Centro y periferia del castellano

JORGE TAMARGO


Vuestro claro esplendor árbitro sea,

Príncipe de la lengua castellana,

que si goda nació, vive tebana,

y siendo esfinge, morirá guinea

                                              Lope


Cuando Lope dedicó los versos del encabezamiento a Francisco de Borja (el Príncipe de Esquilache, quien entonces ya era, además de un conocido poeta, lo que hoy pudiéramos llamar un hombre de mundo: había pasado seis años como virrey en Lima), cargaba las tintas contra los vates eruditos, malos imitadores de los clásicos: …gente vana, / que por lo trajinado se pasea; y se quejaba de que la obsesión de estos autores por lo fijado en las polianteas, estaba causando una degradación trepidante en la lengua. Trepidante, digo, ateniéndome a la letra del propio soneto, pues como en él se lee, Lope esperaba que de Borja pudiera percibir el fenómeno, con sólo haberse ausentado de Madrid poco más de un lustro.

El gran poeta y dramaturgo madrileño no pudo imaginar, seguro, que el idioma castellano, a pesar de las vicisitudes que desde el XVII (recién vestirse de largo ante el mundo) enfrentó y enfrenta; en lugar de morir guineo, viviría hispano, mestizo y américo; para sobrevivir, quién sabe, si hasta al mismísimo mandarín.

De Borja llegó a Lima sólo un año antes de que murieran Guamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso de la Vega (el primero, allá; el segundo, aquí: escribo desde España). Era un poeta anticulterano, y además puede que haya experimentado en directo el nacimiento de la admirable Periferia que todavía conserva su lengua. Quizás por ambas cosas: su querencia y su experiencia, resultaba idóneo para entender a Lope, y también para relativizar sus temores y profecías. Desconozco cómo pudo recibir aquel poema, pero quiero pensar, que al menos en lo tocante al ocaso guineo del español, no se haya preocupado demasiado.


CENTRO Y PERIFERIA DEL CASTELLANO

No sé a ciencia cierta si pasa en otras culturas, otras lenguas, pero el castellano (hablado y escrito), a partir del XVI, y, sobre todo, del XVII, conforma su Centro y su Periferia tal y como han llegado hasta nuestros días: ambos muy complejos, pero claramente discernibles en su complejidad. Intuyo que en algún momento haya ocurrido algo semejante con el francés y el inglés, por ejemplo. Intuyo que no se hable o se escriba de la misma manera en Paris y en Martinica, en Londres y Jamaica. Incluso puede que no sólo lo intuya. (Sonrío). Sin embargo, no soy capaz de evaluar con solvencia cuánto bien haya hecho, o haga, esa supuesta doble vía en aquellas lenguas. Sí creo saberlo en nuestro caso, y por eso soltaré algunas ideas al respecto, aunque a priori el tema parezca poco novedoso. Llamadme Perogrullo, pero escribo desde la relativa confianza que me da el haber compartido mi experiencia vital e intelectual entre Castilla y La Habana: veintiséis años aquí, allá treinta; viviendo, leyendo, obrando… Tal vez tenga algo que decir en relación a, que no resulte tan obvio. Pido perdón de antemano si me equivoco. Eso sí, lo que diré carece de vocación catequista, y es fruto de muchos ires y venires alrededor del asunto. A lo largo de mi vida, he pasado de venerar primero la referida segregación Centro-Periferia, a combatirla después, a tolerarla más tarde, a ponderarla finalmente sin mayores sobresaltos.

Entre Unamuno, Ortega y Marías (Julián), desde el Centro han cocido o recocido, según el caso, dos ideas que me incomodaban hace treinta años, y que ahora… bueno, ahora puedo abordar con tranquilidad. La una define a Hispanoamérica como la España extramuros, y la otra define a España como la Plaza Mayor de Hispanoamérica. Insisto, estas imágenes, u otras similares, me molestaban cuando escribía mis primeros poemas y estudiaba o hacía arquitectura en La Habana. Ahora me resultan curiosas, sugerentes, sobre todo si limito su alcance al ámbito lingüístico. Eso haré. Muy sugerente es en especial la primera, porque lo de Plaza Mayor implica una vocación centrípeta in aeternum, que refiriéndose al mundo hispano y su lengua no creo justa ni provechosa. La Plaza Mayor de la Hispanidad puede haber estado en Valladolid, sí, o en Toledo, o en Madrid… Y por momentos también en Cádiz, en Sevilla, en Barcelona, en Buenos Aires, en Ciudad México, en La Habana, ¿en Nueva York?, ¿en Paris? La Plaza Mayor del castellano es por fortuna tan imprecisa, tan portátil, tan mobile, que se disuelve en miles de vivísimas plazuelas abiertas en el extenso, pero apretado, cuadrante occidental del Orbe. (Aceptemos que en Filipinas la cosa no progresó). Sin embargo, lo de la España extramuros…

Desde el punto de vista lingüístico, la imagen de Hispanoamérica como España extramuros es magnífica. Magnífica, claro, si la matizamos convenientemente respondiendo a la siguiente pregunta: ¿cómo está la muralla, en pie, o absorbida por una polis total que colonizó el terreno dejado por su demolición? No tengo dudas en el caso de la lengua castellana: la muralla dejó hace mucho de ser empinada piedra, para ser un gen más en su a-de-ene, una traza vibrante en su memoria. Entonces sí.

Cuando una ciudad demolía su muralla, lo hacía porque la misma había dejado de funcionar militarmente, y porque su extramuros era tan poderoso, que la convertía en barrera (amiga, pero barrera), esto es, en un obstáculo para el desarrollo de ambos entornos: in ex. La demolición de la muralla consagraba una realidad innegable: la piedra no podía separar lo que a sus lados palpitaba en imbatible vínculo. Sólo la obsesión de trasnochados alguaciles y cancerberos, pudiera pretender una muralla cierta en tales condiciones. Demolida ésta, el Centro y la Periferia, que ya lo eran con relación a un mismo organismo, que ya intimaban en casi todos los órdenes, podían besarse, entenderse de la forma en que lo hacen dos amantes liberados. Colonizado por ambas partes el lote donde se levantaba el lienzo que pretendía segregarlos, dado el definitivo beso, Centro y Periferia podían finalmente ir del corazón a los asuntos sin traumas ni demasías patéticas. ¿Esto implicaba que desaparecieran, que se fundieran hasta la uniformidad amoladora? ¿Podían hacerlo? ¿Debían? ¿Sucedió con el castellano?

La primera barrera a desmontar en nuestra lengua no fue la peninsular, sino la castellana. Desde Manrique (Palencia, 1440-1479) a Gracián (Calatayud, 1601-1658) mediaron casi dos siglos de ensanche, lo que implicó la demolición del “viejo” muro y la construcción de uno nuevo, a la vez que la propia España iba tomando forma, re-limitándose. Pero antes de que fuera concluida esta necesaria ampliación, ya el inestable perímetro peninsular hacía aguas, nunca mejor dicho: naufragaba en pleno Atlántico. …De nuevo, manos a la obra. A partir del XVII, aquella primera comunión lingüística con centro castellano y periferia ibérica (portugueses, sabed que os quiero, amén mi trazo grueso), debió constituirse en nuevo Centro frente a una Periferia enorme y complejísima que compartía límites con el Imperio. 

Desde entonces, la lengua castellana (quien se sienta más cómodo leyendo española, que lo haga contando con mi comprensión y mi complicidad; yo mismo alterno el uso de estos términos sin complejos, aunque sé que aluden a realidades distintas), el castellano, decía, conserva desde el XVII su Centro y su Periferia intactos; en viva y cambiante trabazón, pero intactos. Ambos entornos son internamente muy complejos, pero de cara al marco lingüístico común, cumplieron y siguen cumpliendo sus higiénicas funciones. Quienes no hayáis experimentado en vida y obra dos ámbitos relacionados con una y otra realidades, quizás abaratéis lo que su coexistencia y su especialización implican para la lengua. Debo deciros, sin embargo, a quienes así penséis, que tales extremos no sólo me parecen hoy oportunos y necesarios, sino imprescindibles. 

Por lo regular, en el Centro predominan los iconodulas; en la Periferia, los iconoclastas. En el Centro asientan y vigilan lo alcanzado; en la Periferia lo agitan sin cesar. En el Centro guardan la semilla; en la Periferia soplan el polen. Todo esto, insisto, por lo regular, con las excepciones que se suponen, y hasta se necesitan en cualquier regla… ¿Y bien? Pues no puedo imaginar ahora mismo, en una lengua viva y sana, lo uno sin lo otro. Sin iconodulas, ¿qué sentido tendrían los iconoclastas? ¿Y viceversa? Ambos se posicionan alrededor de los iconos para darle sentido finalmente. ¿Y qué se puede agitar, si no lo que se posee? ¿Y qué sentido tiene poseer lo que no se agita? ¿Y qué se puede cosechar sin semilla? ¿Y qué resulta la semilla sin el viento que poliniza?

Los autores que obran en el Centro, desde el Centro, suelen cargar con una plomada, un nivel, un metro y una balanza. Aplomado, nivelación, medición y pesaje, para certificar la pertenencia a, la permanencia en: la denominación de origen, el linaje. Lo nuevo, en este caso, debe someterse al encaje último en un negocio donde la memoria controla el marchamo legitimador. Los autores periféricos (ay, cuánto pueden los ratones lejos del gato) son capaces de un descaro impensable en el Centro, un descaro que apunta al continuo cuestionamiento de todo lo que se pretenda dotado de un valor canónico. Los autores del Centro salvaguardan el canon, cuanto los de la Periferia avivan el agon. Esto no quiere decir que los unos sean por sistema reacios a la innovación, y los otros reacios a la conservación. No. Los unos innovan con el rabillo del ojo pendiente de la despensa. Los otros conservan justo aquello que les garantiza el apetito. La despensa para estos últimos comporta el peligro de la adoración improductiva a falsos nutrientes… Los autores del Centro cuidan el cuño de las monedas. Los de la Periferia juegan con ellas. Sí, juegan, pero como decía Marías poniendo en relación a nuestra lengua con el latín: el español juega libremente con monedas bien acuñadas. Algo parecido pasa, o debería pasar, entre su Centro y su Periferia. Las monedas han de estar bien acuñadas para que el juego con ellas sea provechoso. Y cuando lo es, cuando las jugadas más atrevidas se revelan ganadoras, el cuño debe actualizarse (y así lo hace, caiga quien caiga) contando con su impronta higiénica, vivificante.

Ambas pulsiones, decía, me parecen imprescindibles para la salud y el futuro de la lengua. Volviendo a la imagen urbana, cuando el Centro y la Periferia por fin se han encontrado, justo donde antes lo impedía la muralla, cuando se han penetrado y fertilizado mutuamente, el Centro conservará el germen de su traza (¿la esencia?), mientras que la Periferia, partiendo del propio germen, lo multiplicará y enriquecerá con nuevos fenómenos en los que la traza resuene lo justo y necesario para mantenerse viva. Insisto, esto no es matemático. En ambos entornos pueden obrar autores que me contradigan. En ambos entornos habrá, por fuerza, vestigios de la pulsión contraria. Sin embargo, los ejemplos vienen en mi ayuda. Citaré algunos muy representativos en forma de pares, sin pretender inducir a valoraciones que no tengan que ver, sólo, con lo que aquí venimos tratando: santa Teresa de Ávila y sor Juana Inés de la Cruz / Machado y Darío / Juan Ramón y Vallejo / Jorge Guillén y Lezama / Gamoneda y Kozer… Para quienes los hayan leído, ¿hace falta algo más que citarlos emparejados? ¿Pudiera el castellano ser el mismo, si no hubiera contado con autores de esa talla, obrando cada uno de ellos con sujeción a la pulsión que predominaba en su entorno?

En aquel par que tanto valoraban los clásicos: sal y lepos (picante y elegancia), puede que los autores de la Periferia antepongan lo primero, y los del Centro, lo segundo. Puede que en general así sea, aunque los mejores de ambos entornos buscarán siempre el equilibrio perfecto entre dichos “aderezos”. El caso es que los extremos elegantes o picantosos no hacen más que ensanchar el terreno de juego, y hasta por eso, merece la pena que obren a la vez y por separado; juntos, pero no revueltos, ¿buscándose las cosquillas?… Por cierto, se me ocurre ahora proponeros otro ejemplo de clara manifestación de las diferencias entre Centro y Periferia, esta vez con relación al latín escrito en Roma. No puedo profundizar en esto, porque necesitaría mucho tiempo para estudiarlo a fondo, y también mucho espacio para explicarlo una vez estudiado, pero ¿acaso no es obvia la desemejanza entre autores italianos como Catulo, Virgilio, Horacio, Propercio, Tibulo, Ovidio, a pesar de que ellos mismos no fuesen homogéneos ni mucho menos; y un autor como Marcial, nacido en Calatayud (Calatayud: Marcial y Gracián, no está mal), que llegó a Roma con veinticuatro años? Ni Catulo ni Ovidio fueron autores pacatos o graves, está claro, pero incluso éstos ¿hubieran podido escribir lo que escribió Marcial, como lo escribió Marcial? Y regresando al castellano, ¿sería el mismo que hoy conocemos y usamos, sin el precedente y la influencia de ambas formas de decir y de escribir? Ahí lo dejo…

La grandeza hispano-judaica ha hecho posible el drama nuestro, una espantosa delicia que no cambio por nada, dijo Américo Castro en una carta dirigida a Jorge Guillén. Ese drama, espantosamente delicioso, en buena parte se ha montado sobre la interacción de un Centro y una Periferia vivísimos, en ebullición y transformación desde el siglo XI (en lo político, lo social, lo cultural: lo lingüístico), que han estado siempre, también a partir de su último gran ajuste, en dialéctico, pugnaz y fértil amorío. Precisamente el último gran ajuste del drama hispano, que en apariencia tuvo un cariz reduccionista, pero que donde deshizo difíciles equilibrios políticos y sociales, mantuvo, cómo no, los culturales; dejó intacta la capacidad obrante del Centro y la Periferia de nuestra lengua.

Ahora (¿me tocará reconsiderar de nuevo mi punto de vista pasado un tiempo?) creo estar seguro de que la búsqueda… la búsqueda no, el uso de un lenguaje más o menos panhispánico, sólo tiene sentido como una opción personal de quienes, acaso como yo, no lo pueden evitar dadas sus circunstancias vitales e intelectuales. Pienso que tanto el Centro como la Periferia del castellano deben seguir manteniendo ileso el cuerpo de sus funciones, sin atender a lo que puedan opinar sobre ello los talibanes que desconocen la utilidad de su contraparte.

En un medio que se globaliza a la vez que se atomiza (a ver quién le pone el cascabel al gato), donde la mayoría de los idiomas van cediendo terreno frente a las lenguas habladas por los últimos pueblos que dominaron (o están en vías de dominar) al mundo: españoles, ingleses, crías de ingleses y chinos; el castellano está llamado a jugar un papel determinante. Aun así, no parece descabellado suponer, y hasta vaticinar, que futuros movimientos en su polis (una megalópolis ya) reformarán, o incluso redefinirán una vez más su Centro y su Periferia. De acuerdo. Pero mientras el campo de juego siga siendo el que es, y como primera medida para la competición en torneos venideros, es imprescindible que Centro y Periferia sigan a lo suyo. Ese tira y encoge entre lo uno y lo otro: despensa y fuego / semilla y viento / guardianes y agitadores… es vital para el castellano actual y el por venir.


CENTRO Y PERIFERIA, SÍ… DEL CASTELLANO

 Enrique de la Fuente Ferrari, en el prólogo a la edición española de Estudios sobre iconología, de Panofsky, define a España como un país de pícaros y madrugadores, donde lo importante es situarse pronto y hallar un cobijo en el que vegetar ya tranquilo. ¿Acaso no podríamos, siendo tan agrios como sinceros, extender su “piropo” a toda la Hispanidad? Con relación a la lengua, esta actitud es especialmente terrible. Por ahí andan algunos poetas, narradores, ensayistas y académicos buscando ese cobijo perpetuo donde echarse a dormir, desde donde pontificar sobre lo que incumbe a su parcelita. No, no. Esto no. Y tampoco aquello que implique la negación barata de lo que se es, de lo que se posee en buena lid, para, amparados en lenguas ajenas, o en pretendidas fórmulas universales, como se dice en La Habana en referencia a algo que se hace sin provecho propio: trabajar para el inglés. Centro y Periferia, sí… del castellano. Cada uno a su aparejo. Porque la somnolencia y la impostura, aquí, son iguales de… 

¡Ay de aquel alma a padecer dispuesta,

que espera su Raquel en la otra vida,

y tiene a Lía para siempre en ésta!

 

                                         Lope


Jorge Tamargo nació en La Habana, en 1962. Es escritor y arquitecto. Desde 1992 reside y trabaja en Valladolid, España. Hasta ahora ha publicado once libros de poesía y una novela. Algunos de los libros se publicaron en su país de acogida, y otros en México o Brasil. También es autor de ensayos, artículos y cuentos aparecidos en revistas especializadas de Cuba, U.S.A., México, Argentina, Brasil, España y UNESCO. Dos de sus libros han sido traducidos al portugués. Su obra ha recibido varios reconocimientos, entre ellos el Fray Luis de León. (España). Escribe regularmente sobre arte y literatura en su cuaderno digital Encomio de la imagen:

http://encomiodelaimagen.blogspot.com/.

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