La caída de Betar, de P.C. Churchman

MANUEL GAYOL MECÍAS

La caída de Betar, de P.C. Churchman

Un renuevo de la novela histórica

De héroes y otros personajes *

Iluminación narrativa de la Historia 

La novela La caída de Betar, escrita por P. C. Churchman, se adentra con maestría en el terreno de la novela histórica, un subgénero que teje con habilidad los hilos de la ficción y la realidad para dar vida a épocas lejanas. Más allá de ser un simple relato, esta narrativa, consolidada por plumas como la de Walter Scott(1) y revitalizado en la modernidad, busca iluminar los rincones oscuros del pasado, ofreciendo al lector una experiencia que cautiva. En esta obra, Coutín Churchman nos transporta al siglo II d.C., al corazón de la rebelión de Bar Kochba, un momento importante en la lucha judía contra el yugo romano. Con un enfoque que busca equilibrar la precisión histórica y la imaginación narrativa, la novela no solo recrea unos episodios épicos, sino que invita a una reflexión profunda sobre la resistencia, la fe y el costo de la libertad en tiempos de opresión. 

     El trasfondo histórico de La caída de Betar se ancla en la rebelión de Bar Kochba (132-136 d.C.), un levantamiento desesperado y heroico liderado por Simón Bar Kochba, una figura mesiánica para muchos de sus seguidores, y no así para otros, contra la maquinaria implacable del Imperio Romano. Bajo el mandato del emperador Adriano, Roma intensificó su control sobre Judea tras la devastación del Segundo Templo, imponiendo medidas como la prohibición de prácticas judías y el plan de erigir Aelia Capitolina, una ciudad romana, sobre las ruinas de Jerusalén. Este choque cultural y político desató una insurrección feroz, cuyo último reducto fue la fortaleza de Betar, símbolo de la tenacidad judía que finalmente sucumbió tras un asedio brutal de los romanos. Coutín Churchman captura este drama con una narrativa que no solo revive la caída de un bastión, sino que también evoca el espíritu de un pueblo enfrentado a la aniquilación, convirtiendo la historia en un lienzo vibrante de sacrificio y esperanza truncada. 

     Literariamente, La caída de Betar despliega las virtudes de la novela histórica al entrelazar personajes complejos con un escenario meticulosamente reconstruido, donde los ecos de la antigüedad resuenan con fuerza. La obra se nutre de la riqueza cultural y religiosa de la Judea del siglo II, plasmando las tensiones entre el nacionalismo judío y la hegemonía romana en una prosa que destila tanto rigor como emoción. Al centrarse en un episodio menos transitado por la literatura contemporánea, Coutín Churchman no solo rescata del olvido una gesta monumental, sino que también plantea preguntas intemporales sobre el poder, la identidad y la lucha por la supervivencia. Así, La caída de Betar trasciende su marco histórico para convertirse en un espejo del alma humana, un relato que resuena en el presente al recordarnos las batallas que forjan nuestra memoria colectiva (2).

 

Sombras sutiles (3)

Aunque La caída de Betar brilla como un renuevo de la novela histórica, no está exenta de ciertas sutilezas que podrían percibirse como puntos vulnerables en su armazón narrativa. Una de ellas podría ser la profundidad con la que se exploran algunos personajes secundarios, quienes, si bien cumplen un papel en el tapiz de la historia, a veces quedan eclipsados por las figuras principales como Escápula o los líderes de la resistencia. Esta contención en su desarrollo no resta mérito a la obra, pero podría dejar al lector con la sensación de que algunas voces, cargadas de potencial, podrían haber cantado con más fuerza en el coro de la narrativa, aun cuando suponemos que esos personajes secundarios se desarrollarán más en la segunda novela de la trilogía. Es un detalle que, lejos de ser un defecto grave, invita a imaginar cuánto más podría haberse expandido el universo humano de la novela. 

     En cuanto a la representación del choque cultural y religioso, La caída de Betar logra un retrato conmovedor y matizado, pero podría argumentarse que la perspectiva romana, aunque presente, no siempre alcanza la misma profundidad que la judía. Personajes como Escápula ofrecen destellos fascinantes del alma imperial, pero el paganismo romano y sus motivaciones internas quedan en ocasiones como un telón de fondo más sugerido que explorado en profundidad. Esto no empaña el valor de la obra, sino que deja un espacio abierto, casi como una invitación tácita para que el lector complete con su imaginación las complejidades de ese otro lado del conflicto. En realidad, es un lienzo amplio, en el que también se puede constatar un ligero parecido con la proyección liberal del Occidente actual, dominado por las nuevas tendencias de izquierda, que se proclaman "inclusivas", pero, claro, solamente lo que se entiende por conveniente. 

     Otra cuestión podría ser que la novela, en su afán de humanizar la historia, podría correr el riesgo de idealizar sutilmente ciertos aspectos de la resistencia judía, presentándola con un brillo que, aunque inspirador, no siempre deja espacio para las ambigüedades morales o los dilemas internos que suelen acompañar tales luchas, aun cuando podemos advertir cierto grado de fanatismo, de oportunismo y de la intolerancia de algunos. 

     Esto no significa que caiga en la simplificación, pues su enfoque es claramente matizado, pero el énfasis en la nobleza de la causa podría haber sido equilibrado con un poco más de sombra, mostrando las fracturas internas o los costos humanos desde una lente aún más cruda. Dicho esto, esta tendencia a exaltar no desmerece el conjunto, sino que subraya la intención de la obra de elevar la narrativa histórica a un plano casi mítico, un rasgo que muchos lectores celebrarán como una fortaleza.

 

De héroes y otros personajes 

En La caída de Betar, Simón Bar Kochba se alza como parte del eje central de la narrativa, un líder carismático cuyo nombre, que significa "hijo de la estrella", lo convierte en un símbolo de esperanza y liberación para el pueblo judío en su lucha contra Roma. El otro, en mi criterio, es el soldado romano Escápula, quien llega a presentar una muy posible transformación en su cosmovisión religiosa y humana. Churchman retrata a ambos con una complejidad que trasciende las imágenes de los héroes tradicionales. 

     En el caso de Bar Kochba, si bien su determinación y valentía inspiran a las masas a desafiar el poder imperial, su carácter también revela una vena de violencia, a veces indiscriminada, que tiñe su liderazgo de ambigüedad. Esta dualidad culmina en una aparente traición que sacude las alianzas dentro de la revuelta, mostrando cómo la presión de la guerra puede fracturar incluso las causas más nobles. Bar Kochba, así, no es solo el guerrero “mesiánico”, sino también un reflejo de los costos humanos y morales de la resistencia extrema. 

     Simón Bar Kochba, más allá de su rol como motor de la trama, se erige como una figura estructural que dota a la novela de una vistosidad épica y trágica, encarnando el ascenso y la caída de un ideal. Su transformación de líder militar a mito viviente no solo impulsa la acción —con decisiones que enfrentan a su pueblo al coloso romano con recursos escasos—, sino que también teje un arco narrativo que captura la esencia de la resistencia judía: una mezcla de audacia, desesperación y fe ciega. Esta complejidad lo convierte en un pilar visual y emocional de la obra, pues cada victoria suya ilumina la esperanza de autonomía cultural y religiosa, mientras que cada error o acto de violencia revela las grietas de su liderazgo, proyectando sombras sobre la lucha. Así, Bar Kochba no solo simboliza el choque entre opresión y libertad, sino que da a la novela una dimensión casi legendaria, haciendo que el lector contemple tanto la grandeza como la fragilidad de un hombre elevado por su pueblo al borde de lo divino. 

     En lo que corresponde al soldado Escápula, sucede que no como antagonista clásico de Bar Kochba, sino como un contrapunto narrativo. Bar Kochba lleva la trama hacia la épica militar y la derrota, mientras Escápula aporta una dimensión humana y espiritual que da profundidad a la historia. Su atención en la novela —el detalle de su herida, su rescate, su romance, su ascenso y su rechazo final a las brutalidades de Adriano— sugiere que Churchman lo está construyendo como algo más que un personaje secundario. Su arco tiene peso emocional y simbólico que lo acerca al nivel de coprotagonista. 

    La transformación espiritual que envuelve su intimidad, a modo de una nueva manera de pensar, al final lo convierten en un puente hacia lo que viene en La Ruta de Ashkenaz, mientras Bar Kochba cierra su ciclo con Betar. Escápula es definitivamente una parte clave del eje central, no por oponerse directamente a Bar Kochba, sino por ofrecer una perspectiva alternativa que contrasta con él y amplía el significado de la caída de Betar. Su importancia está creciendo, y si la serie continúa, podría incluso eclipsar a Bar Kochba como el verdadero protagonista a largo plazo. 

     Entre los otros personajes principales, Rabí Hamudai y los antagonistas romanos, los sucesivos gobernadores Tineo Rufo y Sexto Julio Severo, y sobre todo el emperador Adriano, enriquecen el tapiz de la novela con sus perspectivas contrastantes. Eleazar Hamudai, un sabio judío de inmenso prestigio, sucesor del que fuera primer líder espiritual del alzamiento, el Rabí Akiva, ve en un principio a su sobrino Bar Kochba al Mesías esperado, dotando a la rebelión de una dimensión espiritual que eleva su lucha más allá de lo terrenal; sin embargo, su apoyo inquebrantable trocado en escepticismo lo lleva a un destino trágico: su asesinato a manos del mismo Bar Kochba, un acto que subraya las tensiones internas y el desmoronamiento de la unidad entre los rebeldes. En el otro extremo, Severo, el gobernador romano de Judea, encarna la maquinaria administrativa de un imperio decidido a aplastar toda disidencia, mientras que Adriano, el emperador, destila arrogancia y crueldad en sus reflexiones sobre los judíos, compartidas con sus confidentes. Estos personajes romanos no solo representan el poder opresor, sino que también exponen la frialdad y el desprecio con que Roma miraba a sus súbditos rebeldes, intensificando el drama de la confrontación. 

     Por su parte, Rabí Hamudai aporta a La caída de Betar una estructura narrativa de inmensa vistosidad al entrelazar lo espiritual con lo terrenal, elevando la rebelión más allá de una mera contienda militar hacia un plano de trascendencia religiosa, como ya he dicho. Su evolución de erudito respetado a ferviente defensor de Bar Kochba como el Mesías no solo legitima la revuelta con un barniz teológico, sino que también introduce una tensión dramática que enriquece la novela: la fe como combustible de la lucha, pero también como fuente de división interna, culminando en su trágica muerte a manos de su propio líder. Esta dualidad lo convierte en un lente clave para explorar la intersección entre religión y política, dotando a la obra de un brillo intelectual y emocional que resuena en cada decisión que afecta la moral de los rebeldes. Su presencia estructural, por tanto, no solo ilustra el poder transformador de la espiritualidad, sino que también da a la novela una profundidad que invita a reflexionar sobre los límites del pragmatismo frente a la devoción absoluta. 

     Severo, el gobernador romano, se alza como una estructura narrativa esencial en La caída de Betar, aportando una vistosidad que contrasta la brutalidad imperial con la resistencia desesperada, y dotando a la novela de un antagonista multidimensional que encarna el peso del orden romano. Su desarrollo —de un administrador confiado a un hombre frustrado por la tenacidad de Judea— no solo impulsa el conflicto central al dirigir las fuerzas que aplastan Betar, sino que también ofrece un retrato vívido de la mentalidad romana: una mezcla de arrogancia, eficiencia y desdén hacia los pueblos subyugados. Sus acciones, desde estrategias militares hasta políticas opresivas, tejen un hilo narrativo que resalta las limitaciones del poder imperial frente a la voluntad humana, dando a la obra una tensión dramática que mantiene al lector al borde del enfrentamiento. Como símbolo de la lucha entre colonia e imperio,  Severo no solo enriquece la trama con su presencia imponente, sino que también proyecta una humanidad ambigua —cruel pero pragmática—, haciendo que la novela brille al mostrar el rostro humano detrás de la maquinaria romana. 

     En la novela, volviendo al personaje conocido como “Escápula” o “el herido de la cueva”, éste encarna —como ya dije— un poderoso testimonio de la caridad cristiana en un tiempo de violencia y desolación, cuando el cristianismo, aún en sus albores, comenzaba a distinguirse del judaísmo y a extender sus raíces en un mundo hostil. Herido gravemente, repito, en una de las feroces contiendas de la rebelión de Bar Kochba y abandonado como muerto, este hombre es rescatado por un grupo de cristianos que, movidos por una compasión desinteresada, lo llevan a una cueva donde pernoctan y lo curan con esmero. A medida que recupera sus fuerzas, su gratitud hacia estos desconocidos —quienes arriesgan sus vidas por un extraño sin esperar recompensa— despierta en él una comprensión naciente del culto cristiano, un credo que exalta el amor al prójimo como reflejo de la verdad divina. Este acercamiento se profundiza al enamorarse de una joven del grupo, cuya ternura al cuidarlo personifica la virtud de una fe que, incluso en esa época temprana del siglo II d.C., proyectaba su justeza no mediante la espada, sino a través de actos de bondad que desafiaban las divisiones entre judíos, romanos y los primeros seguidores de Cristo. Así, su historia ilustra cómo la caridad cristiana, en su simplicidad y entrega, ofrecía una luz de esperanza y autenticidad en medio del caos, sembrando las semillas de una religión destinada a transformar el mundo. 

     Este soldado romano emerge de las sombras de la novela como un alma curtida por la guerra, con el cuerpo lacerado y el espíritu aún más herido, abandonado por sus camaradas en un campo donde la muerte parecía su única certeza. Dado por muerto, su destino da un giro inesperado cuando el grupo de cristianos ya mencionados, movidos por una compasión que él no comprende, lo encuentra entre los escombros y lo lleva a una cueva que se convierte en su refugio y su renacer. Allí, entre susurros de plegarias y manos suaves que curan sus heridas, conoce a esa muchacha de mirada luminosa, la joven cuyo cariño y fortaleza lo desarman más que cualquier espada enemiga.En sus ojos, Escápula ve algo que trasciende el paganismo de sus dioses fríos y distantes: una chispa de esperanza, un amor que noexige sacrificios de sangre, sino que se ofrece sin condiciones. Este encuentro sacude los cimientos de su mundo, y aunque no cruza del todo el umbral de la conversión, su corazón comienza a latir con preguntas que nunca se había atrevido a formular. 

     En la penumbra de esa cueva, Escápula se transforma en un símbolo vivo de la encrucijada entre el viejo orden y la nueva fe que brota como un río subterráneo tras la raíz del judaísmo. No es solo un hombre enamorado, aunque el rostro de esa muchacha se le graba como un sueño imposible; es también un testigo del poder silencioso del cristianismo primitivo, que no conquista con ejércitos, sino con actos de bondad que desafían la lógica de un imperio brutal. La novela no lo muestra arrodillado ante una cruz, pero su alma queda marcada por una inquietud profunda, una potencialidad que late como un eco: ¿y si este camino de los cristianos fuera más que una secta pasajera? En él se refleja esa transición histórica, esa posibilidad de redención que no necesita proclamarse en voz alta, sino que germina en el silencio de sus pensamientos mientras la luz de la cueva ilumina, aunque sea por un instante, las grietas de su antigua fe pagana. Escápula, herido y sanado, amante y dubitativo, se alza como un puente humano entre dos mundos, un personaje que no abraza del todo la nueva religión, pero que tampoco puede volver a ser el mismo después de haberla rozado. 

     En cuanto al elenco, éste se completa con una serie de personajes ficticios y otros inspirados en figuras históricas secundarias, que ofrecen una ventana a las vidas cotidianas trastornadas por el conflicto. Estos individuos —soldados, ciudadanos, familias atrapadas en el caos— aportan una dimensión personal y emocional a la narrativa, mostrando cómo la guerra permea cada rincón de la existencia, desde los campos de batalla hasta los hogares devastados. Aunque sus nombres puedan no resonar en los anales históricos como los de Bar Kochba o Adriano, su presencia en la novela teje una red de experiencias que humanizan los grandes eventos, incluso en lo relacionado a la crueldad de la tortura y el asesinato, permitiendo al lector sentir el peso de la rebelión y la caída de Betar como si fuera en la carne de quienes la vivieron. A través de este mosaico de personajes, Coutín Churchman no solo reconstruye un momento histórico, sino que captura las múltiples facetas de la lucha, la fe y la tragedia que definieron esa era.

 

Resistencia judía: canto tejido en piedra y espíritu

En La caída de Betar, la resistencia judía no se alza únicamente como un estruendo de espadas contra el yugo romano, sino como un cierto murmullo, profundo, un río subterráneo de identidad que corre bajo la piel de un pueblo. Más allá de las batallas, la novela pinta esta lucha como un acto de fe, un lienzo donde cada hilo es una plegaria, cada nudo un juramento de no olvidar. Es un canto que resuena en las ruinas, un verso escrito con sangre que proclama que la verdadera fortaleza no yace en la victoria militar, sino en la raíz inquebrantable de una cultura que, aun cercada por sombras, encuentra luz en su propia esencia.

  

La percepción romana: el espejo y su reflejo agrietado

Desde los ojos del Imperio, La caída de Betar despliega a Roma como un coloso que, en su afán de dominio, se topa con un espejo que revela sus fisuras. La rebelión, vista a través de figuras como Escápula, no es solo un disturbio en los confines de Judea, sino una grieta en la armadura de un poder que se creía eterno, y la grieta no son solo los judíos, sino también los cristianos. La novela, con su prosa afilada como un gladius, nos muestra la gestión romana: una danza de hierro y decretos que, aunque aplasta, no logra silenciar el latido de un pueblo irreductible. En este reflejo, Roma se siente vulnerable, un gigante que no acaba de visionar sus últimos tiempos ante la chispa de una fe que no comprende, un recordatorio poético de que el control, por más vasto que sea, se va a deshacer como arena entre los dedos cuando enfrenta la voluntad de lo humano.

 

El impacto cultural y religioso: choque de un eco

El corazón de La caída de Betar late en el encuentro entre dos mundos: el judaísmo, con su Dios solitario y su tierra prometida, y el panteón romano, un océano de divinidades que se pierde en su propia inmensidad. Este choque no es solo un fragor de armas, sino un diálogo mudo entre credos, un roce de orillas que deja huellas en la memoria judía como versos grabados en piedra. La novela transforma este conflicto en un tapiz lírico, donde cada piedra caída de Betar es un testigo silente, cada oración un hilo que teje el legado de un pueblo. Es un impacto que trasciende el tiempo, un duelo de culturas que, en su violencia, siembra semillas de identidad, convirtiendo la derrota en un himno que aún resuena en el viento del presente.

 

La narrativa histórica: puente y abismo del olvido

Finalmente, La caída de Betar se alza como un puente tejido con palabras, tendido entre las sombras del pasado y la luz de nuestra mirada. La novela no disecciona la historia como un frío relato de fechas, sino que la hace respirar, la viste de carne y sueños, y nos invita a caminar entre sus ruinas como quien pisa un suelo sagrado. Con un enfoque humano y matizado, nos susurra que los conflictos de antaño no son ecos mudos, sino faros que iluminan nuestra propia humanidad. Es una obra que celebra la resistencia y la memoria, invitándonos a sentir el pulso de Judea, su polvo entre los dedos, y entender que la historia sigue viva en nosotros si logramos conectarnos con ella.

 

A modo de conclusiones

El choque entre la cultura romana y la resistencia judía: una danza de luz y sombra. En La caída de Betar, el enfrentamiento entre Roma y Judea se alza como una danza trágica, un torbellino de poder y fe, donde el mármol frío del Imperio choca contra el fuego de un pueblo aferrado a su Dios. Roma, con su legión de dioses paganos y su ambición de hierro, extiende su sombra sobre la tierra prometida, mientras la resistencia judía, como un olivo que se niega a doblegarse ante la tormenta, enciende una luz que no titubea ni en la derrota. Este no es solo un duelo de espadas y murallas, sino un canto profundo entre dos almas colectivas: una que impone su peso, otra que lo resiste con la fuerza de lo eterno. En las grietas de este conflicto, sin embargo, brota un susurro nuevo, una fuerza cristiana que, como un amanecer tímido, comienza a proyectar su promesa de redención. Es una luz que no conquista con violencia, sino que invita, que llama a todos —judíos, romanos, hombres de toda estirpe— a mirar más allá del polvo y las ruinas, hacia un horizonte donde la transformación es posible.

Escápula y el "ergo proteico": un alma en la encrucijada del amor y la transformación. Y en el corazón de esta tempestad emerge Escápula, el soldado romano, un hombre herido que encarna el "ergo proteico" (4), ese estado de transición que propone un posible cambio. Como Proteo, el dios mutable de las aguas, su ser parece oscilar entre mundos: el paganismo de su armadura y la fe naciente que lo roza al ser salvado por cristianos y al enamorarse de una muchacha cuyo amor es una realidad y un desafío. No hay en él una metamorfosis completa, no aún; su cambio es un río que fluye lento, un proceso de trasmutación mental que la novela deja como una semilla bajo la tierra, lista para germinar algún día. El amor, esa chispa que trasciende las fronteras de la carne y la creencia, se convierte en su faro, un rayo que atraviesa la oscuridad de su alma pagana y sugiere una nueva piel, un nuevo ser. Escápula, así, se erige como la posibilidad de esa fuerza cristiana que despunta, una invitación abierta a todos para abrazar la transformación. 

Novela histórica renovada: eco distinto en el coro literario. La caída de Betar se alza como una obra singular dentro del género de la novela histórica, diferenciándose notablemente de las creaciones de los grandes narradores latinoamericanos y anglosajones. Mientras que Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Roa Bastos y Mario Vargas Llosa suelen entrelazar la historia con los destellos de lo real maravilloso y el realismo mágico, correspondiente, o con una mirada crítica al legado postcolonial, dotando al pasado de una dimensión mítica y exuberante, y los autores norteamericanos e ingleses a menudo lo abordan con una precisión analítica o una idealización nostálgica, esta novela traza un sendero propio. Lejos de los ornamentos barrocos o las experimentaciones formales que caracterizan a muchas obras del boom latinoamericano, La caída de Betar apuesta por una reconstrucción fiel y detallada de los eventos históricos, pero sin caer en la frialdad de un mero registro documental. Su prosa, clara y despojada de artificios, invita al lector a sentir el polvo de Judea bajo los pies y el peso de la resistencia judía en el alma, ofreciendo una perspectiva que no busca deslumbrar con lo fantástico, sino conmover con la verdad desnuda de lo humano. 

Un enfoque narrativo que humaniza la historia: la voz de los silenciados. Lo que verdaderamente distingue a La caída de Betar es su capacidad para devolverle la voz a aquellos que la historia oficial suele relegar al silencio. A diferencia de Carpentier, que en El siglo de las luces exalta la monumentalidad de las revoluciones, o de García Márquez, que en El general en su laberinto dota a sus figuras históricas de un aura casi legendaria, y de Vargas Llosa, que en La guerra del fin del mundo desentraña las complejidades políticas con maestría, esta novela se sumerge en las vidas de los humildes: el soldado agotado, la madre que protege a sus hijos, el joven que se aferra a la esperanza en medio del caos. Su estilo narrativo, desprovisto de grandilocuencia y accesible en su simplicidad, contrasta con la tendencia de muchas novelas históricas a elevar el pasado a un pedestal inalcanzable. En lugar de ello, La caída de Betar lo trae al nivel del corazón, tejiendo una narrativa que no solo reconstruye un momento crucial de la historia judía y romana, sino que lo hace con un aire que resuena universalmente, recordándonos que la historia no es solo el eco de los grandes, sino también el susurro persistente de los pequeños.

*Las referencias y fuentes usadas en este ensayo han sido tomadas a través de Grok, la IA de X, así como observaciones y revisión en la redacción del trabajo.

1 “Walter Scott (1771-1832), novelista y poeta escocés, es ampliamente reconocido como el padre de la novela histórica moderna, un género que consolidó a principios del siglo XIX con obras como Waverley (1814), Rob Roy (1817) e Ivanhoe (1819). Antes de su aportación, las narrativas históricas carecían de una integración coherente entre hechos reales y ficción; Scott transformó este enfoque al combinar una meticulosa investigación histórica con tramas imaginativas, ambientadas en períodos de conflicto como las guerras jacobitas o la Inglaterra medieval. Su innovador estilo, que equilibra el rigor documental con personajes vivos y accesibles, estableció un modelo para la novela histórica que influyó en escritores posteriores a nivel mundial. Nacido en Edimburgo, su infancia marcada por la polio y su exposición a las baladas escocesas en la frontera con Inglaterra alimentaron su pasión por el pasado, un legado que se refleja en su capacidad para recrear épocas con autenticidad y emoción”. Asistido por Grok, quien aporta la siguiente fuente para ampliar la referencia de Walter Scott: Fernández, T. y Tamaro, E., "Biografía de Sir Walter Scott", Biografías y Vidas, 2004, https://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/scott_walter.htm.

2 A mi modo de ver, la Historia y las emociones humanas se conjugan aquí  para dar un entramado más que convincente. Sin que la novela deje de narrar exactamente lo que sucedió en las esencias de una realidad física, al mismo tiempo, por la sagacidad del autor, la narrativa proyecta todo un caleidoscopio de emociones y actitudes que contribuyen a crear una fuerte atmósfera de identificación para el lector con la obra.

3 Para mí, estas sombras sutiles son minimeces, que no dudo que el lector, en su identificación, dejaría a un lado, puesto que toda literatura nunca puede ser perfecta. Si hago estos señalamientos en estos párrafos, es por un prurito crítico que yo mismo me autocritico, y valga la redundancia.

4 Puede consultarse: “El ergo proteico o la energía sublime”, un capítulo de mi libro La penumbra de Dios (De la Creación, la Liberad y las revelaciones). Intuiciones I, Miami, FL -Eastvale, CA, Palabra Abierta Ediciones/Neo Club ediciones, 2015, p. 94. De aquí, cito lo siguiente: “Tenemos que el ergo proteico es un punto en el espacio invisible de la conciencia humana que, en un momento dado, siempre inesperado, se deja envolver por un remolino de ámbar y se convierte en un impulso para el sujeto que, sin saber por qué, ni cómo, da un salto cuántico hacia las regiones del alma” (p. 97).

Adquiera el libro: https://a.co/d/jfRNwJ2


Manuel Gayol Mecías. Poeta, narrador, ensayista, crítico literario y periodista cubano. Fue investigador en el Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas. Ha obtenido varios premios literarios en Cuba y en EE.UU. Ha publicado numerosos libros, entre ellos: Retablo de la fábula (poesía), Retorno de la duda (poesía) La penumbra de Dios (ensayos), 1959. Cuba, el ser diverso y la Isla imaginada (ensayos), La noche del Gran Godo (cuentos, Premio UNEAC 1992, censurado después que en 1994 el autor viajó y se quedó en España), Ojos de Godo rojo (novela) y Marja y el ojo del Hacedor (novela). Miembro del Pen Club de Escritores Cubanos en el Exilio y de la Academia de Historia de Cuba en el Exilio, presidente de su filial de California. Asimismo, fue vicepresidente de Vista Larga Foundation y dirige la revista Palabra Abierta y su editorial homónima para ediciones de libros.

 

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