El patriarca y los Premios Nobel: Gabriel García Márquez y José Saramago

JACOBO MACHOVER

En abril de 2003, un manifiesto, de apariencia anodina, titulado “A la conciencia del mundo”, fue difundido internacionalmente con el objetivo de defender (¡otra vez!) la revolución cubana frente al “acoso” contra ella que, paradójicamente, podía constituir un “pretexto” para una “invasión”. Oficialmente, había sido redactado por varios intelectuales mexicanos y estaba dirigido a sus colegas dispersos por todo el planeta. Entre ellos figuraban unos cuantos escritores latinoamericanos y españoles, así como algunos universitarios e investigadores franceses o americanos. El texto, sobre todo, contaba con el apoyo de cuatro premios Nobel, dos de la paz (la guatemalteca Rigoberta Menchú y el argentino Adolfo Pérez Esquivel) y dos de literatura (la surafricana Nadine Gordimer y el colombiano Gabriel García Márquez). Todos ellos constituían una muestra significativa de las personalidades que apoyan al castrismo, cuyas firmas habían sido reunidas para apoyar la detención y la condena de cerca de 75 disidentes y la ejecución de tres jóvenes fugitivos. Fueron aquellas las principales señales características de la “primavera negra”.

El texto se refería a la guerra de Irak, que había empezado unos días antes. Su objetivo era condenar la intervención americana y, sobre todo, conjurar el peligro de una invasión de Cuba. ¿Dónde habían ido a buscar los firmantes aquellos indicios de un ataque inminente contra el gobierno castrista? Quién sabe… Pero la amenaza, esgrimida por el régimen durante décadas, no es más que un pretexto para movilizar permanentemente a las masas en Cuba y a los simpatizantes de la revolución a través del mundo. Ante una multitud de “más de un millón de personas” (esa cifra, avanzada por las autoridades, ha permanecido invariable desde los inicios de la revolución) reunidas en la Plaza de la Revolución de La Habana, el ensayista mexicano Pablo González Casanova leyó el comunicado:

 “La invasión a Irak ha tenido como consecuencia el quebranto del orden internacional. Una sola potencia agravia hoy las normas de entendimiento entre los pueblos. Esa potencia invocó una serie de causas no verificadas para justificar su intromisión, provocó la pérdida masiva de vidas humanas y toleró la devastación de uno de los patrimonios culturales de la humanidad.

Nosotros sólo poseemos nuestra autoridad moral y desde ella hacemos un llamado a la conciencia del mundo para evitar un nuevo atropello a los principios que nos rigen. Hoy existe una dura campaña en contra de una nación de América Latina. El acoso de que es objeto Cuba puede ser el pretexto para una invasión. Frente a esto, oponemos los principios universales de soberanía nacional, de respeto a la integridad territorial y el derecho a la autodeterminación, imprescindibles para la justa convivencia de las naciones.”

 ¿A qué “autoridad moral” se referían los autores de ese texto inspirado, sin duda, por las más altas autoridades cubanas, pero firmado exclusivamente por intelectuales extranjeros? En cuanto a los premios Nobel, tanto de literatura como de la paz, que lo respaldaban, se trataba, en esos casos, esencialmente de galardones políticos, concedidos en función de las circunstancias históricas. Los firmantes, sin embargo, se habían cuidado de no aparecer directamente involucrados en un movimiento de apoyo al régimen en sus peores momentos represivos.

Otro texto, para uso interno, había sido destinado anteriormente a ciertos intelectuales cubanos, que así quedarían atados, para siempre, a la defensa de las detenciones arbitrarias y de las ejecuciones. El castrismo siempre ha sabido conseguir la adhesión a sus peores exacciones y a sus actos de propaganda de sus principales figuras artísticas y literarias, exhibiéndolas como cómplices consintientes, asociándolas de ese modo a los que habían ordenado las condenas. El texto propuesto a los cubanos, titulado “Mensaje desde La Habana para amigos que están lejos”, era más explícito que el de “A la conciencia del mundo”:

 "En los últimos días hemos visto con sorpresa y dolor que al pie de manifiestos calumniosos contra Cuba se han mezclado consabidas firmas de la maquinaria de propaganda anticubana con los nombres entrañables de algunos amigos. Al propio tiempo, se han difundido declaraciones de otros, no menos entrañables para Cuba y los cubanos, que creemos nacidas de la distancia, la desinformación y los traumas de experiencias socialistas fallidas.

 Lamentablemente, y aunque esa no era la intención de estos amigos, son textos que están siendo utilizados en la gran campaña que pretende aislarnos y preparar el terreno para una agresión militar de Estados Unidos contra Cuba.

Nuestro pequeño país está hoy más amenazado que nunca antes por la superpotencia que pretende imponer una dictadura fascista a escala planetaria. Para defenderse, Cuba se ha visto obligada a tomar medidas enérgicas que naturalmente no deseaba. No se le debe juzgar por esas medidas arrancándolas de su contexto.

Resulta elocuente que la única manifestación en el mundo que apoyó el reciente genocidio haya tenido lugar en Miami, bajo la consigna 'Irak ahora, Cuba después', a lo que se suman amenazas explícitas de miembros de la cúpula fascista gobernante en Estados Unidos.

Son momentos de nuevas pruebas para la revolución cubana y para la humanidad toda, y no basta combatir las agresiones cuando son inminentes o están ya en marcha.

Hoy, 19 de abril de 2003, a 42 años de la derrota en Playa Girón de la invasión mercenaria, no nos estamos dirigiendo a los que han hecho del tema de Cuba un negocio o una obsesión, sino a amigos que de buena fe puedan estar confundidos y que tantas veces nos han brindado su solidaridad".

Los firmantes eran Alicia Alonso, Miguel Barnet, Leo Brouwer, Octavio Cortázar, Abelardo Estorino, Roberto Fabelo, Pablo Armando Fernández, Roberto Fernández Retamar, Julio García Espinosa, Fina García Marruz, Harold Gramatges, Alfredo Guevara, Eusebio Leal, José Loyola, Carlos Martí, Nancy Morejón, Senel Paz, Amaury Pérez, Graziella Pogolotti, César Portillo de la Luz, Omara Portuondo, Raquel Revuelta, Silvio Rodríguez, Humberto Solás, Marta Valdés, Chucho Valdés y Cintio Vitier.

 Aún hoy, los que apoyaron ese manifiesto quedan marcados con el sello de la infamia. Algunos se negaron: por ejemplo, Pablo Milanés, quien, en una polémica pública con Silvio Rodríguez, le reprocha a su ex-colega de la Nueva Trova cubana el haber apoyado esas siniestras medidas, sobre todo la ejecución a sangre fría de tres jóvenes inocentes. Hacía falta sin duda cierto valor para negarse a aprobar la línea política oficial en un momento de movilización de la sociedad cubana contra una nueva invasión imaginaria.

El régimen castrista buscaba a la vez aprovecharse del hecho de que la atención mediática estaba por completo volcada hacia la intervención militar dirigida por Estados Unidos en Irak para cometer sus atropellos y a insertarse de ese modo en un movimiento “anti - imperialista” global, del que se sentía apartado. Su lucha contra el “imperio” se tradujo siempre por una única medida concreta: la represión contra los disidentes del interior, acusados de ser “mercenarios” al servicio de una potencia extranjera. Esta vez, sin embargo, el viejo truco no funcionó. La opinión pública mundial empezó, solamente entonces, a ver la violencia extrema ejercida por el castrismo. Pero no fue el caso de las personalidades que habían firmado el manifiesto “A la conciencia del mundo”, entre ellos el escritor colombiano Gabriel García Márquez.

 

Un premio Nobel a las órdenes del Comandante

Fidel Castro, quien soñaba con ser escritor, conservó permanentemente a su lado a un escritor que antepuso su amistad con el Líder revolucionario a cualquier otra consideración.

Para la recepción del premio Nobel en Estocolmo, en diciembre de 1982, García Márquez se vistió con guayabera blanca, marcando así su diferencia y su identidad tropical, colombiana y también cubana, con el resto de los laureados, todos vestidos de traje y corbata. Su discurso empezaba con varias referencias al fenómeno, común en América latina, de dictadores originales y medio locos: el general mexicano Santa Anna, el vencedor de la batalla del Álamo, quien había hecho enterrar con todos los honores su pierna arrancada en el transcurso de un combate anterior, y otros dos generales, quienes se habían ilustrado durante el siglo XX, el ecuatoriano García Moreno, que había gobernado su país durante dieciséis años (un período bastante común en el subcontinente) y el salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez, responsable de una terrible masacre en su país, en donde, desgraciadamente, se producirían otras matanzas en el transcurso de las décadas siguientes. El escritor detallaba las extravagancias de unos y de otros. Fidel Castro, naturalmente, no figuraba en aquella enumeración. Sin embargo, dirigía a Cuba con mano de hierro desde hacía ya más de dos décadas. Lo haría durante cerca de medio siglo, antes de traspasar el poder a su hermano Raúl, por razones médicas. En cuanto a sus extravagancias (sus intervenciones públicas que duraban a veces más de ocho horas, la adoración de una vaca capaz de dar hasta 110 litros de leche, llamada “Ubre blanca”, cuya foto aparecía casi diariamente, hasta su muerte, en primera plana del diario oficial del Partido comunista de Cuba, Granma, y tantas locuras más), no podían, por supuesto, ser mencionadas en ese discurso, que retomaba cifras fantasiosas e imposibles de averiguar sobre la mortandad infantil o sobre las víctimas de las guerras civiles en América central, cifras que Castro citaba constantemente, a menudo inventándolas.

Como el escritor cubano Alejo Carpentier había fallecido en 1980, el año en que probablemente el prestigioso galardón le iba a ser concedido, Fidel Castro hizo del colombiano García Márquez su candidato predilecto: un escritor que no había dudado en elogiar la intervención cubana en Angola, confiriéndole un carácter épico en nada acorde con la realidad de esa guerra, en su relato “Operación Carlota”, un artículo publicado en distintas revistas en 1977, que constituyó durante mucho tiempo la versión oficial de la expedición militar castrista.

En ese texto, García Márquez celebraba la expedición cubana, en la que decenas de miles de hombres habían sido enviados a luchar sobre un territorio lejano, del que la mayoría jamás había oído hablar anteriormente, ubicado en un continente situado a años-luz de las preocupaciones de los habitantes de la isla. Poco importaba. El novelista se transformó en cronista, como aquellos que contaron el descubrimiento y la conquista de América a los que tanto admiraba, de una aventura épica pero tan dolorosa a la vez para los cubanos y para el pueblo africano: en efecto, el Ejército castrista masacró aldeas enteras por medio de armas químicas. El relato de García Márquez era la crónica periodística, escrita bajo el dictado de Castro, de una guerra absurda llevada a cabo por un país pequeño sobre una tierra extraña, una caricatura de guerra colonial, comenzada en 1975, que se prolongó durante quince años, hasta 1989, y que dejó secuelas irreversibles en el seno de la población civil.

La “Operación Carlota”, cuya denominación provenía, al parecer, del nombre de una esclava que se había rebelado contra sus amos, sirvió para justificar el enfrentamiento del FNLA y la UNITA, dos de los bandos en pugna en una guerra civil que no quería ser considerada como tal, contra el MPLA, el movimiento que formaba el gobierno central. El primer bando estaba apoyado por China, Estados Unidos y África del Sur, el segundo por la Unión Soviética y los países del Este. Cuba había elegido explícitamente en qué campo quería figurar durante el transcurso de la guerra fría. Los terrenos de operaciones de esa guerra se encontraban en cualquier parte del mundo. Las razones esgrimidas por Castro para esa intervención eran determinadas por la lucha de los negros contra el apartheid. Pero las partes en pugna estaban todas compuestas por negros.

El ex – periodista Gabriel García Márquez le rendía pleitesía, con ese “reportaje”, a su jefe, Fidel Castro. No fue ésa la última vez que se hizo el propagandista de las hazañas de la revolución cubana. Hubiera podido limitarse a contar las expediciones guerreras emprendidas por el castrismo en todas partes del mundo, desde América latina, prácticamente en su conjunto, hasta África, en casi todos los países del continente, y también en Asia o en el Medio Oriente, sin olvidar el apoyo brindado a ciertos movimientos independentistas y/o terroristas en Europa, como la ETA. Pero, para la propaganda, todo, incluyendo la vida cotidiana en la isla, es considerado como un combate heroico. De esa forma, “Gabo” ha tenido que glorificar las penurias provocadas por el embargo en los años 1980 o a defender la posición de Fidel Castro en el “caso Elián”, del nombre del niño salvado de las aguas en el estrecho de la Florida. En todos esos casos, el premio Nobel de literatura no era nada más que un soldadito disciplinado al servicio del Comandante en jefe.

No siempre había sido así, sin embargo. Cuando ejercía su carrera periodística, a mediados de los años 1950, García Márquez había efectuado un viaje por los países comunistas, de los que había regresado con una visión extremadamente crítica. Más tarde, en enero de 1959, fue a Cuba, con su compatriota y colega Plinio Apuleyo Mendoza (quien se volvió más tarde un crítico importante del castrismo), para observar de cerca la revolución cubana en sus inicios. El acto más espectacular en aquel momento fue el “juicio” celebrado contra Jesús Sosa Blanco, uno de los responsables del Ejército de Batista. El acusado era juzgado en las instalaciones de la Ciudad Deportiva de La Habana ante una multitud enardecida gritando “¡Paredón!”, mientras los fiscales, todos ex – guerrilleros, le achacaban toda clase de crímenes ante los jueces, ex – guerrilleros también. La televisión transmitía en vivo aquella mascarada, en la que numerosos testigos, entre ellos varios niños, se contradecían sistemáticamente, confundiendo a veces al acusado con otros militares del antiguo régimen. Condenado a muerte, Sosa Blanco definió su propio juicio de la manera más lúcida, calificándolo de “circo romano”. Era tan evidente el monteje judicial que el Gobierno revolucionario tuvo que dar marcha atrás. Une petición reclamando la revisión del juicio empezó entonces a circular. García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza figuraban entre los firmantes. Sosa Blanco fue juzgado nuevamente, en un lugar más discreto esta vez. Fue condenado a muerte otra vez y fusilado esa misma noche. Los dos periodistas colombianos olvidaron rápidamente aquel incidente. García Márquez fue reclutado por Prensa Latina, la agencia de prensa oficial del castrismo. Su misión consistía en abrir un despacho en Canadá pero en realidad permaneció varios meses en Estados Unidos. Allí participó en la “Operación Verdad”, organizada por Carlos Franqui, para explicar y justificar los juicios y las ejecuciones. Y, sobre todo, se dedicó a observar y a criticar las reacciones de los anticastristas, a quienes trataba con desprecio de “gusanos”. De hecho, su adhesión al castrismo fue efectiva desde los inicios de la revolución, a pesar de algunas dudas rápidamente disipadas.

Volvió a expresar ciertas reservas en 1971, durante el “caso Padilla”. Su firma, en efecto, aparecía al pie de una primera carta que pedía explicaciones sobre las razones que habían conducido a encarcelar al poeta, carta publicada en el diario Le Monde y suscrita por gran parte de los intelectuales europeos simpatizantes de la revolución castrista en aquel entonces, entre ellos Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir y, también, por algunos de los principales integrantes del boom literario latinoamericano. Más tarde, García Márquez pretendió, curiosamente, no haber leído el texto. Su firma, así como la del novelista argentino Julio Cortázar, quien había sido uno de los redactores de la primera misiva, no figuraba más en una segunda carta, publicada esta vez en el diario Madrid, que condenaba los métodos estalinistas utilizados para conseguir la autocrítica forzada del poeta. Cortázar se arrepintió públicamente mientras García Márquez prefirió mantener la ambigüedad y la confusión, una posición que siguió adoptando a menudo hasta nuestros días.

Sin embargo, cuando Heberto Padilla logró finalmente abandonar la isla en 1980 para exiliarse a los Estados Unidos, García Márquez dio a conocer que había mediado personalmente ante Fidel Castro para permitir su salida.

Tal vez intuyera que había renunciado a su deber de intelectual crítico para someterse totalmente a un poder totalitario en el momento en que el poeta fue encarcelado y sometido a aquella infamante autocrítica.

Con su silencio, en 1971, había empezado a dar los pasos hacia un acercamiento, que pronto se convirtió en una fusión total, con Castro. Así había vuelto, vergonzoso, al redil revolucionario.

Pero el personaje central de El otoño del patriarca, concebido durante su larga estancia en la España de Franco, contenía también rasgos característicos no sólo del Generalísimo sino también de otro caudillo: Fidel Castro. García Márquez nunca aceptó reconocerlo. Al contrario: para él, Castro no forma parte de esa familia que ha inspirado tanto a los novelistas españoles y latinoamericanos, desde el guatemalteco Miguel Ángel Asturias hasta el peruano Mario Vargas Llosa, pasando por el cubano Alejo Carpentier o el paraguayo Augusto Roa Bastos, sin olvidar al español Ramón del Valle Inclán. El Líder Máximo parece ser un animal político sui generis. Cabe preguntarse si García Márquez deseaba estar cerca del primer círculo del poder para observarlo con mayor libertad o si el escritor fue utilizado por sus protectores en el poder como a ellos mejor les convenía.

Raúl Castro, siempre a la sombra de su hermano mayor durante todas esas largas décadas antes de aparecer finalmente en un primer plano, se inclinaba sin duda por la segunda hipótesis. Eso fue lo que le dijo un día a su protector y homólogo de antaño, un ministro soviético de Defensa, burlándose abiertamente del escritor:

“Le presento al escritor cubano Gabriel García Márquez, nacido en Colombia, quien por fortuna no es comunista, porque si lo fuera, no nos sería tan útil.”

Gabriel García Márquez consiguió el premio Nobel en 1982 en gran parte gracias a su apoyo a la revolución cubana. Para su candidatura beneficiaba del apoyo de tres países: Colombia, su tierra de origen, Cuba, por haberse vuelto su portavoz casi oficial, y Francia, la de la pareja Mitterrand, de la que fue, a partir de 1981, uno de los confidentes más íntimos. A la cena que precedió la entrega del galardón en Estocolmo, que tuvo lugar en la casa de campo del Primer ministro Olof Palme (asesinado años después) asistieron el vice-ministro de Asuntos exteriores Pierre Schori (lo que no es sorprendente) pero también (lo que resulta mucho más extraño) el filósofo francés Régis Debray, quien también fue consejero de varios príncipes (Fidel Castro, Salvador Allende y François Mitterrand), y Danielle Mitterrand, la esposa del presidente francés, admiradora indefectible de “Gabo” y, más aún, de Fidel. El Nobel de literatura de aquel año no fue en absoluto literario.

García Márquez recibió también otra recompensa: el Gobierno cubano le otorgó la dirección de una prestigiosa Escuela de cine (un arte del que nunca ha sido considerado como un gran experto), en San Antonio de los Baños, una institución especialmente creada por él y para él (donde pronunciaron conferencias, entre otros muchos, Robert Redford y Steven Spielberg). Y, aparte de los más de 150 000 dólares otorgados por la Academia sueca, tuvo el privilegio de tener a su disposición de por vida una lujosa mansión en el reparto Siboney, barrio exclusivo de La Habana, donde recibía, prácticamente cada noche, a su vecino y amigo Fidel, así como un Mercedes Benz (¿homenaje a su esposa Mercedes?), un regalo reservado a los más altos dignatarios del régimen. Todo ello como premio a una indefectible fidelidad al régimen o, mejor dicho, a su servilismo a toda prueba.

 Para intentar demostrar su independencia respecto a su protector y amigo, el premio Nobel colombiano corrió la bola según la cual él habría conseguido de parte de Fidel la liberación de 3200 presos políticos, cifra avanzada por Plinio Apuleyo Mendoza. Entre ellos figuraba, según insinuaba, el poeta Armando Valladares, quien pasó veintidós años preso, antes de ser excarcelado y enviado a Francia, antes de asilarse en los Estados Unidos, por gestiones directas de Régis Debray con el presidente Mitterrand. Según Jorge Semprún, la aseveración de “Gabo” en relación con la liberación de Valladares “da la medida de la vanidad desmesurada del gran escritor”.

 “Lo que pasa es que me gusta actuar sin que nadie se entere”.

 Los ex – prisioneros cubanos, por su parte, también ignoran en su mayoría las gestiones emprendidas a su favor por el escritor colombiano, a quien no le profesan el más mínimo reconocimiento. ¡Cuánta ingratitud de su parte!

“La revolución es generosa”, suele afirmar Fidel Castro. Esa “generosidad” se expresa de dos maneras: liberando a algunos presos que, en general, han cumplido ya una sentencia de cerca de veinte años y permitiéndoles a otros atribuirse la paternidad de esas liberaciones.

La supuesta influencia de García Márquez se vio cuestionada, no obstante, durante el verano de 1989, cuando su amigo Tony de la Guardia, un alto responsable de la Seguridad del Estado, autor, con su hermano gemelo Patricio, de buena parte de las exacciones más bajas e inconfesables de la revolución cubana, fue acusado de “tráfico de drogas” y fusilado junto con el general Arnaldo Ochoa y otros dos oficiales superiores. Pero, entre sus dos amigos, Tony y Fidel, la elección fue rápida y contundente. El 13 de julio, fecha en que fueron ejecutados los cuatro oficiales implicados tanto en un cuestionamiento del poder castrista como en una serie de operaciones ocultas, cogió el avión hacia París con el objetivo de convencer a los esposos Mitterrand de no retirarle al Líder Máximo la invitación a participar en las ceremonias conmemorativas del bicentenario de la revolución francesa, a las que hubiera deseado tanto poder asistir. En el transcurso de una escala en el aeropuerto de Madrid-Barajas, le contestó en forma diplomática y algo “ingenua” a un periodista que lo interrogaba sobre la ejecución de Ochoa y de sus compañeros de armas: “Estoy contra la muerte en general”.

Su misión con los Mitterrand se reveló infructuosa, ya que la presencia de Fidel Castro fue considerada inoportuna en aquella ocasión. Era sólo una cuestión de tiempo: en 1995, fue recibido en París por un moribundo presidente y su esposa a bombo y platillo.

El emisario colombiano de la revolución cubana pudo llevar a cabo, sin embargo, muchos otros encargos de su mentor. Tuvo así el privilegio de frecuentar a varios grandes de este mundo, tanto a dictadores latinoamericanos, el general panameño Omar Torrijos con quien trabó una profunda amistad, como al presidente americano Bill Clinton, quien lo recibió en la Casa Blanca junto con dos de sus colegas escritores, el mexicano Carlos Fuentes y el americano William Styron. El contenido de sus misiones ha sido amparado siempre por el mayor secreto.

Pero también apareció públicamente en múltiples ocasiones al lado de Fidel Castro, para la celebración del Primero de Mayo o, incluso, durante la misa celebrada por el Papa Juan Pablo II en enero de 1998, a la que asistieron varios escritores prestigiosos, para nada católicos sino marxistas, entre ellos el español Manuel Vázquez Montalbán y el portugués José Saramago.

 

El escritor comunista y el Papa

José Saramago, fallecido en 2010 en su domicilio de Lanzarote, en las islas Canarias, nunca ocultó su pertenencia comunista. Algunas de sus novelas son profundamente anticlericales, por ejemplo Memorial do convento (Memorial del convento), en la que arremete contra la Iglesia  portuguesa, una institución a menudo oscurantista y retrógrada, que marcó profundamente su niñez, como la de la mayoría de sus compatriotas. Pero por nada del mundo hubiera dejado de asistir a aquella ceremonia en que Juan Pablo II se dirigió directamente a los cubanos en la Plaza de la Revolución, con el retrato de Jesucristo haciéndole frente al de Che Guevara, que “adorna” la fachada del antiguo ministerio de Industrias, del que fue titular hasta el momento de su partida de Cuba para seguir su lucha guerrillera a partir de 1965, primero en el Congo y luego en Bolivia, donde murió en 1967.

 Allí estaba, pues, Saramago, al lado de su colega Gabriel García Márquez, el brazo en alto los dos, en señal de victoria, al final de la ceremonia. Castro había resistido al jefe de la Iglesia. La multitud congregada en la Plaza había aclamado al Papa pero no había ocurrido ningún incidente demasiado grave. Sin embargo, varios cientos de personas corearon consignas que no eran del agrado de las autoridades castristas: “El Papa, libre, nos quiere a todos libres” y, sobre todo, “¡Libertad! ¡Libertad!” Juan Pablo II se calló un momento, alentando discretamente aquellos gritos espontáneos. Pero los agentes de la Seguridad del Estado permanecían en alerta. Se llevaron a la fuerza a decenas de esos hombres y mujeres en ambulancias (en realidad, furgonetas militares camufladas) hacia lugares de detención seguros, preparados con vistas a reprimir a los participantes a eventuales actos antigubernamentales. Los escritores presentes no habían visto o no habían querido ver nada. Una vez la misa concluida, los jerarcas católicos de la isla habían ido a saludar, rindiéndole pleitesía, al Líder Máximo vestido de traje y corbata, así como a sus invitados, demostrando de ese modo su sumisión al Comandante en jefe.

Juan Pablo II recibió más tarde, para agradecerle su visita, un regalo reservado a los huéspedes más distinguidos: cerca de doscientos presos, políticos y comunes, fueron liberados y directamente expulsados del país. El Papa no había logrado doblegar a Fidel Castro. Su deseo (“¡que Cuba se abra al mundo, que el mundo se abra a Cuba!”) quedó insatisfecho. Raúl Castro, por su parte, tuvo que aguantar una afrenta inimaginable en otras circunstancias. Sentado en primera fila, durante una misa en Santiago de Cuba, tuvo que escuchar sin poder reaccionar una violenta diatriba de Monseñor Pedro Meurice, entonces arzobispo de la ciudad, fallecido en 2011, acusando al régimen de ser responsable de la destrucción de las familias cubanas. Su actitud contrastaba con la de las autoridades eclesiásticas de La Habana, particularmente la del cardenal Jaime Ortega, otrora reprimido por las autoridades castristas hasta el punto de haber sido encerrado varios meses en los campos de trabajo de la UMAP (Unidad militar de ayuda a la protección). Éste último fue a saludar cortésmente a la vez al Comandante en jefe y al Papa, en una actitud extrañamente ecuménica. Las relaciones entre la Iglesia y el sistema comunista mejoraron considerablemente. Los católicos fueron objeto de una mayor tolerancia pero el conjunto de la población no vio ningún milagro producirse en su vida cotidiana, aparte de poder celebrar por fin la Navidad, después de varias décadas de prohibición.

El escritor comunista español Manuel Vázquez Montalbán no dudó, sin embargo, en publicar un grueso libro sobre sus impresiones a raíz de su corta estancia en Cuba, titulado Y Dios entró en La Habana. Con Gabriel García Márquez y José Saramago, había asistido a la misa en la Plaza de la Revolución. Pero no tuvo la satisfacción de recibir, al igual que ellos, el premio Nobel de literatura. Falleció en 2003. Su monumental volumen constituía su testamento intelectual, político y espiritual a la vez.

El portugués José Saramago consiguió el Nobel, extraña casualidad, a raíz de su apoyo manifiesto al Gobierno castrista y de su estancia en la isla. Más tarde, aprovechó su celebridad para apoyar las más radicales luchas internacionales, esencialmente la causa palestina, contra Israel.

Sobre Cuba, sin embargo, sus convicciones fueron sometidas a ruda prueba durante la “primavera negra” de 2003. Saramago se apartó en aquel momento del castrismo, negándose a firmar el manifiesto de apoyo al régimen. Publicó una corta explicación en el diario El País:

 “Hasta aquí he llegado. Desde ahora en adelante Cuba seguirá su camino, yo me quedo. Disentir es un derecho que se encuentra y se encontrará inscrito con tinta invisible en todas las declaraciones de derechos humanos pasadas, presentes y futuras. Disentir es un acto irrenunciable de conciencia. Puede que disentir conduzca a la traición, pero eso siempre tiene que ser demostrado con pruebas irrefutables. No creo que se haya actuado sin dejar lugar a dudas en el juicio reciente de donde salieron condenados a penas desproporcionadas los cubanos disidentes. Y no se entiende que si hubo conspiración no haya sido expulsado ya el encargado de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, la otra parte de la conspiración.

Ahora llegan los fusilamientos. Secuestrar un barco o un avión es crimen severamente punible en cualquier país del mundo, pero no se condena a muerte a los secuestradores, sobre todo teniendo en cuenta que no hubo víctimas. Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones. Hasta aquí he llegado.»

Se trata aquí del texto de un hombre que llora por sus ilusiones perdidas. No hay ninguna voluntad de cuestionamiento del régimen político vigente en Cuba, solamente el deseo de no seguir hasta el final en la vía del apoyo incondicional al castrismo contra un enemigo personificado por el responsable de la Sección de intereses americanos (la SINA, que funciona de hecho como la antigua embajada de Estados Unidos, cerrada desde la ruptura de las relaciones diplomáticas en 1961), James Cason, quien estaba personalmente muy ligado a los disidentes encarcelados. Saramago se niega a creer en la tesis de una conspiración, tesis defendida por las autoridades gubernamentales. Parece, al contrario, tomar partido por los opositores reprimidos, sin expresar concretamente su solidaridad con ellos. En otras palabras, tampoco se manifiesta en contra del castrismo.

Más tarde, modificó por completo su posición, yendo de nuevo a Cuba para presentar uno de sus libros, O Evangelho segundo Jesus Cristo (El Evangelio según Jesucristo), y para volver a manifestar su adhesión al castrismo. Peor aún: en diciembre de 2006, su firma, junto con la surafricana Nadine Gordimer, Nobel de literatura, y el argentino Adolfo Pérez Esquivel, Nobel de la paz, el lingüista americano Noam Chomsky, así como uno de los portavoces del Gobierno cubano en Francia, Salim Lamrani, apareció al pie de un llamado a la liberación no de las decenas de disidentes encarcelados en Cuba sino de cinco espías castristas, presos en los Estados Unidos por haber infiltrado las organizaciones del exilio en Miami y considerados oficialmente como “héroes” en Cuba. Desde entonces, no ha dejado pasar una ocasión de aprobar otros textos procastristas con los mismos galardonados con el Nobel, y unos cuantos más, el italiano Dario Fo, el nigeriano Wole Soyinka o el surafricano Desmond Tutu, por ejemplo, en agosto de 2006, después del anuncio de la enfermedad de Fidel Castro, esgrimiendo el pretexto de una nueva e improbable amenaza. De ese modo, Saramago volvió a colocarse del “buen” lado de la barricada, tomando posición sobre todos los problemas mundiales (como lo había hecho anteriormente, desde 2003, siendo uno de los principales portavoces de la movilización en España contra la guerra de Irak), tanto el conflicto del Medio Oriente como la crisis económica.

José Saramago no fue el único “compañero de ruta” en haberse atrevido a criticar la represión llevada a cabo por el Gobierno castrista en 2003. El escritor uruguayo Eduardo Galeano, autor del ensayo Las venas abiertas de América latina, uno de los manuales para uso de todas las generaciones “anti-imperialistas” (aquel que el presidente venezolano Hugo Chávez le regaló al recién electo Barack Obama durante la Cumbre de las Américas celebrada en 2009 en Trinidad y Tobago), también expresó una ligera crítica. Pero se retractó rápidamente, firmando el texto de apoyo a la revolución cubana pocos días después. Entre los firmantes más destacados figuraba también el chileno Luis Sepúlveda, autor del best-seller Un viejo que leía novelas de amor, quien, al igual que Saramago, se ha vuelto un heraldo de innumerables causas, particularmente la palestina, sin dudar un solo instante en comparar la batalla de Yenín en 2002 al campo de exterminio de Auschwitz, y a Tsahal, el Ejército israelí, a los nazis.

En efecto, el apoyo al castrismo y un “anti - sionismo” virulento van juntos de la mano. ¿No constituyen uno y otro modalidades paralelas de lucha contra el “imperialismo”? Esa actitud se ve alentada por Cuba, que se encuentra a la vanguardia en todos los foros internacionales, junto con su aliado venezolano, Hugo Chávez, de las condenas al “sionismo”.

      

Bibliografía

Gerardo Molina: “Con Gabriel García Márquez en Cuba”, El Espectador, Bogotá, 13 de febrero de 1980, citado por Ángel Esteban y Stéphanie Panichelli: Gabo y Fidel. El paisaje de una amistad, Madrid, Espasa Calpe, 2004, p. 193.

Pedro Sorela: El otro García Márquez. Los años difíciles, Bogotá, La Oveja Negra, 1988, pp. 244-245. Citado por Ángel Esteban y Stéphanie Panichelli: Gabo y Fidel. El paisaje de una amistad, op. cit., p. 246. 

El País, Madrid, 8 de diciembre de 1982.

José Saramago: Memorial del convento, Barcelona, Seix Barral, 1994.

Manuel Vázquez Montalbán, Y Dios entró en La Habana, Madrid, El País-Aguilar, 1998.

José Saramago: «Hasta aquí he llegado», El País, Madrid, 14 de abril de 2003.

José Saramago: El Evangelio según Jesucristo, primera edición en español: Madrid, Alfaguara, 1991.

Eduardo Galeano: Las venas abiertas de América latina, primera edición México, Siglo XXI, 1971.

Luis Sepúlveda: Un viejo que leía novelas de amor, Barcelona, Tusquets, 1993.

Para adquirir el libro: https://www.amazon.com/-/es/Jacobo-Machover/dp/8494037846/


Jacobo Machover nació en La Habana en 1954 y vive en París desde 1963. Es actualmente catedrático en lengua, literatura y civilización hispánicas en la universidad de Aviñón, en Francia. Escribe indistintamente en español y en francés. Ha sido crítico literario y periodista en revistas y diarios como Magazine littéraire Libération, así como corresponsal en París de Diario 16 Cambio 16. Colabora en Revista de libros Revista hispano-cubana. Entre sus libros se encuentran la novela Memoria de siglos (Madrid, Betania, 1991), la recopilación de relatos El año próximo en… La Habana (Madrid, Cocodrilo verde, 2001), y los ensayos La memoria frente al poder. Escritores cubanos del exilio: Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas (Valencia, Prensas Universitarias de Valencia, 2001), La dinastía Castro. Los misterios y secretos de su poder (Madrid, Áltera, 2007), La cara oculta del Che. Desmitificación de un héroe “romántico” (Barcelona, Ediciones del Bronce-Planeta, 2008), El terror “humanista”. Tribunales revolucionarios y paredón en Cuba (1959), Madrid, Editorial hispano-cubana, 2010 y El Sueño de la barbarie, Atmósfera Literaria, 2012 y El exilio lejos del paraíso, Atmósfera Literaria, 2016.

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