agenciárselas con el uso de lo consciente para darle fuelle al inconsciente, aligerando de paso el misterio de la creación.

Los poetas antiguos también lo hacían, pero se me antoja que mucho menos enterados del rol que juega la conciencia en el asunto. Para ellos el proceso creativo era un enigma inextricable ante el que no quedaba otro remedio que dar palos de ciego. Mientras que para los poetas modernos –como bien anotara Octavio Paz- suele ser un problema que contradice las concepciones psicológicas y las ideas sobre el mundo. Y justo en esa conversión del misterio en problema psicológico es donde radica nuestra imposibilidad para comprender cabalmente en qué consiste lo sublime en poesía.

Ante tal panorama uno se siente tentado a considerar a los antiguos más modernos que los modernos. Sobre todo en lo que se refiere al don de la sublimidad. Demócrito estimó que obedecía a una experiencia interna anormal y a una secuencia de revelaciones situadas fuera de todo entendimiento. Platón se la acreditó a una especie de locura con origen providencial, que iluminaba al poeta en cuanto a lo que tendría que decir, aunque no sobre cómo decirlo. En la cultura romana catalogaron al poeta como un ser con mente superior, destinado a recibir el soplo de las divinidades. No por gusto inspiración deriva del latín inspirare, que significa soplar sobre o dentro de algo. Cicerón estaba persuadido de que el poeta actúa guiado por un impulso interior sin explicación aparente, a la vez que auxiliado por un espíritu celestial. Más tarde, las teorías del Renacimiento europeo e incluso del Barroco español enfilarían próximas al mismo rumbo. En su “Poética”, de 1596, Pinziano declara entender el furor creativo como una cierta clase de enfermedad, destemplanza caliente del cerebro, le llamó. Por otro lado, son bien conocidas las sacras concepciones de San Juan de la Cruz y de Sor Juana Inés. Entretanto los románticos, como ya hemos visto, vincularon la expresión artística con las del alma, dando mayor valía al concurso de la emoción. Pero al concederle envergadura a los aportes de la conciencia, crearon las bases para el intercambio entre el arte y la psicología. Y fue justo ahí donde, según Paz, el misterio empezó a degenerar en problema.  

Afortunadamente (creo yo) no todos los poetas actuales encaran la creación como un problema psicológico. Y hasta para aquellos que lo ven así, el misterio continúa imponiendo su fuerza inexorable. Sin embargo, a Odalys Interián no le preocupa ni el misterio ni el problema psicológico. El primero lo vislumbra como una bendición y el segundo no cuenta para ella. En todo caso, reconoce la incidencia de otro problema mucho más simple pero que le atañe directamente. Se trata de ciertos estorbos que frenan la canalización de todos los chispazos de sublimidad que recibe, entre ellos, la falta de sosiego y de tiempo real para escribir, a más de otras causas inherentes a la vida cotidiana. “Eso me provoca un sentimiento de urgencia, una ansiedad muy dañina. Me hace sentir nerviosa y angustiada. Porque las imágenes no dejan de asaltarme, pero las ocupaciones diarias no me permiten atraparlas. Entonces me siento muy mal, apenas me alimento, duermo muy poco para aprovechar el tiempo en que los otros duermen. Y cuando al fin me acuesto, ya de madrugada, voy a la cama con esa carga de energía que no me deja descansar, sigue desfilando ante mí una interminable hilera de versos, pero no puedo levantarme, estoy rendida, y tengo que dejarlos ir. Eso me ha enfermado físicamente, pero tampoco quiero que termine porque lo disfruto”.

Equidistante de varias radicalidades al uso: la del impío que deposita todo el mérito de la creatividad en su propio talento y en otras potencias que circulan dentro de su angosta dimensión humana; la del beato para quien el espíritu y el cerebro son recipientes vacíos que únicamente Dios puede llenar; las de aquellos que asumen sus facultades poéticas como tortura, como destino aciago, como ajorca egocéntrica; la de los que cantan para no llorar y respiran para no reventar… Odalys se desentiende, deliberadamente o no, del encasillamiento por estilos, grupos generacionales, ensambles geográficos o recurrencias temáticas y de otras índoles. Vimos ya cómo en lo relativo al fenómeno de la sublimidad, ella ha distado en lo básico de otros poetas con los que muestra cierta identificación de orden más conceptual que anímico. El hecho es que, una vez descontada la Biblia como su primera influencia (y salvo otra excepción que veremos después), resulta difícil reconocerle ascendientes explícitos. Algunos nombres que menciona como autores de sus más insistentes lecturas terminan proyectando más sombras que luces sobre la cuestión. Nietzsche, Pound, Rimbaud, Celan, Artaud, Sylvia Plath, Dulce María Loynaz… pueden dejar constancia de su buen gusto como lectora, pero no han marcado huellas en el estilo ni en las técnicas que emplea para versificar o para dar validez al fenómeno de lo sublime, punto clímax de su identidad poética.

En algún momento, al observar la forma torrencial e incesante en que suele ser asaltada por ese don, se me ocurrió pensar que Odalys había crecido en los ambientes guajiros de Cuba y que estaba penetrada hasta el tuétano por la misteriosa savia de los decimistas improvisadores. En rigor, ella ejerce la creación de un modo muy parecido al de aquellos poetas campesinos que se desgaznatan echando flores por su boca en las canturías, espectáculos que cualquier persona ajena al asunto podría tomar como actos de magia protagonizados por chamanes. Basta con haberlas presenciado, aunque fuera una sola vez, para no olvidar la impresión que provocan esas controversias entre improvisadores de los campos cubanos, el raro sortilegio con que tales poetas naturales –por lo general muy poco instruidos, con exiguas lecturas y apenas con rudimentarias nociones de la técnica- pueden dedicarse durante horas a la creación improvisada de décimas con rima perfecta y con metáforas y símiles capaces de virarnos al revés por el asombro. ¿Desde dónde irradia esa alquimia sino es de algún punto situado muy por encima de sus cabezas? ¿Algún freudiano podría ayudarme a explicarlo?

No sé si un tanto caprichosamente, he creído o he querido ver que la espontaneidad y profusión creativa que caracterizan a Odalys Interián sugiere reveladores puntos de enlace con el desempeño de esos decimistas campesinos. Es una conjunción que se me impone sugerente, mucho más de lo que sucede con la mayoría de los poetas cultos que ella menciona entre sus posibles influencias. Al confrontar sus versos, pero sobre todo al ser testigo de la pasmosa fluidez con que le brotan (como géiseres desde un fondo volcánico), me ha venido especialmente a la memoria el nombre de una de aquellas lumbreras del repentismo cubano, no sólo el suyo, pero sí es el que evoco con mayor prontitud, debido a las sorprendentes semejanzas de temperamento y de elevación entre su arte poética y la de Odalys. Angelito Valiente, poeta de una comunidad rural próxima a La Habana, fue extraordinariamente popular en sus contornos y en toda la zona occidental de la Isla, primero, por su prodigioso don como improvisador, pero también por el modo en que se transformaba, en lo anímico y en lo físico, a la hora de expresarse. Le temblaba la voz, se estremecía de pies a cabeza, gesticulaba como un poseído, con el rostro congestionado y ardiente, dando la impresión de que si no allanaba urgentemente el paso a todas las imágenes e ideas que rebullían en su interior, iba a estallar como un siquitraque. Era la mayor atracción de los guateques a mediados del siglo XX, crisol entre los repentistas del punto guajiro, una manifestación poética cantada en décimas, cuyos antecedentes, como bien sabemos, arribaron a Cuba desde Canarias y Andalucía, allá por el siglo XVII, para consolidarse, ya en el XVIII, como un género propio que enriquecería sobresalientemente la cultura nacional, pero que hoy denota la misma mediocridad sistémica y la falta de reconocimiento de que adolecen otras expresiones culturales nuestras de origen campesino.

Hubo en la misma época de Valiente otros poetas improvisadores tan ingeniosos como él, incluso mejor instruidos o más cultos (por más que fuese única su disposición mental y espiritual como receptáculo de lo sublime), pero a la hora de especular en torno a una remota conexión entre aquella prodigiosa pléyade y la obra de Odalys, no me viene a cuento ninguna referencia tan definitoria como la de Angelito Valiente. Ni tan improbable a la vez que definitoria. Porque él ni siquiera publicó libros. Para consultar su obra (o los pocos exponentes de su obra que no se llevó el viento) hay que hurgar entre algunos periódicos de limitada circulación en su tiempo, o entre tenues legajos publicados por instituciones culturales de carácter local, o -si la suerte o algún empujón de arriba nos lo propicia-, entre viejos archivos de televisión que guardan memoria visual de varias de las controversias en las que brilló. Pero es que Odalys no ha tenido esa suerte. No conoce a Valiente. Nunca escuchó sus décimas. No sería capaz de reconocer su rostro en una fotografía. De hecho, jamás asistió a un guateque, ni ha tratado personalmente a ningún decimista improvisador. No existe la mínima posibilidad de identificar algún tipo de conexión lógica entre ella y Valiente, y lo mismo ocurre con el resto de los representantes del repentismo cubano. Desde luego que también podemos recurrir a la conexión cuántica, pero examinarla como es debido nos aleja demasiado del asunto que demanda ahora nuestro interés, a más de que tampoco nos aportaría argumentaciones concluyentes. ¿Cómo sostener entonces la conjetura de que Odalys pudo heredar de Valiente -enaltecidos ambos por un mismo don- esa singular disposición para recibir e interpretar los efectos de lo sublime? No creo que yo pueda sostenerla sino escapando por la tangente con la ayuda de Pascal: El último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan

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José Hugo Fernández (La Habana, 1954) es escritor y periodista. Durante la década de los años 80, trabajó para diversas publicaciones en La Habana, y como guionista de radio y televisión. A partir de 1992, se desvinculó completamente de los medios oficiales y renunció a toda actividad pública en Cuba. Premio de Narrativa 'Reinaldo Arenas' 2017, tiene alrededor de una veintena de libros publicados. Actualmente reside en Miami.

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