"Doña Bárbara" y "Amistad funesta", un encuentro descabellado

HÉCTOR MANUEL GUTIÉRREZ

Lucía Jerez o Amistad Funesta y Doña Bárbara tienen la peculiaridad de compartir una clasificación que al modo de ver de algunos es acertada: ambas obras se ajustan a la definición “«novela/puente». Este doble término ayuda a ubicar las dos novelas en épocas de transición: la primera comienza, la última cierra, aquel enfoque estético conocido como modernismo. Teniendo en cuenta que los autores vivieron diferentes períodos históricos, la responsabilidad de mantener un hilo conector presenta algunas dificultades. Es nuestra intención ahondar en las circunstancias que conforman a ambos autores, estableciendo similitudes y contrastes para confrontar esas dificultades y obtener una visión conjunta de sus poéticas respectivas.  

Novela telúrica por excelencia, aunque todavía dentro de los parámetros modernistas, Doña Bárbara cae simultáneamente, entre las vertientes realista, naturalista y expresionista. Tiene además la acentuada preocupación de plantear el tema de la civilización y la barbarie, dentro de la búsqueda de la definición nacionalista a que se vieron obligados muchos de los autores de la novela tradicional. Es una necesidad inherente que ya vemos desde los tiempos de El periquillo Sarniento (1816). De acuerdo con los juicios de más de un especialista, como señala el historiador crítico Rudolf Grossman: «Se percibe cada vez con mayor claridad que en el llamado ‘crisol de las naciones’ no perecerán los valores nacionales, sino que se cristalizarán, en recíproca sublimación, las cualidades más excelsas de todos los elementos de la síntesis» (370). El llano es Doña Bárbara y la fuerza civilizadora del rezagado positivismo modificará el comportamiento de la naturaleza, que es también Venezuela. De ahí nace el término novela/nación, que se usa con frecuencia para definir la obra.

A grandes rasgos, Giuseppe Bellini describe a Gallegos como una figura clave dentro de la narrativa, teniendo en cuenta, entre otras cosas, sus aportaciones estilísticas. Refiriéndose a Doña Bárbara, el crítico dice: «Gallegos pone de relieve la fuerza de su tierra y de las gentes que la habitan, revela sus cualidades de gran artista; el estilo, ya poético o crudo, ya de vibrantes y puras notas espirituales, de una eficacia subyugante, hace de Gallegos un auténtico innovador de la novela hispanoamericana» (507). Y efectivamente, en la época que le tocó vivir, el lenguaje adquiere una nueva dimensión, enraizado en la necesidad de mitificar los contornos de la realidad americana, de modo que «no solo se ofrecen al narrador los horizontes infinitos de la realidad americana (Don Segundo Sombra de Güiraldes) o la impenetrabilidad de la pampa (La Vorágine de Rivera) y lo seducen a inventar metáforas simbólicas, sino también lo númenes que viven en ellos, arriba y debajo de ellos» (480). De modo que, según los planteamientos semiológicos del crítico, «madre», «origen”, «vida», «nada», sustituyen con frecuencia los elementos de la naturaleza que aun en los casos extremos de amenidad modernista, conservaban sus características semánticas tradicionales: tierra, agua, fuego, aire, etc. 

Es conocida y en ciertos círculos últimamente desprestigiada, la influencia del positivismo en la formación de la conciencia o identidad de lo americano. Conocido es también  el impacto de los postulados de Sarmiento en el siglo XIX.  La aparición de su Facundo, en 1845, sentó las pautas que siguieron otros escritores en la ficción, en estudios socio/sicológicos, en estudios político/filosóficos: «De esa tensión entre la ciudad y el campo, entre la civilización y la barbarie, nació un género literario completamente nuevo que es significativo para América Latina: el ensayo romántico, en el estilo del Facundo de Sarmiento» (241).

 La idea también la vimos en la Amalia (1885) de José Mármol, en la Cecilia Valdés (1839) de Cirilo Villaverde, en la Vorágine (1924) de José Eustasio Rivera. Algunos críticos le dan énfasis al elemento expresionista que se libraba en la literatura de nuestra América, particularidad que la obra de Gallegos refleja en su interrelación con la naturaleza. Ya a mediados y segunda mitad del siglo pasado, los mexicanos Carlos Fuentes y Octavio Paz le han dado nuevas dimensiones al concepto, enriqueciéndolo y aumentando los recursos disponibles para crear más investigaciones. El tratamiento del tema civilización versus barbarie se presenta en un marco muy peculiar, dependiendo del autor, y en nuestros días, no falta quien diga que en cierto sentido el dilema se ha revertido, aspecto que no abordaremos en el presente trabajo.

Como contraste, y en términos muy generales, en Martí la naturaleza adquiere matices claramente etéreos. La subjetivación, tendencia más prevalente en el movimiento que iniciara, le permite crear un ambiente de esbozo, mucho más alejado de esa realidad «real», si se quiere, a diferencia de la transliteración de Gallegos, que lo ancla, por así decirlo, a la concepción telúrica que define su obra. 

En el caso de Martí, cabe agregar que a pesar de que la comisión de la novela estaba enmarcada en unos parámetros más bien triviales, si tenemos en cuenta el público a quien estaba destinada, —por encargo de Adelaida Baralt, habría de ser publicada por entregas en el periódico El Latino-Americano, por la modesta suma de 55 dólares— no pudo escapársele el tono ético, esteticista, tierno y sereno que predomina en Lucía Jerez. Este matiz no lo vemos en Doña Bárbara, donde se registra una incesante lucha entre la naturaleza rebelde y el impulso civilizador del hombre, como le exigía el momento histórico a Gallegos.

Debo intercalar aquí que dentro y desde la modalidad modernista se nutrían otras tendencias: en la época convivían diferentes planteamientos tanto estéticos como filosóficos, con frecuencia francamente antitéticos como son el cosmopolitismo, esteticismo, decadencia, exotismo, individualismo, pesimismo, escepticismo, aislamiento, esteticismo y melancolía. Con excepción de los tres primeros, ninguno de estos atributos, fueron verdaderamente distintivos de la época, pues ya estaban marcadamente presentes en el romanticismo, cuyos rezagos continuaron entre los elementos idiosincrásicos de la figura de Martí, como sucede —en otra dimensión, desde luego— con el escritor venezolano.

Se vislumbra entonces, que a pesar de la distancia temporal que los separa, el modernismo es en realidad la época de enlace entre ambos autores, por lo que cabe destacar que con el final del siglo decimonónico se registra una especial sensibilidad que hasta cierto punto es un reflejo de la misma sensibilidad del hombre barroco. Quizás más que en ningún otro grupo de artistas, a más de un crítico le ha llamado la atención la exagerada sensibilidad de los modernistas. Esta hipersensibilidad con frecuencia empuja a los artistas a refugiarse en una evasión, una especie de «exilio espiritual», apropiadamente comparada con la que se da en aquel espacio temporal de Calderón y Lope, otro período que se distinguió, como el modernista, por sus piruetas verbales e inquietud filosófica o angustia intensificada que se plasma en las obras. Es un factor reconocido que el modernista rompe con muchos de los cánones que rigieron la estética por siglos, particularmente en cuanto a la función del lenguaje. Éste no es ya sólo herramienta que reproduce una realidad. Es un medio que a la vez de dar cabida y a transmitir esos rasgos exóticos, individualistas, pesimistas o melancólicos, heredados del romanticismo, mantiene intrínseca la propiedad cuasi-realista que era la norma en los últimos años de aquel movimiento. Para el modernista no hay una realidad que responde a un orden de cosas: no es una realidad que tiene un principio y una finalidad, como sucedía con la realidad renacentista, la barroca, y aun la romántica. La estética de aquellos predecesores era una estética también de soñadores, pero es la modernista la que adquiere matices más definidos de conciencia existencialista; una conciencia que subsecuentemente, ya en pleno siglo XX, alcanzaría dimensiones sin precedentes. Así lo demuestran las sentencias sartreanas, que neutralizan la importancia de los retos del hombre contra la naturaleza y lo enclaustran en el dilema de afrontar la responsabilidad existencial como saldo de la lucha y conquista de su libertad interior. La consciencia modernista trae, entre otras cosas, rupturas a nivel de lenguaje, un medio que tiene elementos subversivos, no necesariamente en lo social o político, como ocurrió en los movimientos anteriores: ahora el lenguaje ha de reflejar la creación de un «nuevo mundo». Es quizás el componente más valioso que vemos en Amistad Funesta, la única novela que escribió el insigne cubano. En este aporte martiano encontramos el doble juego de palabras, la unión de elementos disímiles, creación de imágenes por medio de la ruptura de otras imágenes, uso de vocablos con características humanas, incumplimiento de elementos rítmicos y musicales propios de la poesía, y otros elementos de menor o mayor importancia propios de la poesía.

Por supuesto, esa visión de «nuevo mundo» maduró y con el paso de las décadas, tras tomar cuerpo en muchas direcciones, se hizo presente en la esfera habitual de Rómulo Gallegos. Su novela también refleja una actitud innovadora, particularmente en el lenguaje, como ya veremos más adelante.

Es importante señalar que el personaje Doña Bárbara [inmortalizado por María Félix en la época del cine de oro mexicano en los cuarenta] lo engendró precisamente el autor en tiempos en que Venezuela sufría aún las consecuencias de la toma de poder del dictador Juan Vicente Gómez. Doña Bárbara tipifica no sólo la naturaleza venezolana que, siguiendo los dictados del positivismo era necesario subyugar, sino también el estado de cosas que imperaba en el país como consecuencia del gomecismo. La violencia, la injusticia, el soborno, la eliminación de los derechos de las gentes, eran condiciones a nivel nacional que repercutían en el poder de caciques y autoridades del llano venezolano. 

Si se tiene en cuenta el grado de participación de Gallegos en la vida política, de lo anterior se deduce que en más de un sentido, la situación social del país exigía una actitud de conciencia en el autor. Escondida en el texto estaba aquella actitud arraigada en lo político y lo social por un lado y en lo cultural por el otro, como refleja su uso peculiar del lenguaje. Agreguemos pues que le tocó vivir un período en que la lengua alcanzó una significativa bifurcación: el gusto por las formas tradicionales y cultas, desafiado por el deseo de expresar lo criollo. No fue el primero en andar este doble camino, pero quizás sí el primero en hacerlo con consciencia plena de su misión. Su obra, dentro de esta dualidad, al modo de ver de la analista Bella Josef: «se salva del localismo, incorporando los contextos sociales y políticos, al mismo tiempo que busca la perfección esteticista en sus rasgos de renovación modernista. Con esto, Rómulo Gallegos universaliza el modelo y lo trasciende, dándonos el sentido de continuidad de una literatura.»[1] Luego agrega: «Los temas de la tierra, sus ríos, árboles, sus hombres, el habla del pueblo, el sentimiento, espíritu y vida se convierten en fuente inagotable que el escritor transporta a su novela, unas veces con una exactitud extraordinaria, como cámara detallista en celuloide; otras veces supera un regionalismo inmediatista, a través de la organización de sistemas de símbolos sociales de contenido universal« (107). Su compatriota Orlando Araujo parece coincidir con este ángulo: «el momento es etapa transitoria hacia mejores campos y vale como labor anunciadora» (174). 

A nuestro entender, estas dos novelas contienen ciertos elementos muy valiosos que ameritan atención. Ambos autores vierten sus reflexiones respecto a la confrontación de las viejas y míticas fuerzas contrarias: el bien y el mal. En cada uno de los textos notamos la clara y diferente cosmogonía que compone su respectivo imaginario. También son transparentes las circunstancias generadoras de sus idiosincrasias. Salvando las distancias, existe una intencionalidad que los une: una firme y clara eticidad, admitidamente más pronunciada en la figura de Martí. Es una condición que los une en contexto y que contribuye a que las novelas logren su objetivo: en Doña Bárbara la humanización y redención del personaje que simboliza el mal; en Lucía Jerez las consecuencias de una acción que va en contra de los postulados maniqueos del Martí apóstol. Establecida esta condición moralista, me permito elaborar en otros componentes que se manifiestan en el paralelismo que me movió a escoger las dos novelas para el presente ensayo.

Coincidencias míticas.

Sin olvidarnos de las diferentes dimensiones dentro del contexto en que se mueve cada novela, y haciendo hincapié en que en más de un aspecto los dos personajes principales son héroes y como tales se les asocia con estados de luz o brillantez, podemos observar en ellos algunas características comunes. Santos Luzardo aparece en la novela navegando por un río, mientras: «un sol cegador, de mediodía llanero, centellea en las aguas amarillas del Arauca y sobre los árboles que pueblan sus márgenes» (8). Es una aparición que se nos antoja mítica: la asociación luz-Luzardo se establece y mantiene a todo lo largo de la trama. En contraste con la ambientación agresiva, casi hostil del centelleo solar que enmarca al personaje, Martí presenta a Lucía en una escena donde la luz hace resaltar la majestuosidad serena de las magnolias: «plenamente abiertas en sus ramas de hojas delgadas y puntiagudas, no parecían, bajo aquel cielo claro y en el patio de aquella casa amable, las flores del árbol, sino las del día» (61).

 Hay otros personajes masculinos que valdría la pena mencionar. Leamos la siguiente cita: «vio que Lorenzo se empinaba el garrafón de agua, derramándolo encima por no acertar a llevarse el pico a la boca. Se precipitó dentro de la habitación a quitárselo de las manos. Mas ya el borracho había bebido lo suficiente para caer fulminado. Se asió a los brazos de Luzardo y clavándole una mirada delirante, exclamó: “¡Mírate en mí! ¡Esta tierra no perdona!”» (77)

La evidencia de semejanzas y la claridad en los ejemplos de la certera simbología de Gallegos se manifiesta con abundancia y la referencia nos trae una muestra. El mismo Barquero es una extensión idiosincrásica de Luzardo. Recordemos que Lorenzo, quien en la historia era primo de Santos, sucumbió al poder destructor de la llanura y de la propia doña Bárbara. Aquí vemos cómo inteligentemente el autor une a los dos enemigos en la íntima concesión que da fin a la lucha sicológica entre los dos entes en oposición: uno, ejemplo de debilidad y fracaso, el otro, paradigma del buen juicio y la empatía.

 

Barquero y Manuelillo.

 En Amistad funesta, Manuelillo, el hijo de don Manuel, es también una extensión/proyección del personaje Juan Jerez y del joven Martí: «desde niño empezó a dar señales de ser alma de pro. Tenía gustos raros y bravura desmedida, no tanta para lidiar con sus compañeros, aunque no rehuía la lidia en casos necesarios, como afrontar situaciones difíciles que requerían algo más que la fiereza de la sangre o la presteza de los puños» (104). A Manuelillo también le toca viajar a una gran ciudad a cursar estudios de derecho, donde muere bajo circunstancias obscuras mezcladas con nostalgia, reminiscencias del temprano exilio en España.

 

Personajes catalizadores.

 No sería difícil encontrar cierto parecido entre Maricela −mar y cielo− la novia de Santos, y Sol del Valle −luz y tierra− la rival de Lucía. Son ambos personajes hasta cierto punto de origen humilde, y están rodeados de una aureola de ambigüedad. Maricela es la hija abandonada de doña Bárbara y de Lorenzo Barquero, éste último familiar, aunque lejano, de Santos. En una de las escenas tempranas, Maricela, al encontrarse con su futuro novio, estaba en su estado primitivo, como la Gabriela de Jorge Amado, como en el mito de La Cenicienta. Analicemos su origen por medio del texto: «aquella criatura montaraz, greñuda, mugrienta, descalza y mal cubierta por un traje vuelto jirones… Bajo los delgados y grasientos harapos que se adherían al cuerpo, la curva de la espalda y las líneas de las caderas y de los muslos eran de una belleza estatuaria» (78). Similar tratamiento le da Martí a la presentación de Sol del Valle: «…vino tan inmediatamente después de la aparición de la señorita Sol del Valle, orgullo desde hoy de la ciudad, que todos reconocemos en la improvisación maravillosa del pianista el influjo que, en él, como en cuantos anoche la vieron, con su vestido blanco y su aureola de inocencia, ejerció la pasmosa hermosura de la niña» (137).

 

Bárbara y Lucía

 Al ofrecer los orígenes del personaje doña Bárbara −fiereza, crueldad− Gallegos describe un escenario donde imperan la oscuridad, los ruidos propios de un ambiente salvaje, donde los cazadores persiguen y aniquilan al indefenso gabán: «…el ave levanta el vuelo asustada por la algarabía, y sus alas se tiñen de rosa al resplandor del fuego entre las tinieblas profundas… y el ave, escandilada cae indefensa». Algo semejante ha acontecido en la vida de Barbarita: «El amor de Asdrúbal fue un vuelo breve, un aletazo apenas, a los destellos del primer sentimiento puro que se albergó en su corazón, brutalmente apagado para siempre por la violencia de los hombres, cazadores de placer” (26).  Existen ciertos parámetros que definen al personaje, y que se establecen temprano en la trama. A través de esos rasgos trazados implícitamente, detecté en mis lecturas subsiguientes algunos detalles apologéticos de parte del autor, al sugerir las posibilidades de reivindicación del personaje en su simbología ética. En Amistad funesta no hay sin embargo posibilidades de metamorfosis. La realización del personaje Lucía se alcanza con la muerte de Sol. Con su acción se cumple la intención apodíctica de la novela, al mostrar que el desequilibrio en la mente de Lucía ha de conducirla a lo irracional, y de allí a la destrucción del mundo dentro del contexto de la trama novelesca, consumándose así la conceptualización del personaje/símbolo que es Lucía.  Cabe aquí señalar que el personaje Lucía —soberbia, ira— es asociado también al color negro, como vemos al analizar el momento en que se habla de ella por primera vez: «…y Lucía, robusta y profunda, que no llevaba flores en su vestido de seda carmesí, porque no se conocía aún en los jardines la flor que a ella le gustaba: ¡la flor negra!» (62). La negrura de la flor preferida de Lucía, la oscuridad de la noche en que doña Bárbara pierde su virginidad, son elementos cromáticos que se verán a lo largo de las dos novelas en cuestión. Son una especie de código de identificación moral de ambos personajes. Lucía, aunque carece del elemento caciquista que sí vemos en doña Bárbara, representa, como ella, el desequilibrio, el crimen, la traición, la violencia, la superstición, el egoísmo, como alguna vez indicara Schulman.

Otros puntos de coincidencia

Abundando en las similitudes, el tema «civilización y barbarie» en Dóña Bárbara, allí el tema se manifiesta en una dimensión nacionalista, y dentro de la vena realista costumbrista. Es una novela que replantea la desgastada problemática positivista de la tierra (naturaleza) como devoradora del hombre y la lucha de éste por conquistarla. He sugerido, que detrás de este tema se mueve el fantasma del gomecismo, que, cargado de connotaciones negativas, es parte obligada de aquella realidad inmediata que nos trae su autor. La novela es pues importante por ser una buena muestra del intento de llenar la necesidad de reafirmar los valores autóctonos en momentos históricos de reconstrucción nacional, ya que a fin de cuentas es un replanteamiento de las ideas de Sarmiento.

La novela de Martí ofrece quizás una versión más profunda del asunto, en el sentido de que el escritor cubano no tiene que «recrear» en su ficción la realidad inmediata, para realizar su fin didáctico. Martí crea su propia «realidad», una realidad admitidamente de ambigua ubicación geográfica y temporal. Allí, en esa realidad está escondido el tema. En otras palabras, hay que ir más allá del texto y moverse dentro de ese meta-texto que la conforma, para encontrarlo. Martí se vale de los recursos de la lengua que tenía a su alcance, además de la cultura exquisita con que contaba, para mostrarnos una visión de esa armonía universal que se «desarmoniza» —si se nos permite utilizar este vocablo— cuando el autor deliberadamente introduce un elemento disyuntivo: en este caso, los celos. El enfoque también positivista del gran ensayista y patriota cubano es más sereno, más estructuralmente simbiótico, más metafísico, si se quiere. Es decir, la invención de los personajes/símbolos se maneja en un escenario casi etéreo. Aquí la naturaleza no parece ser el enemigo al que hay que combatir y al cual se asocia el personaje diabólico que es Doña Bárbara, sino un complemento de la concepción idealista de una realidad más abarcadora, equilibrada y serena, rota por los celos, elemento externo, foráneo, «bárbaro», que deforma la mente de Lucía. Una concesión muy clara en Amistad funesta, como vemos, es el marcado tono romántico con que Martí mueve la trama. Esta característica no debe ser una sorpresa: después de todo, no olvidemos que Martí creció dentro del romanticismo, y respetar sus cánones es cuestión de época. De aquí nace la tendencia en algunos críticos, a enmarcarlo en un «romanticismo rezagado».

Segundas y terceras lecturas sugieren que ambos autores presentan un material muy peculiar: un proceso exótico que incluía las ideas de los simbolistas, los parnasianos, y «los raros». De modo que tras revolucionar los modos de expresión y tras conciliar las conocidas estéticas decadentes europeas con el descubrimiento de la realidad americana, el modernismo fomentó, entre otras cosas, y aunque no esté tan marcado en la primera generación, la creación de una novela impregnada de un sentimiento americano en el que con el tiempo entraría la vena del naturalismo. Venezuela no fue una excepción cuando se perfiló en el horizonte de América un movimiento literario de fuerte «inspiración nacional», como lo llama Juan Lizcano, que aportaría una visión específica, y formularía «un pensamiento estético coherente que abundara precisamente en lo americano» (99).  El cosmos de Rómulo Gallegos, está fundamentado, entre otras cosas, en la doble necesidad de enseñar y contribuir a la conceptualización de ese toque nacionalista que en ese momento histórico debía sugerir su discurso. Cuando Doña Bárbara se publicó en 1929, Gallegos, quien como otros escritores pasó momentos de crisis, muchos de ellos, según sus biógrafos, de índole política, se encontraba en un estado muy optimista. De acuerdo con la información que se lee entre líneas, el novelista necesitaba ofrecer un rayo de esperanza. Sus escritos reflejan esa actitud: «Todavía estaban visos sus ideales. Su fe en el progreso es casi el tema fundamental: hay que preparar los cuadros teóricos para el triunfo de la razón y la luz sobre las tinieblas de la barbarie» (Corvalán 78).

Doña Bárbara es la novela llanera. Su más conspicuo “personaje” es precisamente el llano, que se refracta en la cacica como su más fiel representación. Este autor intenta y logra darle un carácter universal al tema, e independientemente de su afán apodíctico respecto a muchos aspectos de la vida venezolana, los cuales realiza magistralmente, y refleja también un entrenamiento modernista muy enraizado en el recurso de la simbología, como sugiere Corvalán: «Gallegos nos ofrece una novela de dos caras: símbolo y realidad: o mejor dicho, sus símbolos están hechos de cosas reales. No podemos exigirle más: él viene del modernismo literario, de una escuela idealista, por así llamarla, y no alcanza a ingresar de lleno en la estética realista» (9).

Santos Luzardo —perfección, sapiencia— logra imponer los valores propios de la civilización, es decir, consigue llegar a los objetivos planteados por su propio contexto heroico. Es uno de los personajes que, al decir de Guillermo Morón, llevan en sí la responsabilidad del argumento que manipula el autor: «… los rasgos acentúan hacia las direcciones idealistas que el novelador persigue. Aun cuando haya sido tomados de la realidad venezolana, se hacen modelos inalcanzados: son puro vuelo, puro anhelo, hasta en los casos en que son malos» (99). Santos Luzardo es pues la versión moderna del héroe que, además de atributos morales y educacionales, tiene ante sí la responsabilidad y conciencia de luchar contra las divinidades oscuras y la naturaleza prepotente que representa Doña Bárbara. Esta condición se cumple a cabalidad en la novela. Luzardo no se realiza con el uso de la fuerza, sino con el efecto redentor del amor que inspira en la cacica, sentimiento que se manifiesta en el momento preciso en que Doña Bárbara decide no matar por celos a su hija Marisela.

En lo que a Martí respecta, su lucha por alcanzar la independencia de Cuba estaba estrechamente ligada a principios éticos muy profundos: para él es imposible romper con su condición de escritor dedicado más que nada a proyectar un mundo primordialmente basado en lo ético. La inclusión de la eticidad en una obra corta como Lucía Jerez, puede, como he podido palpar en mis relecturas, afectar tremendamente el desarrollo de las posibilidades estéticas de la misma.  Este problema se agudiza porque Martí es iniciador de un movimiento artístico cuya esencia es precisamente el replanteamiento de un sistema estético que hasta cierto punto negaba los postulados martianos. Esta paradoja me lleva a enfocar la novela, a la luz de las insinuaciones autobiográficas implícitas en el texto, como una manifestación de sus propios conflictos internos, escondidos de forma muy sutil, en una trama sencilla. Juan Jerez −José Martí− como en el caso paralelo de Santos Luzardo, representa la civilización, la cultura, la ley, el orden, la buena voluntad y amistad al servicio de la paz, del trabajo y, como sello que conecta todos estos principios, el sentido ético. Jerez es el vestigio del concepto del héroe que tuvo el siglo XIX y que alcanzó plenitud definitoria durante el romanticismo, movimiento evocador del héroe clásico de los griegos. Cuando Juan Jerez aparece en la trama por primera vez, viene envuelto en una aureola de hiperbólica heroicidad que lo identifica con el propio autor: “un hombre joven, vestido de negro, de quien se despedían con respeto y ternura uno de mayor edad, de ojos benignos y poblada barba, y un caballero entrado en largos años, triste, como quien ha vivido mucho, que retenía con visible placer la mano del joven entre las suyas” (66). En la escena se manifiesta claramente una imagen de superioridad de proyecciones morales que rayan en la divinidad y la perfección. De acuerdo con la descripción del autor, Juan Jerez era: «una de aquellas almas infelices que sólo pueden hacer lo grande y amar lo puro. Poeta genuino, que sacaba de los espectáculos que veía en sí mismo, y de los dolores y sorpresas de su espíritu, unos versos extraños, adoloridos y profundos que parecían dagas arrancadas de su propio pecho, padecía de esa necesidad de la belleza que, como un marchamo ardiente, seña a los escogidos del canto» (67). 

El concepto del ser superior se manifiesta casi sin excepción entre los modernistas, pero la idea de que se ha nacido predestinado para la concepción de fines nobles, idea que está muy presente en todas sus obras, es una peculiaridad muy propia de Martí. La suya es una auto-visualización de redentor, de individuo que se sacrifica por el bien de los demás, peculiaridad que sobresale en él más que en ningún otro miembro de aquella generación. El personaje Juan Jerez, como manifestación del alter ego de Martí, está diseñado con los elementos de modelo inalcanzado que asociamos con Santos Lizardo. El discurso de Martí en su descripción del personaje, hace más evidente esta aseveración cuando insinúa que Juan Jerez reúne en su naturaleza heroica atributos perfectos, como se ve en la siguiente cita: «siempre escondido en las ocasiones de fama y alarde, pero visible apenas se sabía de una prerrogativa de la patria desconocida o del decoro y el albedrío de algún hombre hollados; aquel batallador temible y áspero, a quien jamás se atrevieron a llegar, avergonzadas de antemano, las ofertas corruptoras» (71).  Como aquí se ve, la conceptualización armónica del mundo creado por Martí no participa de aquella visión angustiosa y nihilista de desesperanza que persiguió a otros modernistas como Silva o Casals, para mencionar algunos.

Concluyo entonces que, a diferencia de Luzardo, el personaje Juan Jerez es portavoz de un muy particular sentido ético que el autor se ve en la necesidad de incluir en el texto. Vista con ojos posmodernistas, algunos críticos han señalado que esa a veces exagerada eticidad incorporada al personaje le impide a éste ir más allá de la proyección bidimensional que se nos impone en la novela. El resultado es una transfiguración que francamente no encaja con la naturaleza del género narrativo en que Martí tiene que aventurarse por motivos económicos. 

Martí el novelista

No es mi intención señalar las imperfecciones de su obra, sino elaborar en las imposibilidades de realización del «yo» proyectado en el personaje Juan Jerez, que corresponden, de acuerdo con más de un crítico, con las propias circunstancias de Martí.  El afán maniqueo evidenciado en aquel discurso repleto de insinuaciones éticas refleja una intención apologética, aunque implícita, de parte del autor. Martí expresa con un lenguaje modernista un sentimiento que continúa inmerso en los postulados subjetivistas del romanticismo. Crea a la vez ya sea por la necesidad de satisfacer los deseos de la que comisionó la novela, o simplemente porque es Martí y no puede divorciar las ambigüedades que sostenía su propia vida existencial como líder y como hombre, una situación en el acontecer narrativo que, de acuerdo con la opinión de algunos críticos, deja mucho que desear. Con su prodigiosa maestría logra un hermoso discurso de altura a nivel de lenguaje que pocos han logrado. Sin embargo, establece situaciones en la novela que corresponden a patrones netamente románticos que debilitan la trama y el contenido, circunstancia que ha provocado severas críticas a su habilidad para crear situaciones convincentes como novelista. En otras palabras, Amistad funesta tiene muchos aciertos, particularmente en el uso del lenguaje, pero si comparamos la grandeza de Martí en términos de su dimensión apostólica y en términos de sus multifacéticos y multidimencionales aportes a la cultura americana, independientemente de sus preocupaciones nacionalistas, la novela no alcanza la calidad que ha logrado en otros géneros, detalles que él mismo reconoce.         

El hecho de haber accedido a escribir una novela para los fines que mencionábamos antes, debió haber afectado tremendamente la conciencia de este hombre a quien la naturaleza dotó de una inteligencia y sensibilidad fuera de lo común. Es quizás este hiperbólico sentimiento de culpa lo que lo empuja a crear, con su extraordinario dominio del lenguaje, una especie de fábula donde al fin y al cabo lo que triunfa es el mal. Su única novela no es más que eso: una exquisita lección moralista donde el protagonista es incapaz de realizarse dentro de los atributos heroicos que el Martí romántico le proporcionase a través de la novela. 

A estas alturas vemos entonces, que el desacierto de ésta no lo encontramos en la construcción de una trama simplista donde los personajes no pasan de ser más que un esbozo, una especie de dibujo que cojea en sus representaciones del mundo alegórico. Donde desafortunadamente cae la praxis literaria es en la concepción del personaje alter ego del propio Martí. El autor nos deja con un Juan Jerez horrorizado, un insignificante observador pasivo en un desenlace que, efectivamente, es romántico por excelencia, pero en el cual el autor fue incapaz de reivindicar a quien, hasta el momento del trágico final, se había perfilado como héroe y como tal, por fuerza, debía morir luchando, en el sentido moderno de la palabra. La muerte de Ana es en realidad la muerte de Juan, y por lógica extensión, la muerte de Martí: una muerte sin trascendencia, carente de aquellos ingredientes románticos que nos impactan, nos conmueven durante el transcurso de la historia, y nos provocan la necesidad de una lógica catarsis, que nunca llega. ¡Qué horrible muerte para un héroe concebido por una mente sui géneris como la del gran fundador de la patria cubana! Es aquí donde vemos la imposibilidad de superación del «yo» martiano reflejado en Juan Jerez. Las causas por las cuales escogió aquel dramático desenlace para su única novela, nido de profundas especulaciones en el lector, se fueron con su autor a la tumba.

Martí era un hombre de intensa vida mundana, de grandes amores, de grandes pasiones y turbulencias en las relaciones con su propia esposa y con las que no lo fueron. A pesar de la proyección eticista y hasta cierto punto maniquea, la de Martí fue, más que tranquila, tormentosa. Entre el hombre de carne y hueso que conocemos y el Martí de dimensiones místicas y aun míticas que nos dejó la historia, hay un gran abismo. Su final en Dos Ríos, sobre un caballo, pistola en mano y con una determinación que sólo los grandes hombres poseen, no fue su muerte, quizás fue su redención. Fue, en un hondo sentido surrealista, el pago de una deuda de conciencia de hiperbólicas proporciones que empezó con aquella propuesta de trabajo de su amiga Adelaida Baralt.

 

A manera de conclusión

 En síntesis, el modernismo fue un movimiento acrático enmarcado dentro de su a veces caótica diversidad y redoblado narcisismo, que mostró gran énfasis en el aspecto estilístico del lenguaje. En su constitución estética se incorporaron elementos metafísicos que afortunadamente sobreviven a la superposición lingüística, como espero haber mostrado en mi análisis. He tratado de establecer y demostrar la presencia de algunos elementos definidores de las corrientes que convivieron dentro del mismo, junto con los que fueron vestigios de escuelas anteriores, incluidos en Amistad funesta o Lucía Jerez. Espero por igual haber señalado aquellas que serían ramificaciones a desarrollarse más adelante, ya en pleno siglo XX, como es el caso de Doña Bárbara.

 Cuando comparamos las circunstancias de estos dos autores, en principio son paradójicamente diferentes. Sin embargo, una vez superada esta peculiaridad, nos queda precisamente el tono ético e ideológico que contienen sus obras, reafirmándose así el paralelismo que establecí como fundación discursiva para la elaboración de este trabajo. Aunque de alcance más profundo en Martí, existen en ambas actitudes, fundamentos metafísicos e ideológicos que van más allá de las acrobacias del discurso.  

La lectura de las novelas me confirmó la destreza de los dos escritores en reelaborar temas íntimamente relacionados con el devenir histórico de sus respectivas naciones. Ambos me convencen en su intención de abundar en ideas y signos en general, como dictan los peculiares contornos, que, cobijados bajo la influencia modernista, se proyectan en sus obras. Si bien compartían ciertas intenciones de tipo apodíctico y psicológico en el curso y recurso del modernismo, a Gallegos y a Martí les tocó vivir épocas separadas por varias décadas, condición que he respetado. No los he evaluado bajo un mismo criterio, ya que ambos escritores tomaron rumbos muy diferentes, tanto en el panorama de las letras hispanas, como en el acontecer político americano. No pretendí tampoco poner a Gallegos a la altura de Martí, cuya obra, cuantitativa y cualitativamente fue mayor que la del novelista venezolano. 

Familiarizado con estas diferencias fundamentales entre un autor y otro, puedo establecer entonces algunos conceptos que construyen mi tesis. Gallegos concibió la concatenación de los hechos que ocurren en su novela como una trama lineal llena de alegorías, donde las diferentes manifestaciones de sus propias inquietudes didácticas están hermanadas con compromisos socio/nacionalistas en una Venezuela políticamente corrupta. Una vez que se cumple el cometido social, nos queda el didactismo moralista, propósito todavía relevante desde una perspectiva contemporánea. Como contraste, puedo determinar también que Martí, por su parte, se mueve en un orbe idealista de proyecciones casi sumergidas en lo esotérico. Allí los personajes, más que entes alegóricos, como vimos en Gallegos, son apenas esbozos que se mueven en una fábula de débil estructura, cuyos rasgos reproducen una angustiosa interioridad, en su lucha por lograr la independencia de Cuba, empresa de implicaciones más apolíneas. Aquella pobre concatenación de hechos que se articulan en una atmósfera romántica y superficial se nos presenta envuelta en una exagerada eticidad que merma peligrosamente su contenido. 

Observando en la distancia de nuestra propia contemporaneidad, desde aquel entonces, sin duda los hechos históricos han transformado la fisonomía política en el continente americano. Los avatares se registran tanto en la tierra que en tiempos de Gallegos se llamó la «Venezuela rural con cepo y grillete», como en la isla que generó en Martí el icónico ensayo «Nuestra América», documento que delineaba el perfil de los Estados Unidos frente a los nuevos conglomerados hispánicos al oeste del Atlántico.

Espero que el estudio y proyección de las subjetividades volcadas en los textos, como vehículo de sus respectivos mundos sub-racionales, hayan logrado entablar una dialéctica coherente y significativa en mi ensayo. Mientras tanto, me permito abrir puertas para futuras discusiones ante un gran número de posibilidades. En ellas cabrían las repercusiones de los postulados de Gallegos y de Martí en la transformación ideológica que sistemáticamente enardece la reversión de poderes, ahora una ambigua realidad al sur del Río Bravo. A la luz de la paulatina expansión de este controversial proceso histórico, cabría observar aquellas ideas, ahora moldeadas en bloques panfletarios y plataformas un tanto alejadas de las concepciones embriónicas de aquel entonces. Sería interesante analizar el papel que juegan éstas en los que hoy llevan las riendas gubernamentales en nuestra desperdigada y a la vez monolítica región, particularmente en las naciones que vieron nacer a los dos autores que aquí analizamos. 

 

 

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[1] La cita viene de “Lectura de Doña Bárbara: una nueva dimensión de lo regional”, en Bermúdez 104-105.


Foto de Juan Carlos Mirabal

Héctor Manuel Gutiérrez, Ph.D., es instructor de español avanzado y literatura hispana. Funge como Lector Oficial de Literatura y Cultura Hispánicas en el programa de evaluación superior Advanced Placement, College Board/ETS. Colaborador mensual de la revista musical «Latin Beat», Gardena, California. Miembro/fundador de la revista literaria «La huella azul», FIU, Miami, Florida. Editor de contribuciones, «Revista Poetas y Escritores Miami», Miami, Florida. Colaborador «Revista Suburbano», Miami, Florida. Colaborador/ columnista, «Nagari Magazine», Miami, Florida. Colaborador «Linden Lane Magazine», Fort Worth, Texas, Colaborador, «Insularis Magazine», Miami, Florida. Es autor de los libros: Cuarentenas, AuthorHouse, marzo 2011, Cuarentenas: Segunda Edición, AuthorHouse, 2015, Cuando el viento es amigo, iUniverse, 2019, Dossier Homenaje a Lilliam Moro, Editorial Dos Islas, 2021, De autoría: ensayos al reverso, Editorial Dos Islas, 2022. Les da los toques finales a Encuentros a la carta: entrevistas en ciernes, a publicarse en 2023, La utopía interior: estudio analítico de la ensayística de Ernesto Sábato, a publicarse en 2024, y la novela El arrobo de la sospecha, a publicarse en 2025. [Foto del autor, por Juan Carlos Mirabal]

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