Theodor W. Adorno en su tribuna

GUILLERMO ARANGO

Estados Unidos, 1944: un lugar de fáciles alucinaciones, especialmente para los intelectuales refugiados de habla alemana, que fueron reducidos al papel de “peticionarios en competencia mutua”. Al mismo tiempo, se vieron expuestos a su primer contacto brutal con la sociedad industrial “pura”, a menudo estremeciéndose y retrocediendo medrosamente ante la “mecanización del espíritu”. Hubo varios suicidios en esos años, y la nube de una soledad devastadora en pequeños apartamentos en New York y Los Ángeles. Muchos no se encararon a la nueva situación y se convirtieron en patéticos fantasmas de la vieja Europa, reliquias de una cultura para la que nadie entonces tenía ningún uso. De esta humillante condición, Theodore W. Adorno supo sacar valioso material para su libro, tal vez el más importante de su obra, Minima Moralia (1951). Este momento de máxima fuerza creativa coincide con su situación de máximo desamparo: un intelectual desconocido, desesperadamente melancólico pero al mismo tiempo muy curioso por todo, con ojos saltones y las manos parecidas a las de un niño delicado obligado a crecer demasiado pronto. No obstante, asumió la postura de un sociólogo empírico en un esfuerzo por ser útil y ofrecer alguna investigación concreta al Comité Judío Estadounidense. 

Pero la verdadera concreción residía precisamente en su mirada inquieta y cambiante mientras se posaba escrutadoramente sobre los objetos que se le atropellaban en este Nuevo Mundo, en fragmentos de oraciones de periódicos, en las sonrisas profesionales de sus colegas, en las ordenadas casitas, hogares imperturbables de familias sosas y, paradójicamente, a la vez, felices. Adorno abordó un estilo lúcido, moviéndose, más bien, en el campo del aforismo o, más exactamente, de lo aforístico, donde parece dominar absolutamente como un arquetipo platónico todo lo que la palabra significa. Revivió así, una forma de agudeza que había sido de Nietzsche, luego de Ernst Bloch, Max Horkheimer y Walter Benjamin, colaboradores estos últimos con Adorno en la Escuela de Frankfurt. Sus fórmulas son cortantes, exigentes, densas. Pero hay aquí todo un uso diferente, personal, lo que le permitió sumergirse en la vida de la sociedad que lo rodeaba: una vida de trivialidades que surgía ya televisada y que ningún filosofo había estimado hasta ahora digna de consideración. “No hay vida verdadera dentro de una vida falsa”, nos advierte.

Adorno dejó vagar largamente su mirada sobre la trivialidad que lo acosaba, hasta que vio brillar a través de ella todo el pasado de nuestra cultura contemporánea: un paisaje de catástrofes ahora contraído en armonía infernal, fragmentado como en una historia psicoanalítica. Observando la simplicidad abrumadora de un anuncio, imágenes publicitarias brillantes o escuchando la letra de una canción popular que llevaba el eco distorsionado de una melodía de Brahms, Adorno se dio cuenta de que no se trataba de proteger la “cultura” tradicional de estos horrores sino, por el contrario, de reconocer en ellos la burla, origen de la cultura misma, y en conclusión desvelando su autenticidad final: “En su luz falsificada brilla el carácter publicitario de la cultura.”

No olvidemos en este tratado como en otros del autor, su gusto por la aparente paradoja, por las inversiones y las contradicciones. “La disonancia es la verdad sobre la armonía”, nos dice; y en otra ocasión “Hay una vida correcta en una mala”. En algunos casos son estas paradojas referencias a textos, a ideas cuyo conocimiento supone el exigente Adorno en el lector para que pueda realmente apreciarla. Su frase “la totalidad es lo no verdadero” no puede entenderse en su sorprendente apódosis sin saber que Adorno en su “Fenomenología del espíritu”, vuelve en esa frase a Hegel al revés: “lo verdadero es la totalidad”. El “todo” es la totalidad inaprensible como un todo, como el todo sistemático de la “racionalización del trabajo”. Si el todo es realmente una totalidad, en ella desaparecen entonces los límites que la dividen, los límites de la académica división de las ciencias. Por eso, pues, “el todo es lo no verdadero”. Suprimidos los límites de la sistematización académica de la ciencia en un pensamiento consecuentemente dialéctico, el todo que se busca sólo puede encontrarse mediante la recuperación de la unidad perdida, de la variedad real que compone el todo. Música, literatura, filosofía, sociología, crítica de lo cotidiano son entonces modos de aproximación, los único posibles, a esa totalidad.

Pero sería reducir en extremo la significación del antisistematismo de Adorno si se lo dejara convertido en pura literatura y si no se agregara que, lo mismo que Kierkegaard y Nietzsche, Adorno dio con su literatización de un ambicioso pensamiento filosófico, una dignidad a la literatura que hasta entonces no había tenido, y a su vez, naturalmente, una movilidad a la filosofía gracias a la cual esta realizó lo que pretendía Hegel y lo que Marx le reprochó: que la filosofía se hiciera total, que se extendiera al conocimiento, al mundo. En esto es, como en otras cosas más, un verdadero continuador de Walter Benjamin. No hay en la obra de ninguno de los dos una sola línea que no esté permeada de filosofía. Sin sus planteamientos y sin la exigencia de rigor que esta implica, ninguno de los dos hubiera llegado a dar a la interpretación literaria la exactitud, la penetración, la profundidad y la finura que alcanzó con ellos. Es ese el fondo desde el cual ha de comprenderse lo que suele llamarse “sociología del arte o de la literatura”. 

En sus “Tesis sobre sociología del arte” de Sin imagen guía, Parva aesthetica (1967), por ejemplo, Adorno puntualiza aguda y certeramente, en polémica con el doctrinario Alphons Silbermann, el ámbito propio de la sociología del arte sirviéndose del rico concepto hegeliano de la “meditación” (“Vermittlung”), al que le da un contenido de clase, mediante el cual todo fenómeno artístico o literario no sólo adquiere inmediatamente su referencia social, sino a la vez su sentido filosófico y, consecuentemente, filosófico-histórico. Gracias a ese concepto central en Adorno cobra cada metáfora, cada rasgo de estilo, cada ritmo, cada peculiaridad sintáctica su propia profunda significación total. 

Como sociólogo supo mantenerse en el marco de la idea que Marx tenía de la sociología: la de que esta es una ciencia burguesa. Por eso habló siempre de la “teoría crítica de la sociedad” y rechazó la renuncia del empirismo a la teoría. Pero Adorno hizo también trabajo empírico de campo: The Authoritarian Personality (La personalidad autoritaria) de 1950, fue redactado en los Estados Unidos con la colaboración de varios sociólogos sobre las causas del antisemitismo, que es un buen ejemplo de investigación empírica. El tratado sobrepasa el campo inmediato de la investigación y abre nuevos caminos para una interpretación global de la actual sociedad y de las tendencias fascistas latentes en ella. 

Sus polémicas contra los dogmáticos de la filosofía y la sociología empíricas fueron, empero, producto no sólo de un ambiguo hegelianismo-marxismo, sino de su “dialéctica negativa”. Negative Dialektik, (1966), es un tratado difícil y de denso contenido. En él muestra su obsesión ante lo que él llama justamente “Ontología”. El libro es una de las más importantes obras de la filosofía alemana del siglo XX, especialmente por su esclarecimiento del concepto filosófico de experiencia; el tema, pues, invoca la “no aclarada” experiencia como testimonio de su verdad. Pero Adorno no sucumbe a la exigencia de sistema a la que conduce con ciega fatalidad el formalismo ordenador de todo empirismo. La “fuerza salvadora de la negación” —como se ha llamado su pensamiento— lo rescata del sistematismo que es, en realidad, una forma de expresión de la “división del trabajo”, es decir, de la visión capitalista del mundo y de las ciencias.

En cada uno de los campos en los que Adorno ejerció su “dialéctica negativa” fue más que  suscitador: dio el tono a la discusión, impuso el estilo, el tema y la dirección. Paradójicamente, esa superioridad no tuvo lugar en la filosofía en la medida que lo tuvo en otros campos. Inscrito en Hegel no pudo comprender quizá la radicalidad de los planteamientos filosóficos de Heidegger. Pero por eso mismo no se vio obstaculizado por ello, y  pudo formular y articular en todos los campos del saber la pretensión filosófico-histórica del presente. 

Por otra parte, la historia de un pensador suele verse reflejada en la obra legada a través del tiempo. En nuestra época, la estética no ha sido una disciplina filosófica floreciente. Los remanentes que quedan reflejan una lealtad anacrónica a los ideales de los artistas pasados. Esta tradición es común a la estética marxista y su contraparte “burguesa”: ninguna de las dos, por ejemplo, ha producido una interpretación estéticamente viable del arte moderno. La “teoría estética” de Adorno es la excepción a esta regla.

Para Adorno, el arte contemporáneo es parte de la totalidad de la sociedad capitalista tardía. Pero no está en sí determinado por esta totalidad ni está completamente integrado a ella. Más bien, la obra de arte es una voz de protesta que, sutil pero obstinadamente, acusa al sistema que la genera. Sutilmente, porque en lugar de representar la explotación y la crueldad de una manera realista y representativa, la obra de arte sólo puede contrarrestarlos si sigue principios estéticos inmanentes. Obstinadamente, porque el artista, ese moscardón de la sociedad occidental, habita, aunque no con mucha seguridad, en los intersticios de la tolerancia liberal, anidando una especie de paraíso de los tontos. Cuando está directamente oprimido, como fue en la Alemania nazi o la Rusia soviética, o en cualquier otro sistema totalitario, el arte decae o muere. Pero Adorno piensa que incluso el arte de la sociedad burguesa, aunque protegido de las represiones oficiales, probablemente esté condenado al fracaso, porque ha seguido su curso expreso. Entonces terminará siendo nada más que un mero recuerdo del sufrimiento. 

En Adorno respira el lector la plenitud del pensamiento sin la especializada y estrecha “división del trabajo” a que ha llegado el saber bajo la presión de la técnica del capitalismo. En Adorno aprecia el lector la función social y humana de su postulado crítico, gracias al cual la tradición de la cultura no se somete al sistema burocrático, sino que se convierte en apoyo de toda libertad y desarrollo humanos. Adorno no trazó, como Bloch, la imagen de una utopía. Él se limitó a preparar sus presupuestos concretos: la negación de lo que es, el ejercicio insobornable de la crítica, el derecho de la inteligencia a moverse libremente en todos los campos del saber, derecho que es, en primer lugar, exigencia.  

Pero regresemos a Minima Moralia, un libro realmente contagioso, un libro, por así decirlo, de alarma. Por supuesto, para escuchar su criterio hay que tener oídos receptivos. El libro tardará veinte años largos para ver su primera edición en castellano: Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada, en versión del poeta Roberto Silvetti Paz, bajo la estampa editorial de Monte Ávila, 1975. Hay una segunda impresión fechada en 2004, de Ediciones Akai. De hecho, este gran libro al principio, pasó desapercibido, y sólo después de varios años la fuerza de la historia requirió que fuera reconocido por lo que es. De Adorno apareció luego en nuestro medio Sobre la metacrítica de la teoría del conocimiento. Estudios sobre Husserl y las antinomias fenomenológicas, en traducción de León Mames, publicada por Ediciones Planeta-Agostini en 1986.

Para quien sea capaz de captar, a través de las mallas de una prosa prodigiosamente compacta  y tensa, el mecanismo de lo que Adorno llamó “crítica de la cultura”, Minima Moralia, como hemos dicho, es un libro contagioso. No creo que nadie pueda decir que lo haya leído correctamente a menos que lo haya experimentado durante algún tiempo como una obsesión, un desvelo, sintiéndose obligado a mirar con nuevos ojos, como si fuera la primera vez y a menudo con un miedo paralizante, muchas situaciones cotidianas hasta ese entonces dadas por sentadas. En tal caso, se vuelve más saludable descartar, eventualmente, esta obsesión y su intrusión generalizada, y quizás incluso echar una mirada de soslayo, algo más miope y distraída. Pero es una obsesión, realmente, por la que el lector queda siempre agradecido, y cuando una y otra vez se vuelve a abrir este libro, resurgen ciertas frases como aquellos talismanes que en los cuentos de hadas ayudan a los protagonistas a cruzar el bosque encantado. Para quien ha tenido la suerte de conocerlos, ellos permanecen testigos silenciosos y caritativos cuyo poder sigue intacto. Registremos aquí tan sólo una de esas frases incitantes, quizás la definición de arte más precisa y poética a la vez que conozco: “El arte es magia liberada de la mentira de ser verdad.” (2001)                                                                                                           


Guillermo Arango nació en Cienfuegos, Cuba. Es poeta, narrador, ensayista y dramaturgo. Cursó estudios de Arte, Filosofía y Letras en la Universidad de Santo Tomás de Villanueva (Cuba) y de Creación Literaria en la Universidad de Loyola (Chicago). Por muchos años se dedicó a la enseñanza universitaria. Ha ejercido por igual la crítica cinematográfica. Ha publicado seis libros de poesía, siendo el más reciente Ceremonias de amor y olvido (Linden Lane Press, 2013). Ha publicado tres libros de relatos bajo el sello de Ediciones Universal: Gatuperio (2011), El año de la pera ─ tradiciones, relatos y memorias de Cienfuegos (2012) y El ala oscura del recuerdo (2013). Ha publicado seis libros de teatro bajo el sello de Ediciones Baquiana: Teatro Todos los caminos, Nube de verano, La mejor solución (2016); Teatro II Los viejos días perdidos, Entre dos, Encuentro, Ensayo de un crimen (2017); Teatro III ─ Retablillo del amor rey: Un testigo veraz y La petición de Rosina, Una proposición decente, Las dos muertes de Gumersindo el indiano, Romance de fantoches (2017); Teatro IV ─ Mañana el paraíso, Noche de ronda, La corbata roja, El uno para el otro, Mi hermana Vilma, Dos trenzas de oro, El plato del día, Espejismo, Coto de caza, Los pescadores (2018); Teatro V ─ Adagio, Un lugar para vivir, La ruta de las mariposas, El parque de las palomas, El viento que pasa (2019); y Teatro VI ─ Hoy es siempre todavía, La recepción, La familia de Adán, Propiedad en venta, A la luz de un relámpago (2020). Ha sido becado en tres ocasiones por la National Endowment for the Humanities. Ha sido ganador de premios en las categorías de poesía y narrativa. En el 2008, su pieza dramática Todos los caminos, fue galardonada con el Premio Internacional de Teatro Alberto Gutiérrez de la Solana, auspiciado por el Círculo de Cultura Panamericano en Nueva Jersey. En octubre de 2016 le fue concedido el Premio Ohio Latino Award por su excelencia literaria. Reside desde hace varias décadas en el estado de Ohio, EE.UU.

Previous
Previous

Un socialismo a la inversa. Fragmento de “El libro prohibido”

Next
Next

La gran estafa