Fragmento de “Donde empieza y acaba el mundo”

CARMEN DUARTE

I

– Los muertos deben descansar en paz.

– Juana Borrero no fue una persona cualquiera. En estas actas está documentada la exhumación. Nosotros encontramos sus restos hace más de treinta años en la tumba de Aurelio Cordero, en el cementerio de Cayo Hueso, después de 76 años de su muerte, para trasladarlos a un mausoleo. En esa época yo era el sepulturero de allí. Por cierto, ¿tú nunca has estado en el cementerio de Cayo Hueso?

– No.

– Pues tienes que ir. Cayo Hueso es donde empieza y acaba el mundo. Siempre lo he dicho, allí nací y allí quiero que me entierren.... Tienes que visitar la tumba de Juana...lástima que no pudiste ver los restos cuando lo sacamos.

– Pero, Roberto, a mí no me gustaría que después de muerta, viniese alguien a estar mirando mis huesos. Son lo más íntimo que uno tiene.

Él levantó sus cejas con impaciencia – ¡Juana es una gloria !. Ni te imaginas todo el trabajo que pasamos para encontrarla, en el cementerio habían perdido todos los papeles del aquel tiempo.– Rebuscó en uno de los sobres que tenía sobre su cama, hasta encontrar una bolsa de tela pequeña, atada con unas cintas que alguna vez fueron azules, pero que el paso del tiempo volvió amarillas. Con la intención de impresionar a Malva, abrió la bolsa y le mostró su contenido.

– ¿Ves esto?

– Eso... es pelo –afirmó, conmovida frente al abundante mechón de cabellos opacos por el polvo que se les pega a las cosas viejas y que atado con otra cinta, el anciano de ochenta y tantos años, cuidaba celosamente.

– Es de Juana. En la tumba no encontramos la cabellera, pero esta trenza la guardó mi madre durante toda su vida. Una hermana de Juana se la entregó antes de morir y le pidió que algún día la pusiera en un museo. –Roberto cerró la bolsa, tratando de preservar la reliquia con cuidado, pero antes de guardarla, un impulso le hizo poner los sobres llenos de papeles y reliquias en las manos de Malva.

– Guarda todo esto. Cualquier día me muero y a ti te interesa la historia. Toma, toma todos los papeles, tal vez tú puedas escribir lo que pasó. ¿No dices que eres maestra de literatura o no sé qué?

Sin saber qué hacer con los documentos y la bolsa con el pelo, Malva intentó devolvérselos.

– Mire, yo daba clases de literatura allá en Cuba, pero en Miami uno no tiene tiempo de nada. El restaurante me deja muy cansada, y tengo que trabajar, para pagarle el alquiler de mi cuartico a su nieta–. Sin hacerle caso, Roberto dio media vuelta y se marchó, dejándola con el paquete en las manos.

Cuando terminó de limpiar su cuarto, no tenía ningún deseo de revisar los papeles que le dejó Roberto y tentada por encender el televisor para ver las novelas mexicanas, miró de reojo el sobre. “En qué problemas lo mete a uno la gente”, pensó angustiada porque su único día libre de la semana se le había ido, atendiendo a la conversación del viejo. “Ni tiempo me dió de ir al mercado, ni de lavar la ropa, pero uno tiene que ser amable, la nieta es la dueña de la casa y de este estudio, si me toca a la puerta qué voy a hacer”. Molesta, se fue quedando dormida, sin encender el televisor, negándose una y otra vez, a regresar al mundo de la investigación literaria.

Esa noche volvió a soñar con Iván. Estaba con él, en la biblioteca de la universidad, escribiendo el trabajo de graduación y él le decía.

– Nos cambiaron todo, ahora la tesis tiene que ser sobre Juana Borrero.

Malva, angustiada por tener que cambiar el tema de la tesis, corrió hacia el malecón habanero, pero mientras más andaba, más se alejaba el muro. Detrás, jadeante, la seguía Iván gritando.

–¡Tengo que hablar contigo, párate, párate!

Se despertó empapada en sudor y dijo en voz alta.

“¡Ay, Iván!, ¿por qué me hiciste venir a esta ciudad, si ya tenías a otra aquí?”, se dijo con tono de reproche. Cansada de lamentarse por lo que no tenía remedio, se volvió a acostar para tratar de conciliar el sueño, pero a esas horas le cayó una intranquilidad atroz. Si se viraba del lado derecho le dolía el cuello, si se apoyaba en el izquierdo le dolía la columna, si se ponía boca arriba, roncaba tan alto que ella misma se despertaba, y boca abajo no era posible porque se le aplastaban los senos. Empezó a pelear, diciéndose que no estaba dispuesta a perder su belleza a los treinta y cinco años, cuando ahora las mujeres tenían sesenta y parecían de veinte, aunque esa juventud artificial costaba el dinero que ella no tenía. “No voy a maltratar mis senos acostándome boca abajo”, concluyó.

Harta de pelear, saltó de la cama para abrir el refrigerador y tomar algo, a ver si, aunque fuera un poco de agua le devolvía la paz, pero el reducido espacio de la habitación le hizo tropezar con la mesa donde estaban los papeles que Roberto le entregó esa tarde.

“Pobre mujer, morirse tan joven, tan enamorada”. Conmovida por todo lo que conocía sobre Juana Borrero, tomó el primer sorbo de agua y lo saboreó despacio, entonces recordó aquellas frases que le repetía, de vez en cuando, un profesor de la universidad.

– No son poetisas latinoamericanas, son “putisas”. Demasiada pasión en cada verso. ¿No cree usted, Malva? Ah, las mujeres son encantadoras.

A esa hora de la madrugada, sola en su estudio, dibujó la misma mueca de desprecio con que solía saludar a ese profesor eminente y exitoso, después que descubrió el profundo carácter despectivo de algunos intelectuales varones, al referirse a la obra literaria de una mujer.

“Julián le decía “la virgen triste”. Murmuró. “¿Habrá sido un halago o una ofensa que le lanzó Casal, desde su tristísima torre de marfil?”, pero asustada por lo que se le estaba ocurriendo, gritó a voz en cuello. – ¡Ya dije que yo no tengo tiempo para nada de esto!

Apenada por el escándalo nocturno que estaba haciendo, se tapó la boca con sus dos manos.

“Todavía y me botan de este cuarto. Si sigo así me voy a volver loca. En cuanto regrese del trabajo voy a hablar con la nieta de Roberto para devolverle todos estos papeles y remedio santo”, pensó y volvió a mirar el sobre roído por el tiempo que guardaba todos aquellos documentos y se alarmó aún más.

– ¡Mira el polvo que tienen! Todavía cojo catarro o un virus extraño y tengo que dejar de trabajar. Ay, no por Dios, el trabajo no lo puedo perder –, dijo en tono bajo para no despertar a los vecinos.

Aterrorizada, corrió al pequeño closet de su cuarto y sacó un spray antibacterial para rociar los sobres, con el afán de matar todos los gérmenes, mientras se decía.

“Estas bacterias sí que deben ser resistentes porque con los años que llevan prendidas a las hojas”, se dijo a sí misma.

De pronto paró de usar el spray y se sentó seriamente frente a la mesa observando los sobres.

– ¿Serán documentos de valor? Es tan extraño que un sepulturero que nació en Cayo Hueso sepa tanto de Juana Borrero. ¿Habrá leído su obra? Dice que su mamá era cubana y que vivió muchos años en La Habana. Voy a tener que ir a Cayo Hueso.

Asustada, se paró bruscamente, fue directo a la cama y se tapó la cabeza con la almohada, tratando de quitarse el deseo de comenzar una investigación. Persignándose, empezó a rezar todos los consejos prácticos que le vinieron a la cabeza.

“Aprender inglés, aprender inglés, es lo que tienes que hacer para ver si mejoras esta vida de perros que llevas, trabajando doce horas diarias, sin salir a ninguna parte, sola. Aquí los libros no dan un centavo, métetelo en la cabeza. No es fácil conseguir que alguien lo publique y luego que lo quieran comprar y después leer. No pierdas el tiempo en cosas sin sentido”, la letanía le fue relajando todo el cuerpo. “¡Estoy agotada!”, se dijo antes de que se le cerraran definitivamente los ojos, con ese dolor de sentirse incapaz de volver a empezar una carrera que, en su país, le costó años de aprendizaje, esfuerzos, incomprensión.

Cuando en la madrugada sonó el despertador, quiso suicidarse. “¿Me corto las venas o me tomo todas las pastillas antidepresivas que conseguí sin receta, en la farmacia de la esquina? No, las pastillas no, que me costaron un ojo de la cara”. Con unas ojeras sin nombre, se levantó, entre bostezos y maldiciones, para lavarse los dientes malamente, mientras observaba en el espejo del botiquín, todas las arrugas que le sobresalían en la cara por la falta de sueño.

Esa mañana, cuando fue a montarse en su carro, le llamó la atención que a esa hora no estuviera parqueado, frente a la puerta de Roberto, el Lexus de la nieta, ni el VW del marido. “Qué raro, ellos siempre se van después que yo”, se dijo, pero sin darle más vueltas al asunto, arrancó su auto y salió para el restaurante antes de que se le hiciera más tarde.

Ese día, las doce horas de trabajo le supieron a hiel, los pies se le hincharon más que nunca, un hombre se disgustó porque tardó en traerle los camarones enchilados y, para colmo, la camarera que la acompañaba en el mismo turno se adelantó para atender a un cliente regular que siempre dejaba mucha propina. Luego, cuando vio que el dueño del restaurante se acercó, como tantas veces, para invitarla a una fiesta el fin de semana, concluyó que ese no era su día de suerte.

– No, gracias, Eulogio. Usted sabe que los fines de semana o trabajo, o estoy muy cansada –. Malva tragó en seco, temiendo de que el dueño terminara por incomodarse con sus negativas y la botara del trabajo.

Eulogio se rascó la cabeza contrariado, pero terminó sonriendo, seguro de que a la larga ella tendría que ceder y se alejó mirando de reojo para todas lados hasta cerciorarse de que su esposa no estuviera por los alrededores.

Cuando salió del trabajo estaba lloviendo y llegó empapada a su carro con la palabra buitres entre los labios. En la tarde, el dueño del restaurante y un cliente, estuvieron gritando chistes de doble sentido en medio del salón, aprovechando que estaba vacío por el mal tiempo. Incluso, se ensañaron con otra camarera que no sabía modismos cubanos y le dijeron todas esas palabras con las que suelen divertirse las personas mal educadas que no se atreven a llamar por su nombre al sexo.

Con las luces encendidas y los limpiaparabrisas funcionando a medias, Malva tomó el camino a casa, convencida de que se encontraba en un infierno del que no sabía salir. Deprimida, se creyó uno de esos cadáveres que se ven en las películas, rondados por aves de rapiña. Apretando sus manos al timón, deseó que alguien chocara con ella y la matara, para ver si lograba dejar ese mundo y encontrar algún cielo.

Sin embargo, el recuerdo de sus padres muertos en un accidente de tráfico cuando aún ella era una niña, la hizo desistir y tomar precauciones. Puso los intermitentes para cambiar de senda, cuidó la velocidad, hasta que de repente el carro empezó a echar humo por la parte delantera. Desesperada, se detuvo en medio de la vía pidiendo que una rastra le acabara de pasar por encima, pero ni una mosca le tocó el pelo. Viendo que no encontraba forma de morirse, decidió que no podía pasar allí la noche y condujo a la salida de la carretera en busca de un garaje donde pedir ayuda.

El radiador estaba roto, ella lo sabía sin que se lo dijera el gerente, así que tomó con calma la noticia, a pesar del dineral que tendría que pagar,– uno no sabe para quién trabaja – pensó, mientras se sentaba en el salón de espera.

Cuando se acomodó en la silla, echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta del aburrimiento que tenían las cinco personas que esperaban en la sala. Contagiada por la apatía general, empezó a bostezar, pero como no le parecía bien quedarse dormida en un lugar público, trató de entretenerse en algo y se le ocurrió ir detallando cada movimiento de los presentes. En una esquina, un niño muy gordo, se aferraba insistentemente a los botones del teléfono celular de su mamá y pensó, “juegos de video, hamburguesa, pizzas, coke”. Por inercia miró su reloj. “Menos mal que este taller está abierto hasta las siete porque si no, mañana hubiese perdido el día de trabajo”. – Sin encontrar nada mejor que hacer, siguió observando a sus compañeros de infortunio.

En un asiento junto a la puerta, una señora que leía una revista cualquiera tenía los espejuelos sujetos al cuello por un cordón y el llavero amarrado a la muñeca de su mano derecha. “Sabe Dios cuántos problemas tendrá que decidió atarse todas esas cosas al cuerpo para no dejarlas tiradas por ahí”, pensó.

Luego sintió que alguien la miraba con insistencia y volteó la cabeza, topándose con los ojos de una joven que por su cara le parecía familiar. “¿De dónde la conozco?”, se preguntó, tratando de recordar.

Era trigueña, con una mirada muy intensa, el pelo recogido de una manera extraña, como fuera de moda y una saya ancha y larga que desajustaba con la forma en que se visten las jóvenes.

– ¿No te acuerdas de mí? – Le preguntó.

– Sí, ¡cómo estás! ¡Hace tanto tiempo que no nos vemos!– Contestó Malva sin tener la menor idea de quién era.

– Mira que eres mentirosa, tú nunca me has visto. – Contestó la muchacha riéndose.

– Perdóname... es que te confundí con alguien, ¿pero tú me conoces?– Respondió, sin saber cómo disculparse.

En ese instante, llamaron a alguien para que fuese a pagar, Malva no entendió el nombre y fue a levantarse pensando que la llamaban a ella, pero cuando vio que la muchacha se puso de pie, se quedó tranquila en el asiento.

Antes de irse, la joven se le acercó y le dijo. – Me están llamando y tengo que ir, pero si yo fuera tú pensaría mejor lo que Roberto te propuso. Si lo haces, te vas a salvar. – Sin más, dio media vuelta y se fue, dejando a Malva muy confundida.

“¿Me estaré volviendo loca?”, se dijo, tratando de alejar el pensamiento que tenía en la mente. “Se parece a la foto de Juana Borrero, pero, no, no puede ser”. En ese momento, el mecánico que le recibió el carro en el taller se paró frente a ella y Malva dio un brinco tan grande en el asiento que el empleado se echó a reír.

– La estamos llamando hace rato. Su carro está listo. Pase primero por la caja y después espérelo afuera.– Al levantarse, se dio cuenta de que el salón de espera estaba vacío. Con deseos de llorar fue a la caja, pagó, luego se montó en su auto y tomó el camino de su casa, con el dilema de no saber si la joven era real. Finalmente, trató de ponerle un poco de cordura a su vida y se convenció de que todo fue un mal sueño.

Cuando llegó a su casa, encontró que el parqueo estaba lleno de carros y pensó que la dueña tendría alguna fiesta. Le pareció extraño porque era entre semana y al dia siguiente tenían que ir a trabajar. Mientras estaba parada ante la puerta de su estudio, buscando las llaves en la cartera, la nieta de Roberto le salió al paso con lágrimas en los ojos.

– Yo sé que tú lo apreciabas. – Le dijo María Lourdes, con voz baja.

– ¿Qué pasó? – Respondió Malva, sin entender qué le quería decir.

– Mi abuelo falleció a las seis de la mañana.

Malva se sintió un poco mareada, la noticia de la muerte de Roberto era lo último que quería oír, después de un día tan horrible.

– Yo sabía que te iba a afectar. Vamos, abre que te acompaño.– Ya dentro del estudio, María

Lourdes le indicó que se sentara sobre la cama y ella misma le sirvió un vaso de agua que Malva tomó despacio, mientras fijaba la vista sobre los papeles que Roberto le entregó el día anterior.

– Lo vamos a enterrar en Cayo Hueso, en la tumba de la familia. Lo que me mortifica es que ayer a esta hora estaba bien y hoy en la mañana me lo encuentro muerto en la cama. Dicen que fue un infarto.

– Ni te imaginas cuánto lo siento. – Logró decir Malva, sin apartar la mirada de los sobres amarillentos.

– Él también te quería mucho.

– Tu abuelo me dio ayer ese sobre con documentos que confirman la exhumación de los restos de Juana Borrero. Él quería que yo escribiera algo sobre eso, pero yo creo que esos papeles les pertenecen a ustedes.

María Lourdes miró los sobres con una expresión en los ojos que a Malva le hizo recordar a Roberto.

– Si mi abuelo te dio esos documentos, es porque eres tú quien debe tenerlos.

Convencida de que no podría escapar jamás al destino que, como un dios, Roberto creó para ella, Malva se sentó junto a María Lourdes para llorar juntas al abuelo.


Carmen Duarte (La Habana, 1959). Dramaturga y narradora. Doctora en  Estudios Comparados por Florida Atlantic University. Obtiene una maestría en Español en Florida Atlantic University (2016) y una licenciatura en Artes Escénicas en el Instituto Superior de Arte de Cuba (1982). Varias de sus piezas teatrales, se encuentran publicadas bajo el título, ¿Cuánto me das marinero? (Editorial Letras Cubanas. Colección Pinos Nuevos, 1994). Desde 1993 reside en Miami, donde ha escrito las novelas Hasta la vuelta (Plaza Mayor, 2001), La danza de los abanicos (Egales, 2006), Donde empieza y acaba el mundo (Aduana Vieja, 2014), El inevitable rumbo de la brújula (Aduana Vieja, 2016) y El barco que nos llevó a la guerra de Angola (Aduana Vieja, 2022). En el 2021 publica el libro de investigación Etnia, raza y sexualidad en la dramaturgia hispano-caribeña en los Estados Unidos, seleccionado Medalla de plata en Florida Book Awards 2021 en la categoría de Lengua Española. En Estados Unidos escribió la radionovela Ausencia quiere decir olvido (1998), convertida más tarde en pieza teatral y también el monólogo El adiós de Alejandra Sol (2003). En Miami ha trabajado como periodista y productora de radio y televisión. 

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