Los dos Juanes, ¿una historia interminable?(reflexión ética a propósito de la guerra)

LOURDES TOMÁS FERNÁNDEZ DE CASTRO

Dos Juanes se enlazan en el título del penúltimo texto de Los Conjurados de Jorge Luis Borges: Juan López y John Ward. La voz narrativa en este escrito, una especie de minicuento, nos llega desde un futuro lejano, pero los hechos referidos pertenecen a la novena década del siglo pasado. Borges, dicho de otro modo, pone el relato en boca de un autor ficticio del porvenir, para quien nuestra época resulta no sólo remota, sino también ajena, extraña. ¿Quiénes son los dos protagonistas de esta breve narración? De John Ward, uno de ellos, se nos dice que había nacido en las afueras de la ciudad por la que anduvo Father Brown. Por su parte, Juan López, el otro protagonista, era oriundo de la ciudad del río inmóvil. Pese a los circunloquios de que se vale el autor, no hace falta esfuerzo para advertir que López es un argentino, Ward es un británico, y que el conflicto bélico a que se alude aquí no es otro que la Guerra de las Malvinas de 1982. El Juan británico había estudiado el castellano para leer el Quijote. El Juan argentino sentía profunda afición por la obra de Joseph Conrad. Cada uno, pues, le profesaba devoción a la literatura escrita en el idioma del otro. La admiración a dos poetas que no eran ni británicos ni argentinos, sino un español y un polaco, constituía un puente tendido entre los dos, un lazo que hubiera podido unirlos. Fácilmente se habrían hecho amigos ambos Juanes; pero les tocó militar en ejércitos contrarios. La guerra convirtió en odiadores, en enemigos mortales, a dos que nunca llegaron a conocerse ni a saber nada el uno del otro. López y Ward habrían de verse brevemente sólo una vez en unas islas extrañas, para descargar un arma el uno sobre el otro, y darse muerte. El narrador, que al principio había advertido que aludía a un tiempo en que el planeta estaba parcelado en países, cada uno con sus lealtades, héroes y mitologías propias, comenta al final que los hechos referidos pertenecen a un pasado incomprensible.

Indudablemente, el siglo XXI no se corresponde con el futuro del que procede el narrador ficcional de este relato. Un planeta sin lealtades nacionales ni guerras puede parecer, o siquiera a mí me parece una especie de Historia Ficción o Historia hipotética del futuro, en la cual los prodigios tecnológicos carecen de importancia, y la atención se dirige a los prodigios éticos. Hoy en día, todo lo que se relaciona con las maravillas tecnológicas suscita un enorme entusiasmo en el común de la gente. Y no faltan quienes experimentan un perceptible regocijo al afirmar que ya estamos viviendo en el mundo de la Ciencia Ficción. Un género que se dedique a historiar un supuesto futuro de portentosos logros morales (lo que he llamado Historia Ficción) no ha tenido, en cambio, desarrollo alguno. Me pregunto si los prodigios éticos no provocan el mismo entusiasmo que los prodigios tecnológicos. No me pregunto, empero, cuánto alcanzan a colmar al individuo humano los portentos de la tecnología. Ese alcance no puede sino ser mínimo. La plenitud anímico-intelectual destierra el tedio, y estamos lo ingentemente vacíos, lo mortalmente aburridos como para que el homicidio bélico nos siga entreteniendo, y sucumbamos a la fascinación con el oficio de matar. ¿Continuarán los dos Juanes dándose muerte en una Historia futura que interminablemente será reflejo de la pasada? ¿Importa una prodigiosa modificación ética capaz de derrotar la guerra? ¿Es posible esa modificación? ¿Es deseable?

Los prodigios, por improbables que parezcan o resulten, no constituyen sucesos u objetos imposibles. Para un aqueo de la Edad de Bronce, la idea de un arcabuz no podía menos que pertenecer al orden de lo prodigioso; pero lo que hubiera parecido prodigioso no resultó imposible, y hoy día un arcabuz no es sino una antigüedad que hemos mejorado considerablemente. Una evolución ética capaz de armarnos invenciblemente contra la guerra es una posibilidad, no un acontecimiento a descartar de primera intención. No creo, en cambio, que ese acontecimiento resida en el ámbito de los deseos humanos. Hasta me atrevería a decir que semejante evolución es menos deseada que posible. En el fanatismo que suscitan el fútbol, el hockey, el béisbol cabe reconocer la pasión por el que es quizá el menester más antiguo del mundo: la guerra, también una especie de deporte obsesivo, adictivo como los juegos de azar.

La seducción que ejerce la guerra bien puede hallarse, como tantas otras cosas o todas, más allá de cualquier explicación; la más profunda y abarcadora verdad, la total, acaso more siempre en la umbría e inaccesible demarcación del misterio. Eso no impide, sin embargo, que intentemos entender, y para el caso concreto del atractivo de la guerra no faltan razones esclarecedoras. Tras la guerra alientan intereses económicos, bien o mal disfrazados, pero indefectibles. El deseo de afianzar o expandir el poder político, por la relación que éste guarda con la riqueza económica, pero también por la posibilidad de mando y supremacía que ofrece, constituye otro acicate para los emprendimientos bélicos.

La opulencia y el dominio han sido, para la larga práctica de la guerra, las motivaciones más notorias, las que nadie negaría; no creo, sin embargo, que puedan haber sido las únicas. La guerra ha persistido a lo largo de milenios merced también a razones existenciales, no tan conspicuas, seguramente, como las económicas y las políticas, pero que no por eso desmerecen consideración. El individuo humano, a diferencia del animal sin la facultad del habla, no existe en la plenitud de la intemporalidad o la simultaneidad de una nada. La existencia sucesiva o temporal, que sobreviene a la adquisición del lenguaje, priva a nuestra especie de la plenitud pretemporal o eternidad prelingüística de la temprana infancia. Esa pérdida, que es el precio de tener discurso y vida consciente, empuja al individuo humano al borde de un vacío interior, cuyos signos son el tedio y la frustrante y airada sensación de ser superfluo, intrascendente: un nadie sin más. El sufrimiento y el supuesto sacrificio de la guerra, la emoción en el riesgo, en la aventura que la guerra supone, así como la idea de ser alguien, de convertirse en un héroe admirable, aciertan a camuflar el vacío interior.

La vida consciente (la ¿mayor pesadumbre?; al decir de Rubén Darío) equivale metafóricamente a la expulsión del paraíso edénico. Los numerosos y prodigiosos juguetes tecnológicos, como antes sugerí, no nos han librado del vacío y su tedio. La única manera de compensar la pérdida de la plenitud prelingüística o pretemporal ha sido y sigue siendo la humanización: colmarse de la propia humanidad, aspirar al todo interior, ya que no se puede regresar a la paradisíaca nada de la eternidad primigenia. No hay otra cura para la oquedad anímica que comporta la existencia sucesiva o temporal. El ser humano, cuando no se apercibe para la tarea de humanizarse, cuando no cultiva su sensibilidad y su intelecto, oscila entre dos polos: el aburrimiento y el sufrimiento que, con no poca eficacia, mitiga el aburrimiento. Los padecimientos del soldado no constituyen sólo un entretenimiento y una purgación de la ira que medra en el tedioso vacío interior; porque en este caso se padece en aras de palabras altisonantes que hacen las veces de grandes ideales (honor, libertad, patria, Dios), el entretenido sufrimiento bélico, con su toque de riesgo y aventura, alcanza a conferirle sentido a la vida.

Pese al atractivo que ejerce la guerra, pese al emocionante entretenimiento que supone matar y masacrar a gente desconocida, no ya con impunidad, sino con gloria, pese al franco deseo de perpetuar la guerra, cada vez que estalla un conflicto bélico, como el recién comenzado entre Rusia y Ucrania, estallan asimismo en todos los medios de comunicación de masas, en todos los mentideros, en cualquier esquina, los lamentos de corte pacifista. No son pocos, sin embargo, quienes, entre lamento y lamento, intercalan argumentaciones destinadas a justificar los horrores bélicos que ellos mismos denuncian. Estos titubeantes apologistas suelen recurrir al exculpatorio oxímoron de mal necesario, a fin de caracterizar el oficio de matar heroicamente. ¿Puede, en realidad, ser necesario un mal? Conjeturo que lo que se aspira a decir con eso es que el mal -en este caso la guerra con toda su truculencia- es un bien siquiera en parte, o que a la larga, en un futuro, puede resultar un bien quién sabe para quién. ¿Continúa la contradicción? Admitamos que, siquiera en parte, continúa, y a ello añadamos que habrá necesidades y necesidades, pero que no menos hay males y males. ¿Qué clase de necesidad será aquella que sólo alcanza a satisfacer un mal de la envergadura de la guerra?

De primera intención, acaso también parezca contradictoria la frase matar heroicamente, que he utilizado para aludir al oficio de la guerra. Según se nos enseña, el heroísmo es loable y el homicidio es un crimen. No por otra cosa, en los contextos relacionados con la gloria bélica se prefiere el verbo morir al verbo matar, como se evidencia en varios himnos nacionales. (1) Pero, por más chocante que suene, la asociación del verbo matar con el adverbio heroicamente no es en absoluto contradictoria en el contexto bélico. La contradicción reside, de hecho, en evadir tal asociación. Lo heroico -se pretende y se pregona- consiste en arriesgar la vida en combate, o en perderla. Lo heroico -se omite- supone, ante todo, provocarle bajas al enemigo sin el menor escrúpulo. En la guerra, matar es obligación, y a eso se va; morir es contingencia indeseable. El heroísmo bélico estriba fundamentalmente en la aptitud para quitar vidas ajenas, salvaguardando hábilmente la propia; pues al cabo es matar, no morir, lo que confiere el triunfo. (2)

Si la guerra es el oficio de matar desconocidos heroicamente, comentar una guerra es el arte de encadenar aporías de manera inadvertida tanto para el emisor como para el receptor. En el caso reciente del conflicto armado entre Rusia y Ucrania, los comentarios han fraguado una penosa vidriera de contradicciones. Ante todo, como es de esperar, los comentaristas loan la paz y condenan la barbarie bélica. Al pacifismo de rigor le siguen acerbas denuncias y groseros vituperios a los malvados rusos que masacran ucranianos. Inmediatamente después sobrevienen las solidarias alabanzas al heroísmo de los valerosos ucranianos que masacran rusos. El modo irreflexivo en que a veces culminan los elogios al bando liderado por Zelensky alcanza a rasgarle una risa a la tragedia: las facciones ucranianas del conflicto son comparadas con las huestes independentistas del general George Washington o con las unionistas del general Grant y el presidente Lincoln. Tal vez se les ocurra a unos cuantos que los ucranianos son los buenos de la contienda, porque no son los agresores, sino que se defienden de los pérfidos rusos en una lucha por su soberanía. Pero a mí al menos se me ocurre que no conocemos a cada combatiente ucraniano ni a cada combatiente ruso (a cada uno de los Juanes), para decidir qué homicida es noble, o cuál, perverso; y que si bien es verdad que no habría guerra de no haber ataque, no es menos cierto que tampoco la habría de no sostenerse una defensa (un contraataque) que lo que está logrando es, paradójicamente, la monstruosa destrucción de aquello mismo que se pretende defender. Que la defensa se hace por un futuro mejor, dirán algunos. No sirve ese alegato. Justificar atrocidades en nombre del porvenir, aprobar medios nocivos en pro de un noble fin, es argumento tan viejo como inválido. No hay tal cosa como un fin, puesto que el tiempo (el cambio) sigue, no se detiene; ni es fijo el futuro, inmutable como bloque de oro que ni el óxido empañara. Como bloque de hielo al sol estival, el futuro es igual de efímero que cualquiera de los tiempos del modo indicativo. Y como cualquiera de los tiempos del modo subjuntivo, es incierto: un avezado traidor. Pero aun cuando las bondades venideras fuesen indudables, no valdría el futuro más que el presente, ni resultaría lícito sacrificar éste a aquél. Los que vivirán mañana no merecen más que los que viven hoy. Sacrificar el ahora al después, destruir lo que es en aras de lo que será o de lo que tal vez llegue a ser es locura, cuando no un pretexto para embaucar y manipular incautos. Acaso no sea siempre mala idea ofrecer la otra mejilla.

Pero si bien se impone aceptar que el futuro es una incógnita, del pasado histórico no creemos lo mismo. Nadie, quiero decir, negaría, por ejemplo, que en 1861 se desató un cruento conflicto bélico, conocido como la Guerra de Secesión, entre los Estados Unidos y los Estados Confederados de América. No es erróneo concluir que en esa contienda, los once estados sureños que integraron la Confederación combatieron enardecidamente por lo mismo que hoy lo hacen los ucranianos: su independencia. Me pregunto qué resultaría de una comparación entre Vladimir Putin y el glorioso presidente norteamericano que autorizó la Marcha de William Sherman al Mar (Sherman’s March to the Sea).

¿A qué vienen los discursos pacifistas, a qué las preocupaciones y lamentos relacionados con una guerra, si al punto ha de justificarse y loarse uno de los bandos involucrados en el conflicto (un Juan en desmedro del otro)? ¿Por qué, si se desea la paz, individuos como Alejandro de Macedonia (a quien aún llamamos el Magno), o como Julio César, por mencionar sólo dos, ocupan cumbres aureoladas de leyenda en la civilización occidental? ¿Por qué les cantan los poetas por igual a quienes aman a otros seres humanos, y a quienes los matan dizque por la patria, la libertad, la independencia y otras palabras por el estilo? ¿Por qué nos parecen execrables los moralistas homofóbicos, los racistas, los fanáticos religiosos que, en parques, bares o centros comerciales, abren fuego contra gente que no conocen, y por qué, en cambio, nos parecen valerosos los soldados que a bombazos, ojivazos o misilazos masacran desconocidos en distintos sitios urbanos o rurales? Desde el punto de vista de las víctimas, ¿qué, después de todo, diferencia a unos verdugos de otros?

Donde medra la inconsistencia y florecen las contradicciones búsquese la hipocresía. Pero la clase de hipocresía que revelaría esa búsqueda no es la que entraña un calculado fingimiento dirigido a procurarle beneficios o a evitarle perjuicios al hipócrita. La simulación es aquí impremeditada; implica tanto el engaño como el autoengaño, y encuentra su causa en la irreflexión. El hipócrita, en este caso, apenas, si en absoluto, se percata de que lo es, y, en ocasiones, puede incluso estar convencido de ser sinceramente pacifista, piadoso, solidario. Su torpe impostura procede de su desinterés por la autenticidad, la cual exige una exploración interior, un cuestionamiento temerario, descarnado, de cuanto se cree creer. Es incoherente porque se desconoce a sí mismo, porque no siente el apremio de calar hondo en su humanidad. No se trata de un mentiroso empedernido; su atributo definitorio es la superficialidad. Los credos, las verdades propias: una voz singular, en suma, es conquista demasiado ardua para su alma, que, por pereza o indiferencia, no rebasa la chatedad de la paila en que se fríen y refríen los ecos sociales.

La degradación intelectual implícita en las contradicciones y absurdos éticos de hoy día podría evitarse, si, de una vez, abiertamente, admitiéramos el carácter obsoleto de una moral, la cristiana, de la cual se abusa estéticamente, pero que no se aviene a los logros que en el mundo occidental se juzgan apetecibles y meritorios, ni a la conducta impetuosa, agresiva que nos hace dignos del reconocimiento y el elogio públicos. En la actualidad, la sensiblera retórica cristiano-moralista representa un modo de entretener y conmover, cuando no un exhibicionismo banal de pretensas buenas costumbres; de hecho, se trata de un halagüeño paripé que tiene por escenario las redes sociales y demás medios de difusión e interacción, y que tiene por protagonistas a individuos del mundo del espectáculo, del psicologismo, del autoayudismo, del periodismo, del espiritismo clásico o del espiritismo cuántico neorista. Las habladurías de tales difusores y de sus seguidores pretenden una conciliación del mártir del Gólgota con Volupta, de la práctica de la abnegación más desinteresada con la búsqueda del éxito personal, la felicidad y su infaltable premisa: la riqueza material. La hipocresía, en sí, no es lo peor de este teatro que aspira a persuadirnos de que la ambición y la agresividad triunfalistas son compatibles con la solidaridad, la misericordia, la doctrina de la otra mejilla: compatibles con los Evangelios, en una palabra. Lo peor de este teatro es que su hipocresía alcance a confundir, desorientar y debilitar a individuos de natural manso e ingenuo, y los convierta en presas fáciles de las fieras sociales.

Fundada en el instinto compasivo o de la conservación de la especie, la moral cristiana no es la moral, la única, ni sus valores son los únicos posibles. No poco se oye decir por ahí, a manera de queja, que se han perdido los valores, que ya no los hay. Ignoro si las mayorías hayan perdido por completo la capacidad de discernir; el tipo de vida que llevamos no colabora con la práctica reflexiva. Lo cierto es que valores hay, y no pocos, sólo que quienes lamentan su falta no se percatan de que aquello que desean y persiguen ellos mismos y los más a su alrededor, aquello que juzgan socialmente prestigioso, transparenta sus valores y los de la sociedad a que pertenecen. Si la riqueza material y el poder representan el bien a que se aspira, y si la pobreza y la obediencia constituyen el mal que se rehúye, cuanto favorezca la consecución del bien -llámese deslealtad, deshonestidad, agresividad, alevosía, fullería- es fortaleza de carácter, audacia, pujanza: es un valor. Lo que, por el contrario, contribuya al mal -llámese honradez, generosidad, gratitud, lealtad, dignidad, solidaridad, humildad, mansedumbre- es debilidad, apocamiento, pacaterería: es un antivalor.

Los valores morales han cambiado, no desaparecido; sucede que ese cambio no se admite abiertamente. Lo más probable es que, en el fondo, el individuo mayoritario, por su incapacidad para el cuestionamiento interior, crea, aun contra su propia conducta, que la única moral posible es la cristiana. Para él, esa moral debe de ser algo así como el sistema decimal: una verdad absoluta, irrebatible: la verdad según un dios omnipotente, omnipresente, omnisciente. No se le ocurre que 3+3 puedan ser 11, o que pueda existir una moral que no se funde en la compasión o el amor al prójimo, sino en el amor a uno mismo y en la indiferente utilización de los demás.

La ética y la matemática siquiera tienen en común que se erigen y practican sobre bases preestablecidas. Suele explicarse que la cantidad básica de nuestro sistema decimal al uso, la cual se hace coincidir con el símbolo numérico 10, encuentra su origen en la suma de los dedos de las dos manos. Con esa cantidad por base, 3+3 son 6. Sin embargo, si la cantidad básica fuesen los dedos de una sola mano, al símbolo numérico 10 le correspondería esa cantidad, y 3+3 serían 11. Del mismo modo, si la base fuese la cantidad de dedos de una mano menos el pulgar, esa verdad tan irrevocable, tan verdadera del 2+2 son 4 se desmoronaría; 2+2 serían 10. No menos convencional que la matemática, la moral también cambia si cambiamos la base. Hay, no obstante, una diferencia: la matemática se relaciona sólo con el mecanismo de abstracción de la mente; es una creación racional, en la cual no intervienen ni las emociones ni los instintos. La moral es, por supuesto, una construcción en la que participa la racionabilidad, pero, a diferencia de la matemática, la moral guarda relación con las emociones. Tiene, por otra parte, un fundamento instintivo. La moral cristiana, por ejemplo, se apoya en la compasión, que es el instinto humano o de conservación de la especie. Excepto, tal vez, por su práctica hospitalaria, la conducta de los antiguos aqueos tenía poco que ver con la solidaridad y mucho en común con el egoísmo y su hondo substrato de miedo (instinto animal o de conservación del individuo). Los aqueos ni siquiera concebían a sus deidades como seres compasivos. Los dioses griegos eran caprichosos, violentos, abusivos, vengativos, egoístas. Es cierto que Platón (filósofo al fin y al cabo cristiano) (3) rechazó la manera en que Homero y Hesíodo habían representado a los dioses. La reprobación platónica de las figuraciones homéricas y hesiodónicas de las deidades no implica, sin embargo, que la visión de lo divino en la Ilíada o en la Teogonía fuera privativa de sus autores o inventada por ellos. Los poetas de aquella época derivaban sus creencias religiosas y sus relatos de las creencias y relatos de sus contemporáneos; otra suposición no es verosímil.

A pesar de Platón, su verdad y su justicia, y de los Evangelios y su amor al prójimo, una moral basada en el instinto compasivo o humano (4) no es más natural que una moral que legitime el instinto del egoísmo y el miedo, y aplauda explícitamente su predominio sobre el instinto compasivo. Somos una combinación de humanidad y animalidad o, como quería el Segismundo calderoniano, “compuesto de hombre y fiera”; (5) ambas naturalezas son, pues, opciones igualmente válidas para regir la conducta.

El aprecio de la simple y fácil animalidad socio-racional en desmedro de la más compleja y ardua humanidad solidaria (la franca prevalencia de la ética del egoísmo sobre la ética de la compasión) no solo constituye una alternativa moral válida, sino que además supone innegables ventajas intelectuales: nos evitaría, por ejemplo, las contradicciones consubstanciales a la tarea de justificar humanamente la animalidad de la guerra, o de conciliar el homicidio bélico con una moral fundada en el amor al prójimo; desaparecerían asimismo las confusiones que estorban un análisis hondo de lo que creemos y somos realmente; el miedo a sabernos inhumanos no nos impediría la autenticidad. Cabe advertir, por las dudas, que el orden social no sufriría mella: al margen de la moral, cualquiera que ésta sea, la ley y las fuerzas policiales pueden siempre prevenir el desgobierno, el caos y la desintegración de la sociedad.

Pese a su larga historia, el cristianismo no ha conseguido convertir al animal racional que somos en una criatura mansa, pacífica, misericordiosa: en un ser humano humanizado, en suma. Nuestra ininterrumpida afición al oficio bélico y nuestra devoción al heroísmo militar evidencian que, mayoritariamente, no se han asimilado los Evangelios ni el mandamiento que ha de regir la conducta cristiana. Lejos de ello, se han hecho no pocas guerras en el nombre de Dios y con la cruz por símbolo. Muchos de los que hoy se identifican con el cristianismo no comprenden que un mahometano aspire a ganarse la gloria ultraterrena, practicando el terrorismo; no advierten que, cuando de guerra se trata, ningún pretexto resulta ni más ni menos perverso o noble, válido o inválido, que otro; olvidan, además, que también los cristianos aspiraron a ganarse el paraíso, matando “infieles”; o matándose entre sí. (6)

Porque en ningún momento de la era común han prevalecido la compasión y la paz, es lícito decir que el cristianismo fracasó en calidad de ética. De ahí cabe inferir que la valoración moral del Occidente anterior a la Segunda Guerra Mundial no difiere, en definitiva, de la del Occidente del posmodernismo y la nueva era. Difiere, sin embargo. Que el amor al prójimo no haya prevalecido, como lo prueba la continuidad de la guerra, importa un fracaso fundamental de la ética cristiana, pero no un fracaso total. Los mandamientos de Moisés conformaron una conciencia moral colectiva que se reflejaba en la creencia, la conducta y el sentimiento de culpa y de vergüenza (7) individuales. Habría o no individuos capaces de honradez, honestidad, lealtad o civismo, pero al margen de lo que fuera cada cual, tales atributos, entre otros similares, gozaban de prestigio social y eran razón de orgullo o cuestión de dignidad. Hoy en día no somos indiferentes a la estafa generalizada en los casos en que afecta nuestro bolsillo particular; nos molesta que los hospitales, las clínicas, los médicos, los dentistas, los abogados, los mecánicos, los plomeros, las compañías de seguro, de electricidad, de teléfono, cable e internet nos inflen las facturas desproporcionadamente. Ya ni sabemos cómo protegernos del robo de identidad, que estrena día a día nuevos modos de operar. Inadvertidamente o no, vivimos a la defensiva o a la ofensiva, esperando un fraude o urdiéndolo. La honradez, la honestidad, la lealtad no han desaparecido por completo, pero escasamente se reconocen, y no son razón de orgullo para nadie. Relegados a la indiferencia por las amenazas, las ansiedades y las vanidades de la sociedad de consumo, tales atributos carecen de su antiguo prestigio social. No menos se han desacreditado las virtudes cristianas de la abnegación, la humildad, la capacidad de renuncia y de sacrificio, en las que el psicoanálisis identificó represiones, inhibiciones y retorcidos complejos. Por último, el relativismo se ha encargado de reducir la verdad y la falsedad, el bien y elmal, a una cuestión de perspectiva.

En una sociedad como la contemporánea, donde el ser viste la talla del tener, y la dignidad y la solidaridad ceden el paso a la autoestima, al franco egoísmo y a la búsqueda de riqueza material, la moral de ofrecer al golpe la otra mejilla, la moral de la austeridad, del sacrificio, y del camello que pasa por el ojo de una aguja antes que entre un rico en el reino de los cielos, (8) semejante moral no nos aplica en absoluto. Éticamente, hemos rebasado el cristianismo; la moral contemporánea es, en esencia, la de Odiseo y Agamenón: la moral aquea de un neopaganismo poscristiano. Acépteselo de una vez, abiertamente, y hágase la guerra por doquier y en todos los órdenes, sin tanto afectado escrúpulo y tanto empalagoso pacifismo estético que a lo único que conducen es a la confusión y al desconocimiento de nuestros credos profundos.

Decía al comienzo de este escrito que una evolución ética capaz de hacernos invulnerables al imán de guerra suponía un prodigio, pero que no por prodigiosa era imposible esa evolución. ¿Qué podría inmunizarnos contra el interés en el poder, la expansión territorial, la riqueza material, la independencia y la libertad políticas, la gloria terrena y la ultraterrena, la sufrida pero entretenida aventura y demás promesas de la guerra? En su historia de los dos Juanes, Borges sugiere que la parcelación del planeta en países promueve los conflictos bélicos. No lo dudo; las divisiones, cualesquiera que sean, no propician la paz. Sin embargo, las guerras civiles, temibles por su truculencia, no se explican por la diversidad nacional; las desuniones que contribuyen a ellas son de otra índole. Acaso la humanidad como única nación y el planeta como único país serían antes el efecto que la causa de una paz permanente.

La guerra es un hecho demasiado complejo como para suponer que un par de medidas bastarían a erradicarla. Algo, no obstante, parece claro: la definitiva supresión de la guerra exige, ante todo, que queramos lograrla. Ese deseo, de ser auténtico, comporta necesariamente el desprecio de toda actividad militar, así como el descrédito de cuantos han ganado título de titanes y superhombres en el ejercicio del homicidio, la masacre y la ruina. Si verdaderamente resulta indeseable, la guerra no puede ser fragua de glorias. Desde todos los sectores de la vida pública y privada, desde la familia hasta las altas esferas de la política, sin que falten las aulas de enseñanza, los altares de los templos y aun la bolsa de valores, habría que combatir el refulgente prestigio del heroísmo bélico hasta que su fulgor se redujese a humo oscuro y ceniza.

El descrédito del esplendor militar sería, sin duda, un acertado primer paso hacia la paz. Atacar el renombre de una cosa, la que sea, es un modo eficaz de destruirla. Pero deslustrar sin más las hazañas bélicas y sus protagonistas no bastaría. Allende un simple desprestigio retórico, fácil de desvirtuar, tendríamos que entender por qué la guerra no es opción justa ni necesaria, o por qué ni siquiera lo ha sido en los casos de motivos patrióticos. La práctica de la elucubración ucrónica podría asistirnos en la tarea. Si nos detuviésemos a teorizar y reflexionar sobre el curso que habrían trazado los acontecimientos, de haber evitado cada guerra, seguramente concluiríamos que, como ataque o contraataque, la guerra destruyó lo existente, sin que siquiera representase estimables ventajas posteriores. Tómese como ejemplo el caso de Cuba y su beligerancia independentista: ¿Qué habría sucedido (y no sucedido) si Céspedes, Gómez, Maceo, Calixto García, Martí y sus seguidores no le hubiesen hecho la guerra a España? Elucubremos ucrónicamente: Cuba podría ser hoy una autonomía española y, como tal, territorio de Europa en América; la moneda cubana, en tal caso, sería el euro, y los cubanos tendrían un pasaporte europeo. ¿Tanta carga al machete, tanta sangre derramada, tanta quema, tanta destrucción, para que hoy los cubanos anden buscando desesperadamente un antepasado oriundo de España, que les valga para adoptar la ciudadanía española y largarse de Cuba? ¿Qué deuda tienen esos cubanos con el heroico ejército mambí? ¿Acaso les deben a sus libertadores esa misma independencia que hoy los priva de la ciudadanía y el pasaporte que se mueren por lograr? ¿No es eso una dolorosa ironía, una atroz enseñanza sobre la ineficacia de la guerra? Al hombre que dijo “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas”, ¿ qué le deben esos cubanos que, por vivir en las entrañas del monstruo, han desafiado la muerte en la selva del Darién o en el estrecho de la Florida?

Pero la comprensión racional de la ineficiencia de la guerra para resolver problemas a corto, mediano o largo plazo precisaría de una comprensión en el orden emotivo que nos inmunizase contra la beligerancia. La evolución moral que pudiera conducirnos a la auténtica abominación de la guerra implica un interés en la cultura humanística y artística, que supere con mucho nuestro interés en, por ejemplo, la tecnología. O, mejor dicho, tendría que interesarnos el progreso tecnológico, a fin de abreviar la jornada de trabajo y de ahorrarnos tiempo, no para el ocio, sino para el cultivo de las humanidades y el arte. Esto último representaría un intento, acaso el único posible, de estimular nuestra imaginación o, lo que es igual, estimular nuestra capacidad de identificarnos con nuestros congéneres y, del modo restringido que nos es viable, padecer en su piel (la única ubicuidad que nos fue dado poseer). Es, empero, ardua faena, muy ardua, ser plenamente humano. La animalidad racional, que nos permite ostentar las facultades humanas de andar en dos pies y hablar, es opción harto más cómoda, y, después de todo, ¿hace falta más?

¿Habrá un final definitivo para la guerra y un principio para una paz sin mella y sin término? Si ante Dios, que todo lo sabe, tuviera que apostar, apostaría a la guerra, de irme en ello ganar un millón de dólares o endeudarme para siempre. Por los siglos de los siglos, cada uno a un tiempo Caín y Abel, seguirán inmolándose el uno al otro los dos Juanes.

Referencias

1. En el himno nacional de Cuba se juzga gloriosa la acción de morir por la patria, pero nada se dice a propósito de matar por la misma razón. En el himno uruguayo reza: “Libertad o con gloria morir”, pero en ningún lugar se dice, por ejemplo: “Matemos con gloria por la libertad”, ni nada semejante. En el himno argentino se escucha repetidamente: “Oh, juremos con gloria morir”; ni una vez, en cambio, se oye: “Oh, juremos con gloria matar” En el himno hondureño se afirma: “... marcharemos, ¡oh, patria!, a la muerte, generosa será nuestra suerte, si morimos [en vez de ¿si matamos?] pensando en tu amor.” En ninguno de estos aguerridos cánticos aparece o siquiera asoma el verbo matar o la posibilidad de cometer homicidio. El patriota cubano José Martí, promotor fundamental de la Guerra de Independencia de Cuba, siempre habló de morir por la patria, pero jamás se representó a sí mismo matando españoles patrióticamente. Cuando Martí predicaba la guerra, ¿exhortaba a la gente sobre todo a morir, o sobre todo a matar? ¿Era él, Martí, capaz de matar, o acaso, con su imprudencia en Dos Ríos, buscaba perder la vida, para no incurrir en homicidio?

2. Los guerreros de la antigüedad ni ignoraban ni ocultaban que el heroísmo consistía en matar diestramente. Uno de los epítetos que califican a Héctor, el héroe troyano de la Ilíada, es el de homicida o matador de hombres. Nuestras confusas y profusas contradicciones respecto de la guerra se relacionan con pretensiones ya pacifistas, ya cristianas, que no responden más que a una trasnochada sensiblería. Tales pretensiones constituyen impedimentos para que, sin hipocresías ni incongruencias ni eufemismos, se aplauda y loe la guerra por lo que es en todos los casos: una apuesta a la preponderancia, y una esforzada y excitante cacería de congéneres, que convierte a los hombres en héroes.

3. Si bien, cronológicamente, Platón, que vivió en el siglo V a.C., no puede ser un filósofo cristiano, culturalmente, por su influjo en el cristianismo, lo es. Bastaría una lectura que no reparase en anacronismos (una lectura a lo Pierre Menard), para corroborarlo.

4. Tengo en cuenta que compasivo es sinónimo de humano. La equivalencia entre esos dos términos, que se entabla en varios idiomas, no me parece caprichosa; de ahí que los utilice intercambiablemente para referirme al instinto de conservación de la especie.

5. La naturaleza dual de nuestra especie, que ha sido tratada de distintas maneras a lo largo de la historia del pensamiento occidental, constituye un tema relevante en una de las obras poéticas más sobresalientes del idioma castellano: La vida es sueño. En este drama de Calderón de la Barca, el tema de la doble naturaleza (¿el compuesto de hombre y fiera?) se entrelaza al tema de la libertad y se trata conjuntamente con él. Nuestra doble naturaleza puede representarse en relación con el espacio y el tiempo. Lo que de nosotros tiene dimensiones espaciales es un animal; lo que de nosotros se revela en el tiempo y como tiempo le corresponde al humano, sin que ni una ni otra entidad realmente existan sino en estrecha simbiosis. Yo suelo distinguir entre el animal socio-racional y el humano humanizado. Este último es un individuo que se ha interesado seriamente, más allá de la mera vanidad, en el cultivo humanístico. Semejante interés suele redundar en un ensanchamiento de la compasión y la imaginación, y en el consecuente predominio de la naturaleza solidaria. Esto último puede no ser aconsejable, puesto que implica la seria desventaja de perder la pujanza de la fiera socio-racional mayoritaria. Supongo que debe evitarse cuanto debilite a una persona para la lid en la arena económica y social.

6. En las célebres coplas elegíacas de Jorge Manrique, La Muerte, dirigiéndose a don Rodrigo, el padre del poeta, le dice: “«Y pues vos, claro varón, tanta sangre derramasteis de paganos [musulmanes], esperad el galardón que en este mundo ganasteis por las manos»”. No hace falta aclarar cuál era ese galardón que se ganaba, derramando sangre de paganos o infieles, ni tampoco es necesario explicar que ese galardón no era distinto al que también aspiraron los católicos que mataron cátaros en la Cruzada Albigense del siglo XIII, o los católicos y protestantes que se mataron entre sí en la cruenta Guerra de los Treinta Años del siglo XVII. Los pretextos para hacer la guerra pueden adoptar diversas vestiduras terminológicas, pero el cuerpo vestido es indefectiblemente el homicidio.

7. Independientemente de la psicología, o de lo que quisiera o dijera Nietzsche, sin sentido de la culpa y/o la vergüenza es posible el miedo al castigo, pero no el funcionamiento de una conciencia moral, cuya formación, guste o disguste, no puede prescindir de la represión. Bien sabía esto último el católico Calderón de la Barca, que tan hábilmente lo expuso en La vida es sueño. Valgan a ilustrarlo los versos de Segismundo al final de la segunda jornada de la obra, inmediatamente después de que Clotaldo le recordase que “aun en sueños no se pierde el hacer” dice ahí Segismundo: “Es verdad” pues reprimamos [énfasis mío] esta fiera condición, esta furia, esta ambición” Teniendo en cuenta la temática de la obra, así como la religión y la ética del autor, el uso de reprimir no podía ser más acertado, a pesar del descrédito de ese verbo, que habría de causar el psicoanálisis.

8. Sé de un comentarista de la radio hispana de Miami, que no pierde oportunidad de equiparar la inteligencia con la riqueza material. Según este sujeto, que goza de popularidad local, un multimillonario no puede menos que ser inteligente. ¿Implica esto que los pobres son brutos? No necesariamente, pero sí sugiere que la inteligencia del pobre, a diferencia de la del rico, es cuestionable. Cabe preguntarse si para este comentarista radial y otros tantos como él, es cuestionable la inteligencia de un individuo sin domicilio, que vive de la caridad, un linyeras, un homeless, al estilo de, por ejemplo, Jesús de Nazaret.


Lourdes Tomás Fernández de Castro (La Habana, Cuba). Ensayista y narradora. Reside entre Miami y Buenos Aires. Ha publicado el libro de cuentos Las dos caras de D (Sibil, 1985); Fray Servando Alucinado (University of Miami, 1994), Premio Letras de Oro (ensayo); Espacio sin fronteras (Premio Casa de las Américas, 1998 (ensayo) y la novela El domador (Vinciguerra, 2007)





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